Los diablos azules
Un espejo en forma de diccionario
Es imposible leer un libro de Felipe Benítez Reyes y no querer ser él, que reúne en sus obras, da igual si hablamos de poesía, novela o ensayo, todo aquello que hace falta para ser un escritor admirable, y es un ejemplo del incendio que provoca lector adentro la buena literatura, de principio a fin: en sus páginas está el proceso entero, sentimos el fogonazo, la combustión y las cenizas, de manera que nos divertimos y deprimimos en un abrir y cerrar de ojos, según el autor de El novio del mundo, El pensamiento de los monstruos o Escaparate de venenos decida tirar por el camino del humor, aunque sea negro, o por el de la melancolía, dos suertes que domina con destreza de malabarista. Estamos ante alguien que puede definir a un académico como un “intelectual que era muy codiciado como conferenciante en los salones culturales de las antiguas cajas de ahorros”; recordar que Cocteau definía a Victor Hugo como “un chiflado que se creía Victor Hugo”; o estar de acuerdo con Julio Camba en que un periodista es un ser que “se parece a un calamar en dos cosas fundamentales: en que puede tomar a voluntad el color que más le convenga y en que se defiende con la tinta”.
Con El intruso honorífico (Fundación José Manuel Lara), el volumen del que provienen esos destellos, ha ganado el premio Manuel Alvar de Estudios Humanísticos, y se adentra en el territorio raro de los diccionarios, pero no porque quiera emparentar con doña María Moliner, sino porque ha encontrado otra plaza donde torear sus obsesiones: este es un libro distinto de Felipe Benítez Reyes que, sin embargo, se le parece mucho, y es otra demostración de su arte para combinar inteligencia e irreverencia y para marcar las distancias del ingenio con la ingenuidad. Quizá uno de los mejores resúmenes de este texto sin desperdicio, lleno de exquisiteces y razones para detenerse a pensar, sea la definición que hizo José Bergamín de lo que es un aforismo y que él cita aquí: “Algo que no importa que sea cierto o incierto, sino que sea certero”. Así son las agudas entradas de este diccionario: certeras.
Por supuesto, es un diccionario de autor, y por eso tiene sus filias y sus fobias, lo cual ya es en sí mismo un acto de valor, en este mundo donde cada vez más gente teme decir lo que piensa, para no incurrir en un delito de incorreción política, recibir una multa de cualquiera de los millones de policías vocacionales que patrullan nuestras calles y nuestras redes o, lo peor de todo, enfadar a un colectivo. El autor de Las identidades se atreve a describir al premio Nobel Vicente Aleixandre como un “poeta andaluz de mentalidad lírica de guía turístico de las selvas más o menos amazónicas”, y a su compañero de la Generación del 27 Jorge Guillén como “un vallisoletano que vivió sus últimos años en Málaga empeñado en encarcelar a la poesía entre los barrotes de los signos de admiración, para asombro de los malagueños”; no se olvida de que Auden describió a Rilke como “el mayor poeta lésbico después de Safo”; y valora los Cantos de Ezra Pound como un trabajo que “alguien tenía que hacer y tuvo la mala suerte de que le tocara a él”. Tampoco parecen santos de su devoción Miguel Delibes, Flaubert, Alfonso Reyes, Cela o Paul Auster. Digamos que si todos ellos fuesen futbolistas y él seleccionador nacional, no irían convocados a la copa del mundo.
Mejor le va en El intruso honorífico —cuyo provocador subtítulo es Prontuario enciclopédico provisional de algunas cosas materiales y conceptuales del mundo— a Pío Baroja —“menos pincel que brocha, sí, pero movida con buen swing”—; Francisco de Quevedo, cuya vigencia es “de acero inoxidable previo a la invención del acero inoxidable”; Truman Capote —“un genio”—; Franz Kafka, una mezcla de “genialidad” y “peculiaridad”; o T. S. Eliot, a quien califica de “mago con talante de matemático”.
Y luego hay un tercer grupo de autores que no están en los otros dos, o no del todo, y sobre el que no se sabe qué pensar. Pablo Neruda y su forma sonora de recitar fue “un niño que mientras jugaba a ser presidente de un gobierno, se tragó un megáfono y se pasó el resto de la vida intentando, con fortuna variable, que su volumen de voz no hiciera añicos el tono de sus poemas”; Blas de Otero “no encabalgaba abruptamente los versos, sino que los talaba”; Edgar Allan Poe aparece como “un pájaro de cuenta que se hizo célebre gracias a un poema sobre otro pájaro”; y María Zambrano era una filósofa que “cuando fumaba en una habitación cerrada, el humo de su cigarrillo formaba en el aire la palabra gnosis o poiesis —o cualquier otra cosa de apariencia medio griega y medio malagueña—”.
Hay mil ejemplos, y desde luego en este volumen extraño y delicioso se habla de más cosas, aparte de la literatura y sus creadores, siempre con el sello de calidad de un inventor extraordinario como es Felipe Benítez Reyes, cuya chistera de mago es un pozo sin fondo. Un caballero, “al peculiar criterio de Tom Waits, es un hombre que sabe tocar el acordeón y no lo hace”; un epigrama puede tener “una morisqueta moral o vengativa”, de esta clase: “Con papel reciclado del periódico / en que el crítico Amén me puso a caldo / se imprime hoy / la novena edición de mi novela”.
Y, por supuesto, hay margen para hablar de esa melancolía a la que nos referíamos al principio, porque en la obra de este sorprendente escritor siempre asoma un ángulo de pesimismo, de fatalidad. No hay más que atender a la definición que hace de su ciudad natal, el incomparable pueblo de Rota: “Acogedora localidad gaditana en cuyas calles los que vamos a morir nos saludamos”. Tiene razón, cualquier terreno que se pise va a ser, más pronto o más tarde, la arena de un circo romano y todas las historias son trágicas, porque como dice una canción, “todo lo que termina, termina mal”.
Felipe Benítez Reyes, sin cabeza y sin sombrero
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Hay que leer a Felipe Benítez Reyes. Es muy bueno y, en su caso, eso es lo de menos; porque, además, es único. Y de esa clase, hay muy pocos. _____
Benjamín Prado es escritor y columnista de infoLibre. Su último libro, Los treinta apellidos (Alfaguara, 2018).