LA PORTADA DE MAÑANA
Ver
La baja productividad, el último comodín de la patronal para rechazar la reducción de jornada

tintaLibre

El día que cambió la historia

Berlineses toman el sol durante el verano de 1968 al lado del muro.

J. M. Martí Font

En Berlín, el 9 de noviembre de 1989 no amaneció cargado de presagios. Los periodistas que cubríamos la reunión del buró político del SED, el Partido Comunista de la República Democrática Alemana (RDA) y de su Comité Central, no esperábamos que sucediera nada especial, más allá de retóricas declaraciones del nuevo liderazgo encabezado por Egon Krenz, enredado en una tela de araña y con escasa capacidad de acción. Es cierto que, si lo contemplamos con perspectiva y siguiendo los relatos lineales construidos con posterioridad, todas las piezas encajan. Sin embargo, nada de lo que sucedió estaba previsto aquella mañana.

En el bloque soviético soplaban los vientos de la perestroika impulsada por Mijaíl Gorbachov. El malestar de la sociedad de la RDA se había empezado a evidenciar a principios de aquel año con las protestas por el burdo fraude de las elecciones locales. Pero fue a finales de junio cuando se produjo el hecho seminal: el ministro de Exteriores húngaro, Gyula Horn, y su homólogo austríaco, Alois Mock, en un acto simbólico, decidieron cortar las alambradas de la frontera que separa ambos países. Era la primera brecha en el llamado Telón de Acero y por ella empezaron a escapar los alemanes orientales en dirección a la República Federal, de la que constitucionalmente eran ciudadanos. El flujo fue creciendo a lo largo del verano. Eran gente joven quienes llegaban en los trenes a las ciudades de la República Federal Alemana (RFA), individuos con ambiciones que quería labrarse una vida mejor y depender de sí mismos para construir su futuro, un futuro del que desposeían a la RDA.

Sin embargo, todavía a mediados de agosto, cuando se cumplían 28 años de la construcción del muro, crucé al Este por el Checkpoint Charlie y nada parecía turbar la paz de aquella capital somnolienta. Fue en septiembre cuando todo se aceleró y se acuñó la frase “votar con los pies” y también cuando comenzaron las grandes manifestaciones en Leipzig. Cada miércoles, alrededor de la Nikolauskirche, los manifestantes desfilaban bajo el lema Wir sind das volk, nosotros somos el pueblo. La poderosa Iglesia luterana había tomado partido y protegía aquel movimiento que, en aquel momento, solo pretendía democratizar el país.

De Erich Honecker, el líder de la RDA, hacía meses que no se sabía nada; todas las fuentes señalaban que padecía una grave enfermedad, pero reapareció el 7 de octubre para las grandes celebraciones de los 40 años de aquel Estado, una fiesta a la que estaban invitados los líderes del bloque comunista y asimilados, incluido Gorbachov. Cuando depositaba la corona de flores en el monumento al soldado desconocido, el líder soviético se encargó de sentenciar a Honecker. “La historia castiga a los que llegan demasiado tarde”, dijo ante los ciudadanos congregados. La fiesta acabó mal. Los manifestantes salieron a la calle en Berlín mientras se celebraba el banquete en el Palast der Republik, y fueron duramente reprimidos por la policía. La prensa occidental que había sido invitada al evento fue expulsada la mañana siguiente.

Apresuradamente, la cúpula del SED destituyó a Honecker y nombró para reemplazarlo al que fuera su delfín: Egon Krenz, un personaje secundario sin capacidad de liderazgo. Los alemanes orientales seguían “votando con los pies” y abandonando el país. Se amontonaban en las embajadas de la RFA en Praga, Varsovia, Viena o Budapest. El Gobierno checoslovaco, hijo del neoestalinismo que acabó con la Primavera de Praga en 1968, estaba aterrorizado por la posibilidad de un contagio y anunció que iba a cerrar la frontera. Finalmente, las dos Alemanias llegaron a un acuerdo por el que todos estos refugiados pudieran atravesar en tren su propio país con destino a Occidente. Una auténtica humillación para el poder de Berlín Oriental.

Las manifestaciones se extendieron a Dresde, Rostock y casi todas las principales ciudades. La gente salía a la calle coreando los conocidos lemas de “nosotros somos el pueblo” y añadían: “Nosotros nos quedamos”. Faltaba Berlín. El 4 de noviembre un grupo de artistas, con el visto bueno de las autoridades, convocaron una gran concentración en la emblemática Alexanderplatz a la que acudieron cientos de miles de personas, en actitud respetuosa y en silencio para escuchar a los oradores, entre los que incluso se encontraban personajes de peso del aparato del Estado, como el miembro del politburó Günter Schabowski o el gran espía, ya retirado, Markus Misha Wolf. Casi no se podía avanzar entre la multitud, pero se respiraba libertad. La escritora Christa Wolf, que representaba una cierta posibilidad de renacimiento interior, tomó la palabra y enunció un enigma: “Tengo problemas con la palabra cambio. Veo un barco de vela en el que el capitán grita cambio porque el viento ha cambiado y la tripulación se agacha cuando la botavara gira sobre la embarcación”, dijo.

