El rincón de los lectores
La mirada atlántica
El ensayista Jorge Rodríguez Padrón (Las Palmas, 1943) ha dedicado toda su vida y su quehacer a los estudios literarios, y ha ido tejiendo a través de los años una ingente labor ensayística que es, hoy por hoy, imprescindible para acercarse al devenir de las letras hispánicas en las dos orillas. Su diferencia es precisamente lo que tanto nos falta: de un lado, la mirada periférica y de vocación atlántica y universal, tan opuesta a los habituales límites en las propias fronteras; de otro, una escritura libérrima. No solo libre en su forma, ajena a academicismos y atenta a una oralidad fecunda y necesaria, la misma que él observa en dos voces paradigmáticas y de su misma condición: la de Galdós y la de Alonso Quesada, al que dedica la recopilación de conferencias que componen su último título; libre también por su honestidad intelectual, que nombra lo que se ha de nombrar sin tapujos ni medias tintas, como hacía por ejemplo en 2006 con El discurso del cinismo, cuando hablaba de la narrativa española: “al perder (o abandonar conscientemente) toda exigencia, al enajenarse de la poesía, la novela ha dado en ese discurso monótono y vano, en el cual parecen solazarse incluso aquellos narradores que un día creímos dispuestos a todo lo contrario”. El mismo cuestionamiento dedicará a cierta crítica envarada, academicista y reductora, “que no consigue desenmascarar los discursos que nos cuentan la realidad”, en una época donde domina el consumo veloz y el inmediato olvido, para concluir: “Cierto que la vida pasa, y que cambia. Pero la melancolía con que nos asomamos al pasado no puede ser una forma de lucidez”. Radiografía además Padrón un tiempo en que la “verbosidad desmadrada dice cada vez menos”, y en que el escritor “tratado como una estrella del firmamento social, es cuando menos autoridad moral tiene”, y recuerda aquello que decía Jorge Oteiza: el creador que deja de ser débil se convierte en funcionario de la vida.
Entre los innumerables ensayos de Rodríguez Padrón cabe recordar otros títulos ya clásicos, como Domingo Rivero, poeta del cuerpo (1967, con prólogo de Dámaso Alonso), Antología de poesía hispanoamericana (1984) o Primer ensayo para un diccionario de la literatura en Canarias (1992), y también los que jalonan su ferviente labor de los últimos años, proyectada en obras como La memoria y sus signos (2007), Dietario del margen (2010), Oyendo lo que algunos dicen públicamente (2011), En la patria perdida (2013) o Algunos ensayos de más (2014). A este le siguió Variaciones sobre el asunto. Ensayos de literatura insular (2015), que incluye el capítulo “Galdós: la mirada excéntrica”, de obligada lectura en estos días en que se prepara el centenario del gran novelista, amado por sus lectores y denostado por los poderes fácticos que hubo de sufrir en vida. Ese Galdós que comprendiera tan bien Luis Cernuda en sus ensayos y versos, donde rinde tributo a su nobleza –“tolerante de lealtad contraria, / según la tradición generosa de Cervantes”, reza su “Díptico español”–, capaz de entender y respetar un punto de vista distinto al suyo, en un país cuyo anclaje religioso lo hace caldo de cultivo de posturas excluyentes y maniqueas. No en vano se quejaba Unamuno de que cada español esconde dentro un inquisidor.
En su estudio nos habla Padrón de algo que sustenta la originalidad galdosiana: la mirada excéntrica y periférica, cosmopolita, insular y atlántica, trasterrada a la Corte, tan poco entendida por quienes lo quisieron convertir en el novelista de Madrid o lo criticaron por su supuesto olvido de su tierra natal. Y nos habla además de su cervantismo fervoroso y de una modernidad que contrasta con la “menos osada aventura de sus coetáneos”. En definitiva, nos trae la mirada del otro, “heterodoxa y subversiva”, de su disidencia frente a una realidad pretendidamente uniforme, de un lenguaje dialectal que era “una constante sorpresa y novedad que emana (...) de su carácter esencialmente irónico y descreído”, un lenguaje que brotaba de la vida, de la encrucijada de gentes y culturas. Y llega el ensayista a una conclusión importante: los escritores del 98 “no supieron oír ese español de nuevo acento y peculiar ironía que llegaba desde el Atlántico, desde las Islas o desde América. Ellos prefirieron instalarse en una seguridad castiza y conservadora”, porque ese lenguaje distinto “los desconcertaba tanto como el de los modernistas ultramarinos que –por los mismos años– estaban abriendo el primer espacio verdaderamente contemporáneo en la literatura española”.
