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Las cúpulas de los tribunales seguirán bajo el control total de la derecha pese a la renovación del CGPJ

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La reforma militar democrática en Uruguay

El Parlamento de Uruguay ha aprobado este verano una profunda reforma legal del estatuto de las fuerzas armadas. El Gobierno del Frente Amplio, coalición de izquierdas que domina el poder desde hace más de una década, ha culminado un objetivo largamente perseguido, iniciado con el esbozo de reforma orgánica de José Mujica en 2010. La reforma llega con décadas de retraso y, tratándose de una cuestión de Estado, todavía con un escaso consenso político. La oposición, por no compartir parcialmente el fondo y por razones de forma, ha votado en contra y ha anunciado la derogación de la norma tan pronto alcancen el poder.

Se trata de una reforma de gran calado que, además de racionalizar la relación funcionarial del personal militar –salvando las debidas especificidades inherentes a su función– y de realizar una significativa reducción de la plantilla de los altos mandos –generales, almirantes y coroneles–, limita las misiones de las fuerzas armadas a las clásicas de defensa de la soberanía, independencia e integridad territorial, y añade las nuevas de defensa de la población y salvaguarda de los recursos estratégicos del país. La ley formaliza la subordinación al Gobierno y la obligación de respetar la Constitución y las leyes, con mención expresa de los Derechos Humanos. La autonomía institucional del Ejército queda así anulada.

La nueva ley suprime los tradicionales Tribunales de Honor, por el que los oficiales se juzgaban a sí mismos –y se absolvían de crímenes de Estado– sin sujeción alguna a las normas. En su lugar, se mantiene una jurisdicción especial integrada por unos tribunales de nueva planta denominados de Ética Militar y sometidas sus resoluciones a instancia de la Justicia ordinaria. Precisamente uno de los fallos de los ya extintos tribunales de honor, que exculpaba por omisión a los responsables confesos de delitos de torturas, desapariciones y asesinatos, motivó el pasado mes de abril una grave crisis que se saldó con la destitución del ministro de Defensa, del subsecretario del ministerio y del jefe del Ejército.

La reforma acaba también con la extemporánea supervivencia –al menos con vigencia formal- de la llamada Doctrina de Seguridad Nacional, practicada en todo el subcontinente, desde los años setenta, con la asistencia de los Estados Unidos y que, como es conocido, servía para justificar la guerra sucia contra la llamada subversión marxista –“enemigo interno”– en el marco de la Guerra Fría. Los regímenes militares se amparaban en esta doctrina para conculcar los derechos humanos, cometer toda clase de  crímenes y asegurarse la impunidad. Así mismo, la nueva ley suprime la excusa de la “obediencia debida” que esgrimían los subordinados para verse compelidos a cumplir las órdenes de sus superiores y que determinaban la exclusión de su responsabilidad. Los soldados no estarán obligados ya a cumplir las órdenes que reciban manifiestamente fuera de la legalidad.

Las relaciones civiles-militares en el Uruguay han sido inevitablemente conflictivas al estar precedido su sistema democrático por un largo periodo de dictadura militar (1973-1985). El presidente constitucional José María Bordaberry, presionado por un clima convulso de violencia de grupos extremistas, desde los Tupamaros a los escuadrones de la muerte de ultraderecha, amparó el golpe de 12 de julio de 1973, por el que las fuerzas armadas, como recurso de autoridad, se hicieron cargo de la seguridad interna y de garantizar la prestación de los servicios públicos.

Esta situación, aparentemente provisional en principio, evolucionó con rapidez hacia la intervención militar permanente del país. El Gobierno y los jefes militares alcanzan un acuerdo para el establecimiento de un régimen de dictadura cívico-militar con la formación del llamado Consejo de Seguridad Nacional (COSENA), que supone la supresión de la democracia representativa por una nueva arquitectura institucional. La represión se ceba con la oposición. Los dirigentes tupamaros fueron eliminados en operativos ad hoc y los supervivientes torturados y encarcelados –entre ellos, el futuro presidente José Mujica–, mientras que los líderes de los partidos tradicionales eran proscritos de la vida pública. Pasada una década, la presión en la calle –manifestaciones y caceroladas– y el deterioro de la economía, unido al cambio de coyuntura política internacional, facilitaron la vuelta al sistema democrático, previa celebración de elecciones libres.

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Sin embargo, el presidente electo, Julio María Sanguinetti, recibió con la banda presidencial una limitación a la acción de su gobierno, que queda condicionado por la posición que se había reservado en el sistema el poder militar a través de dos instrumentos legales: la promulgación de la Ley de convalidación de los actos del gobierno de facto (1985) y la Ley de caducidad de la pretensión punitiva del Estado (1986). La cúpula militar acepta el juego de los partidos políticos, pero una vez garantizada su autonomía institucional. Los intentos de derogar estas normas fracasaron en los plebiscitos asociados a las elecciones presidenciales.

Si bien la situación institucional de facto de los militares uruguayos había cambiado notablemente en las dos últimas décadas, desarrollándose una práctica de respeto de la dirección política de las autoridades civiles, los instrumentos legales seguían en vigor, proporcionando argumentos para el conflicto en las relaciones civiles-militares, sea el recorte de la Caja militar para abonar las pensiones militares o el proyecto de creación de una Guardia Nacional con efectivos militares, que algunos colectivos denuncian como una vuelta a la militarización.

Hay que saludar, porque la ocasión lo merece, el tesón desplegado por el presidente Tabaré Vázquez para lograr finalmente la aprobación de una reforma que supone la actualización de la legislación militar a los principios básicos de una democracia, desembarazando a Uruguay de los últimos vestigios de la negra historia de la dictadura y contribuyendo así a que las Fuerzas Armadas se reconcilien con la sociedad que las mantiene y a la que se deben. Un paso firme hacia la superación del vergonzoso “pacto de silencio” que ha regido durante tres décadas.

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