La manifestación se disolvió pacíficamente, sin tirar un papel al suelo, pero todo había cambiado. En esta situación, el SED convocó una reunión del Comité Central y del Politburó y, sorprendentemente, se concedieron visados a los periodistas occidentales. Una de las principales demandas de los ciudadanos era poder viajar al exterior, especialmente a la Alemania Occidental donde muchos de ellos tenían parientes, pero, en general, a cualquier lugar. Era una importante contradicción en un Estado policial rodeado por un muro construido no para evitar que alguien entrara desde fuera, sino para impedir salir a los ciudadanos. La prensa occidental tenía libertad de movimiento y cada tarde, en el Centro de Prensa Internacional (IPZ) de la Mohrenstrasse, Schabowski, que era periodista, daba una conferencia de prensa sin mucho contenido.

Se proclamaron varios reglamentos, todos ellos inoperantes. Contemplaban que quien quisiera salir no podría volver a entrar y uno tras otro fueron archivados. El 9 de noviembre, a primera hora de la mañana, tres altos cargos de los servicios aduaneros de la RDA se habían reunido con el encargado de la Unidad de Control de Pasaportes, Gerhard Lauter, en su despacho para redactar, por orden del Ministerio del Interior, la enésima normativa de viajes que debía permitir salir legalmente a los ciudadanos que querían abandonar el país de forma “permanente”. Como reconstruyó años después el semanario Der Spiegel, con Lauter se encontraban el coronel Hans Joachim Krüger, el coronel Udo Lemme y el general Gotthard Hubrich, todos ellos críticos con el Gobierno y hartos de las incoherencias de sus líderes. En su opinión, era tremendamente injusto que se permitiera salir a los “malos ciudadanos” y en cambio no se autorizara a viajar a quienes querían salir y volver a casa para quedarse. Así que se pusieron de acuerdo para incluir algunas modificaciones en el texto, aunque estaban convencidos de que su propuesta no saldría adelante. “Se podrán realizar viajes privados al extranjero sin condición previa”, escribieron. “Las autorizaciones serán concedidas con rapidez y las denegaciones solo serán posibles en casos excepcionales”, añadieron.

El papel hizo su viaje a través de la burocracia del partido: el chófer de Lauter llevó un ejemplar a la reunión del Comité y otro a la sede del Consejo de Ministros. En una pausa, Krenz lo mostró a algunos de los presentes. Todos creyeron que se trataba de lo que habían acordado dos días antes. Alguien preguntó si los soviéticos estaban de acuerdo. “Sí”, dijo Krenz. Cuando Schabowski le dijo que tenía la cita con la prensa, le entregó el documento. En el edificio del Zentralkomitee la jornada se cerró con una discusión sobre el futuro del socialismo. Todos se despidieron y se fueron a sus casas. Krenz, en algún momento, se fue a dormir, dijo que no le molestaran y dejó que las cosas siguieran su curso.

La conferencia de prensa transcurrió sin grandes noticias hasta que, al final, el corresponsal de la agencia ANSA Riccardo Ehrman le preguntó a Schabowski por la prometida reglamentación de viajes. Este metió la mano en el bolsillo de su chaqueta, sacó un papel arrugado y leyó: “Queremos... por medio de una serie de cambios, incluida la ley de viajes, abrir la oportunidad para que la gente... para viajar a donde quieran...”. Aseguró que se había regulado la “salida permanente” de la República. “Hemos decidido hoy implementar una regulación que permite a cualquier ciudadano de la RDA abandonar la RDA a través de cualquiera de los pasos fronterizos”, dijo textualmente. El revuelo en la sala fue mayúsculo. “¿Y cuándo entra en efecto?”. La mirada de perplejidad de Schabowski lo decía todo. “Esto entra en efecto, según mi información, inmediatamente, sin más demora”. La salida “permanente” podía efectuarse por todos los pasos fronterizos, precisó, lo que también incluye Berlín.

La conferencia de prensa se estaba retransmitiendo por televisión, tanto por la cadena de la RDA como por la de la RFA. Los periodistas corrimos a transmitir la noticia. “Ha caído el muro de Berlín”, les dije a la gente de mi periódico, que no se lo acababan de creer. La realidad, sin embargo, era que el muro seguía en su sitio y los ciudadanos seguían sin poder cruzarlo. Todos creíamos que al día siguiente se darían más especificaciones. A eso de las 10 de la noche, muchos berlineses orientales empezaron a congregarse frente a los pasos fronterizos, lo que era algo inconcebible porque en circunstancias normales los policías fronterizos ya les habrían detenido o directamente disparado. “Hemos visto por la televisión que se puede pasar al otro lado”, le decían al oficial. La cuestión es que el oficial también lo había visto.

Tranquilos, en silencio, los ciudadanos veían cómo el oficial entraba y salía de la garita. Pedía que le dijeran qué tenía que hacer, pero nadie le contestaba. Mientras tanto, al otro lado del muro, una multitud eufórica se congregaba con la intención de recibir a sus viejos vecinos e incluso de entrar en la otra parte de la ciudad. La situación se descontrolaba por momentos, hasta el punto de que se levantó una gran puerta de acero subterránea. La multitud crecía a uno y otro lado... y, de pronto, se abrieron las puertas y la gente empezó a pasar sin que nadie les pidiera ningún documento. Fue la noche de los ojos iluminados. El resto es historia.

Berlín 1989-2019

Berlín 1989-2019

Ya nada volvió a ser igual.

*Este artículo está publicado en el número de noviembre de tintaLibre, a la venta en quioscos. Puedes consultar todos los contenidos de la revista haciendo clic aquí. aquí

 

Más sobre este tema
stats