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Qué ven mis ojos

Que los ladrones de niños no puedan brindar al amanecer

“Sobre la impunidad se pueden clavar banderas, pero no crecen las flores”.

Este martes se celebra en España el primer juicio que tiene como objeto esclarecer el drama de los niños robados en nuestro país desde los tiempos de la Guerra Civil hasta los años ochenta. El caso concreto es el de una mujer llamada Inés Madrigal, sustraída a su madre en la clínica San Ramón, de Madrid, donde operaban el ginecólogo Eduardo Vela y la monja de las Hijas de la Caridad de San Vicente de Paúl María Florencia Gómez Valbuena​, tristemente célebres entre las víctimas de aquella trama delictiva que fue alentada por los golpistas de 1936 para hacer una limpieza ideológica, “separar el grano de la paja”, según la terminología de los bandidos, y que se extendió en el tiempo, convertida en un negocio basado en el secuestro y tráfico de seres humanos. Lo que no se arranca, crece; y lo cierto es que el Régimen asesino del Funeralísimo duró treinta y ocho años, pero han pasado cuarenta y tres desde que al general se lo llevó el demonio, y sin embargo aquí siguen, de momento, a un lado su Valle de los Caídos, las medallas y pagas extras del torturador Billy El Niño o la amnistía fiscal a la familia del dictador, cuya fortuna y propiedades vienen de donde vienen, y al otro los ciento catorce mil republicanos enterrados en cunetas y fosas comunes sobre las que la democracia ha echado tierra, unas veces para clavar encima una bandera azul y otras, roja.

Hay estudios que hablan de treinta mil bebés sustraídos, y eso sólo contando a partir de los años sesenta, lo que hace difícil imaginar cuántos serían si se empezara en 1938 ó 1939, que es cuando se puso en marcha esa maquinaria siniestra. Cuando publiqué, en el año 2006, mi novela Mala gente que camina, que trata ese tema y partía de una larga investigación de cuatro años, algún medio de comunicación sostuvo que me lo inventaba todo, que eso jamás había ocurrido; incluso hubo quien me acusó de sensacionalista. Pero aquello no era sólo literatura, fue verdad que existió la trama y que se puso en marcha con el fin de erradicar el pensamiento de izquierda. El impulsor de aquella locura, el psicólogo y militar Antonio Vallejo Nájera, consideraba el socialismo una enfermedad mental y sostenía que la obligación del nuevo Estado era impedir que los padres se lo transmitieran a sus hijos. Fue secundado por El Pardo y por la Sección Femenina, la supuesta cara amable y doméstica de la banda terrorista Falange, y encontró su espacio ideal para la tétrica compra-venta de recién nacidos en los orfanatos y hospicios del Auxilio Social.

El juicio de hoy le ha costado muchos años de trabajo y perseverancia a Inés Madrigal, que lleva el amanecer en el apellido y podría ser la primera luz al final de este largo túnel. A día de hoy, hay otras dos mil denuncias similares archivadas. Eso supone una cantidad intolerable de ciudadanos que no han podido conocer su verdadero origen, ni lograr que la ley los defendiese. Ocurría en Madrid y en todas partes: en Tenerife se seleccionaban bebés rubios y, a ser posible, de ojos claros, para entregarlos a turistas alemanes; en Cádiz se abrieron varias tumbas y se encontraron vacías. Algunas personas sospechaban, otras sabían, pero las historias eran siempre muy similares porque el método del doctor Vela y sus compinches era el mismo: en una habitación del hospital, la madre verdadera, la niña o niño vistos y no vistos, la comunicación de que había muerto de forma súbita, a veces el ataúd blanco, a veces el cuerpo de una criatura que mantenían dentro de una cámara frigorífica para exhibirlo como prueba… Y en otro cuarto, la madre falsa, la que había entrado en la clínica con un embarazo fingido, el almohadón o la tripa de goma-espuma bajo la ropa, la comedia de los mareos y las náuseas que había llevado a cabo durante los últimos meses. Ha sido un largo, solitario y tortuoso camino hasta el banquillo de la Audiencia Nacional.

Pero esto también demuestra, por extensión, que el combate de las fuerzas conservadoras e incluso de alguna progresista contra la memoria ha sido feroz. El mito de la Transición lo ha sepultado todo, no ha dejado lugar a la disidencia y ha propiciado un intercambio de papeles que siempre es muy peligroso, tal y como podemos comprobar a menudo y con respecto a cuestiones muy diversas, y que vuelve agresores a los damnificados, deja caer sobre ellos la insidia de la discordia, los llama enemigos de convivencia, los culpa de reabrir heridas y de no querer la reconciliación. La verdad es más fácil de explicar: una democracia no puede sustentarse ni sobre la impunidad ni sobre la injusticia. Con que eso se respetara, lo demás vendría rodado.

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