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El rincón de los lectores

El Alfons Cervera más íntimo

Portada de 'Claudio, mira', de Alfons Cervera.

Santos Sanz Villanueva

Hay que prestarle atención especial, muy por encima de lo corriente, a la dedicatoria con que Alfons Cervera encabeza Claudio, mira: "Para mi hermano Claudio, que si no es el protagonista de esta novela se le parece mucho". Leído el libro, podemos puntualizar al autor: Claudio es cabalmente el protagonista, algo que ya adelanta también la encantadora foto de la cubierta, —los dos hermanos en los caballitos de un carrusel de feria— que el propio texto glosa. Toda la obra narrativa de Cervera, creo que sin excepción, tiene un marcado impulso autobiográfico. Ya hizo la novela del padre, y la novela de la madre, y la novela en general de las gentes sojuzgadas por la arbitrariedad y la barbarie del franquismo. Ahora, en el gran panóptico de la dictadura que viene levantando desde hace varios decenios, le corresponde el turno al hermano.

La novela de Claudio ofrece una determinante peculiaridad en cuanto texto rememorativo. No se vuelca directamente en la edad infantil del hermano sino que arranca con este en una edad ya avanzada, muy cercana a la de Alfons (Claudio solo un par de años mayor), entrados ambos en la setentena. No se trata, por tanto, de una evocación de infancia sino de la recreación de un presente actualísimo bajo la férula del trastorno epiléptico que padece Claudio, a quien el autor cuida con entrega a pesar de las obsesiones, las intemperancias y la hipocondría del enfermo. La disposición externa del relato gira alrededor de las difíciles conversaciones entre ambos —"algunos días es como si tú y yo estuviéramos en guerra"—, los dos solos en una casa de campo demasiado grande, trabadas con múltiples hilos que sustituyen a la magdalena proustiana.

Un hilo lleva a la niñez de los protagonistas y a sus experiencias en un tiempo duro. El hilo queda suelto pero se anuda a saltos con otro, el del padre, la panadería que regentaba, donde el propio Alfons tuvo su primera ocupación laboral, según sabíamos ya por otras páginas suyas, la sustitución de la tahona por una lechería, el activismo político dentro del ideario anarquista, la larga condena a cárcel y la vida que continuó siempre con apuros y dignidad. Otro hilo enlaza con la silenciosa madre y su final que aún conmociona. Y todo el rato el hilo disperso de Claudio que remite a lejanas anécdotas, a episodios grabados en la memoria o rescatados de gastadas fotografías, de la vida en Los Yesares, el territorio imaginario que Cervera fundó hace tiempo para dar soporte simbólico a su incesante recuperación de la memoria histórica.

Esta disposición anecdótica proporciona otra peculiaridad literaria. El intencionado y nada difícil jeroglífico se presenta como un trabajo de marquetería compuesto por pequeñas piezas narrativas, de dos o tres páginas, que surgen de una impresión o una vivencias fuertes. Se muestran inconexas porque, como confiesa el autor, "las elipsis son el alma de lo que escribo". Pero de su conjunto se saca el mosaico que representa toda una época y que late bajo el impulso de la memoria. En el mosaico está la vida común, pero también la literatura, la escritura misma de Cervera, sus libros, a los que hace repetidas referencias, porque, dice, "las novelas y la vida no son lo mismo, pero a veces se confunden". Y también se halla su poética, que consiste en tomar la memoria como sentido último del trabajo del escritor; del suyo y de cualquier otro.

Las breves piezas narrativas que integran Claudio, mira dan un texto memorialístico, una auténtica autobiografía en la que el anecdotario vital, siendo abundante, apunta con claridad a un relato poemático. No se trata de barnizar el texto con presuntos toques líricos, ingenuidad en la que cae tanta prosa con pretensiones artísticas de nuestros días, sino de escribir con una intensidad de ideación que aproxima las sintéticas secuencias al poema en prosa; las secuencias son algo así como las composiciones de un poemario.

Alfons Cervera hace buena la creencia de que un escritor siempre firma el mismo libro. Ahora añade otro jalón a un ya amplio conjunto evocativo en el que rebaja casi hasta la inexistencia la trama argumental e incrementa lo máximo posible el peso del recuerdo. Para él, vivir es ver volver, que decía Azorín: "Vivir es un recuento imperfecto de lo que se ha ido quedando en el camino". Pero hay algo nuevo en esta penúltima (otras más vendrán, seguro) entrega. Ha llevado a cabo un gran cambio de tono. Cervera es un autor de énfasis dostoievskiano, tiende a la extremosidad en la presentación tanto de los conflictos mentales y morales como sociales. Se encorajina al rescatar testimonios de la brutalidad fascista y de la irracionalidad de la represión institucional y policial. Diría —perdóneseme la forma conversacional de decirlo— que escribe en estado de cabreo y excitación.

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Los libros de Alfons Cervera son duros, broncos. Revulsivos también. No, en cambio, Claudio, mira. Aquí sale, sin renunciar al objetivo básico de la denuncia, un escritor cálido, emotivo, sentimental. Hay una vibración profunda de la temporalidad y una aguda percepción del silencio. Hay mucha ternura contrapesada con el efecto brechtiano de un suave humor en esta evocación fraternal. Este Cervera íntimo es magnífico.

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Santos Sanz Villanueva es crítico literario y catedrático de Literatura española de la Universidad Complutense de Madrid.

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