Ese signo, esa oralidad que conlleva la musicalidad, la frescura, la verdad del habla de la calle, su contribución fecunda y necesaria, será el mismo que defina la prosa de Rodríguez Padrón, cuyos ensayos pueden escucharse como habla viva a través de su lectura. Cabe recordar aquí aquellas declaraciones de otro escritor excéntrico, Roberto Bolaño, cuando decía en 2002 que “la literatura se alimenta de la oralidad, del habla de la tribu, de la jerga de la tribu. Las voces entrecruzadas y superpuestas que se pueden oír en un autobús, por ejemplo, probablemente contengan más energía que la mayor parte de los poemas que hoy se escriben en Santiago”. Lo cierto es que oralidad e ironía serán también puntos de enlace entre Alonso Quesada y sus maestros venerados, Galdós y Cervantes; de hecho, su principal seudónimo –o heterónimo, ese Alonso Quesada que encubre su nombre, Rafael Romero– rinde homenaje al protagonista del Quijote, Alonso Quijano, Quijada o Quesada.
Las rondas de Rodríguez Padrón al genio de Alonso Quesada y a su escritura deslumbrante en Alonso Quesada. Los otros. Él mismocomienzan con una cálida semblanza del autor, donde se evoca su trabajo en periódicos que lo dan a conocer tempranamente, su decisiva amistad con Miguel de Unamuno –que prologaría El lino de los sueños–, su bohemia o su muerte por tuberculosis con solo 39 años. Evoca además la órbita literaria en que se mueve Quesada, esa encrucijada de dos generaciones decisivas en Canarias, la modernista y la de la vanguardia, con nombres como Tomás Morales, Domingo Rivero, Saulo Torón, Claudio de la Torre o los hermanos Millares Carlo, Agustín y Juan. Éste a su muerte en 1925 le dedicaría versos que recordaban su humor, su anticlericalismo y su alma buena, para concluir, en sintonía con su espíritu burlón: “Y al oír de los curas el responso / ¡cómo te reirás, buen don Alonso! / ¡cómo se reirá tu calavera!”.
Nos habla asimismo Padrón de las espléndidas Crónicas de la ciudad y de la noche, cáusticas y sabias, cuyo friso humano concede especial atención a esa colonia inglesa que por entonces convivía con la sociedad insular, tan vinculada durante siglos al mundo británico. Observa el crítico momentos de “fulgurante expresionismo” en una prosa que “no tendrá parangón con la que por entonces se escribe en España”, y nos ofrece oportunos ejemplos, como el de aquel sombrero “hongo, triste, melancólico y solterón” que imanta la mirada del poeta en un tranvía, y cuando este llega a su destino, “el inglés se apea y entonces el hongo tiene sobre la cabeza roja toda la gracia y la alegría de un loro sacado de la jaula”.
Esas propuestas de vanguardia incluyen así el tono irónico que le da a Quesada el contacto con el inglés, y su prosaísmo nace de la conversación y la respiración, es fragmentario y por momentos cinematográfico y con tintes surrealistas. La mirada de nuestro crítico insiste en la rareza de un poeta como Quesada, que no encaja en el “estrecho panorama literario español del primer cuarto de siglo”, limitado por unas murallas que no le permite mirar más lejos. Un poeta –dicho esto, poeta, en sentido amplio, esto es, un creador– apenas atendido desde la condescendencia de un canon que no atiende a periferias, y menos a ínsulas extrañas. Y aventura Padrón con perspicacia que el gran pecado de la poesía de Quesada es su humorismo, tan poco comprendido por nuestra tradición. Cabe añadir que las propuestas de figuras señeras como Quevedo –tan presente en Hispanoamérica y olvidado en España– o Nicanor Parra –que no se vio reconocido por el Premio Cervantes hasta los 97 años de edad–, sin ir más lejos, lo confirman. Al decir de Padrón, esa incomprensión hacia Alonso Quesada se extiende a su prosa: “si se deja resbalar la mirada por la superficie –nos dice– puede que nos veamos inclinados a decir que costumbrista; cuando, en realidad, es lo contrario del género así denominado –tal lo fuera el realismo de Galdós, con respecto a la novela–”. En su tiempo, concluye nuestro crítico, la obra del insular “acaba siendo la más atrevida apuesta de la modernidad literaria española”, desatendida a pesar de ser Canarias la “orilla y frontera que supone la primera vez que el español –hombre y lengua– adquiere conciencia del mestizaje distante de su centro de irradiación, y por tanto de la presión castiza”.
