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Iberismo en Europa

Cada vez que se celebran elecciones europeas, constatamos el contraste entre la creciente importancia objetiva de la Unión Europea en las vidas de los ciudadanos de los Estados miembros y el escaso interés que estos vienen mostrando por una selección diligente de sus representantes parlamentarios. Este paradójico fenómeno está generalizado en toda Europa, aunque pueden describirse ciertas variaciones regionales. Además, los electores activos en los comicios europeos lo hacen invariablemente en clave nacional, y a menudo para emitir un voto de castigo contra el gobierno de turno o la clase política en general.

Las formaciones políticas, por su parte, no dudan en aprovechar la oportunidad para desembarazarse de los políticos amortizados o premiar a otros cuadros por los servicios prestados. El programa y perfil del candidato, salvo excepciones, no se toma en consideración, conscientes de que tampoco el elector les va a exigir conocimiento o vocación europea alguna. Pero, lo más preocupante, es que, fruto de estas premisas, el Parlamento Europeo se acaba convirtiendo en una caja de resonancia que acoge toda suerte de demagogia y aventurerismo político (extremistas, reaccionarios, ultranacionalistas, separatistas). La representación parlamentaria de estas posiciones políticas marginales se ve favorecida por el sistema de circunscripción única y el colosal escepticismo y desinterés reinante.

Las elecciones europeas del pasado 26 de mayo no han sido una excepción. En España la participación se ha incrementado –65%– al coincidir con las elecciones municipales y varias autonómicas, superando en quince puntos a la media de Europa. En Portugal, en cambio, ha caído a un escaso 31%, por distintos motivos, pero seguramente no ha sido el menor el hecho de celebrarse el proceso electoral en solitario. La motivación para acudir a las urnas se ha visto limitada por el señalado desconocimiento de la transcendencia en la vida cotidiana de la ciudadanía de las decisiones adoptadas en Bruselas o Estrasburgo y por el sentimiento predominante de no considerar realmente de incumbencia nacional los asuntos comunitarios, agravado, en esta última década, por el desapego que ha generado la dolorosa experiencia de la intervención de la economía –la conocida troika financiera– con su corolario de recortes en gasto social.

La extensión actual de la Unión Europea, así como la complejidad, diversidad y fragmentación de su espacio, dificulta la tarea de inculcar el conocimiento, valoración y adhesión al proyecto europeo, pese a la predicada imbricación de intereses comunes. La salida del Reino Unido de las instituciones comunitarias, en caso de confirmarse, supondrá el diseño de una nueva arquitectura institucional, ajustada a una redistribución de cuotas, que necesariamente afectará al actual reparto del poder regional. En este escenario, el iberismo, entendido aquí como unidad de acción en Europa, sitúa a la subregión ibérica, con sus cincuenta y siete (57) millones de habitantes, en la virtual tercera economía comunitaria. El llamado Brexit, además de previsibles convulsiones económicas, es también una oportunidad de avanzar, sin el freno británico, en la integración europea, especialmente en el campo vetado de la Seguridad y Defensa.

El proyecto iberista –aprovechamos esta tribuna para señalar la falta de registro de este vocablo en el DRAE: su ausencia denota la postergación histórica del iberismo– posee, a diferencia del europeo, condiciones de partida más favorables para su desarrollo. En efecto, a la innegable comunidad de intereses de toda índole, se une la cercanía humana y cultural de españoles y portugueses, cuya malla de relaciones personales, una vez desmontadas las fronteras terrestres, ha vertebrado ya a las comunidades de la raya fronteriza con la accesibilidad mutua de sus respectivas lenguas. Los estudios demoscópicos muestran una clara tendencia de la opinión pública de ambos países favorable a cualquier forma de unidad que no suponga renunciar a la identidad nacional.

En otras contribuciones publicadas en infoLibre, , hemos tratado de hacer una aproximación a la realidad que está viviendo el iberismo en nuestros días. El brutal impacto de la crisis económica de principio de siglo, afectando a los esquemas de la soberanía nacional, fomentó un tímido renacer del iberismo, basado en la toma de conciencia de los españoles y portugueses de compartir un mismo solar patrio, una historia contemporánea paralela y una misma realidad (problemática) política, social y económica; la búsqueda de una fórmula integradora para dar respuesta a las tensiones territoriales en España podrían justificar, en estos tiempos desafiantes, la apelación al iberismo, ahora con mayor motivo. En esta tercera entrega, abogamos por reforzar el iberismo como contribución a la integración europea, porque no se trata de proyectos alternativos, sino complementarios, de manera que avanzar en uno es hacerlo también decididamente en el otro.

En el contexto europeo, la alianza estratégica ibérica cuenta con el valor añadido de su dimensión iberoamericana, lo que le confiere un peso de interlocución de enorme proyección internacional. En el ámbito ibérico y como preparación a una eventual actuación conjunta, debe reforzarse la cooperación bilateral, seguida desde hace décadas, en los campos en los que viene ya desenvolviéndose; y explorarse aquellos otros en los que todavía está en ciernes, como la Defensa donde existe un sugerente espacio para compartir recursos y misiones en línea con los planes en marcha de integración militar europea.

El proyecto iberista es una oportunidad histórica para movilizar sinergias de gran calado en nuestro espacio peninsular –e insular– en términos de eficacia y eficiencia, desde la integración horizontal de los servicios públicos a la mejora de la competitividad empresarial, pasando por la promoción de la cultura, la racionalización institucional o la desaparición de asimetrías territoriales. Pero, sobre todo, representa la idea fraternal de una Patria Grande.

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