Los ensayos que se suceden en este libro establecen un juego espejeante de vislumbres y reflejos entre Alonso Quesada y otros cuatro escritores: el peruano César Vallejo, el portugués Fernando Pessoa, el mexicano Ramón López Velarde y la neozelandesa Katherine Mansfield. Con el contraste entre Vallejo y Quesada, y su imaginación, su libertad y su escritura sincopada comienza ese juego borgeano entre los otros y él mismo, que sitúa al insular en la encrucijada universal que le corresponde, lejos de la muralla china que años antes el nicaragüense Rubén Darío acusó alrededor de las letras de la España peninsular. Le sigue el diálogo imaginario con Ramón López Velarde, autor igualmente de crónicas literarias imprescindibles, con el que también tiene distancias, como la que enfrenta el catolicismo conflictivo del mexicano y el anticlericalismo del español, pero comparten “respiración, humana y literaria”, es decir, la melodía de la conversación –y la sinceridad, las dudas, la incertidumbre–, así como la carnalidad y sensualidad de sus versos.
El siguiente apartado está dedicado a la relación entre Quesada y Fernando Pessoa. Ambos “se hallan vinculados, desde sus primeros años, a un mundo colonial y cosmopolita: su formación no se halla condicionada por el rigor de la tradición sino por una abierta curiosidad hacia lo diverso y cambiante”. Ambos comparten además la atlanticidad, cultivan el periodismo y se entregan a una vida bohemia que los pone en contacto con el mundo de los márgenes. Y en ambos las ciudades de Lisboa y Las Palmas son, más que escenario, trasunto de ese aislamiento que igualmente acusara como drama y estigma el gran surrealista tinerfeño Agustín Espinosa. Esa condición geográfica común, que los impulsa hacia afuera, condiciona una tensión y un ahogo, y una identidad proyectada en el desdoblamiento en heterónimos y signada por un océano compartido. El paseo de este libro entre espejos y reflejos culmina con otra mirada insular, la de Katherine Mansfield: sus secretas afinidades con Quesada, a pesar de no haber confluido nunca con él, tienen que ver con la vocación de lo periférico, y por tanto fronterizo, hacia la otredad. Al fin y al cabo, “el escritor es un exiliado por naturaleza”, así nos dice Padrón.
En Alonso Quesada. Los otros. Él mismo, Jorge Rodríguez Padrón ofrece nuevas rondas y propuestas de lectura sobre un autor que merece ser recordado mucho más allá de su insulario, y formar parte de ese estricto canon español del primer tercio del siglo XX que tantas ausencias acusa. Por fortuna el tiempo va poniendo todo en su lugar, de la mano de miradas críticas como la que aquí se propone, con una prosa eficaz en su cercanía antiacadémica, en su viveza y también en el arrojo al cuestionar el estatismo y envaramiento endémico de un sector de nuestras letras.
El libro ha sido publicado en la editorial Polibea, centro especial de empleo de personas con discapacidad, que desde 2009 se ha dedicado a dar a la luz colecciones de poesía, prosa y traducciones, sumándose a las iniciativas de pequeñas editoriales emergentes que en los últimos años han decidido plantar cara a la globalización y sus consecuencias en el mundo del libro, con una alternativa firme y necesaria.
Solo de sed
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Selena Millares es escritora. Su último libro publicado es La isla del fin del mundo (Barataria, 2018).