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¿El neoliberalismo en retirada?

Fernando Luengo

Hace unos días un amigo se preguntaba si la crisis actual supondría el punto y final del neoliberalismo, si estaremos asistiendo a su ocaso. En mi opinión, es difícil y seguramente aventurado avanzar una respuesta a esta cuestión, formulada en términos tan generales, pero sí me atrevo a poner sobre la mesa algunas consideraciones al respecto.

Si por neoliberalismo entendemos el conjunto de intereses y políticas, basadas en el “todo mercado”, que imperan en los centros universitarios y en los principales think-tanks y que se han apoderado de las agendas públicas, determinando la hoja de ruta de los gobiernos, de la Unión Europea y de las instituciones internacionales, permeando incluso a una parte importante de la izquierda, diría que sostener o pronosticar su quiebra son palabras mayores.

Sí se puede afirmar, no obstante, que el programa neoliberal, en aspectos fundamentales para quienes lo han defendido, ha cosechado un rotundo fracaso. La expresión más evidente del mismo es que el plus de crecimiento económico derivado de las recetas inspiradas en el Consenso de Washington –apertura externa, privatización del sector público y desregulación de la actividad económica– no se ha materializado. De hecho, en las décadas de absoluto dominio del neoliberalismo, desde los ochenta del pasado siglo, el crecimiento del Producto Interior Bruto se ha desacelerado; o incluso ha retrocedido en aquellos países, como los latinoamericanos, donde las recetas neoliberales se han aplicado con más rigor.

Las promesas de que la apertura y la internacionalización de los mercados proporciona ventajas para todos, especialmente para las economías y los grupos sociales más débiles, y que, en consecuencia, contribuye a cerrar las brechas sociales y productivas no se han cumplido. Es evidente que la globalización ni ha funcionado ni funciona, salvo para las elites del norte y del sur, del este y del oeste.

Fracaso relativo, en todo caso, porque lo que si han conseguido las elites económicas aplicando esas políticas es acrecentar su poder y de esta manera capturar los Estados, intensificar la confiscación (y también la destrucción) de la naturaleza y aumentar la explotación de la fuerza de trabajo. El resultado ya lo conocemos, los ricos han sido cada vez más ricos, el cambio climático y la degradación de los ecosistemas han avanzado de manera imparable, los salarios de la mayor parte de los trabajadores se han estancado y la precariedad y la pobreza se han generalizado.

Pese a que la aplicación de la agenda neoliberal nos ha llevado al crack financiero, las recetas implementadas por los gobiernos, tanto conservadores como socialdemócratas, para gestionar la crisis han estado basadas en esa misma agenda, implementada con especial contundencia en las economías más débiles. Mucho tienen que ver en esta vuelta de tuerca y en esta aparente paradoja los poderosos intereses que ocultan los postulados neoliberales, que en estos años de turbulencia económica no han cedido ni medio milímetro. Más bien al contrario, han aprovechado la “tormenta perfecta” provocada por la excepcionalidad de la crisis para implementar una verdadera terapia de choque contra las clases populares, llevándose por delante los derechos, los consensos y las instituciones sobre los que descansaban las políticas redistributivas.

¿Representa la situación actual un punto y aparte? ¿estamos asistiendo a un debilitamiento o reversión del neoliberalismo? En lo fundamental, creo que no. De hecho, las posiciones de los grandes grupos económicos continúan estando muy presentes, fijando en lo fundamental “el campo de juego y las reglas del partido”; lo están, cuando los grandes patrimonios y fortunas de los ricos y los beneficios de las grandes corporaciones quedan fuera de foco a la hora de contribuir a financiar la enorme cantidad de recursos que requiere la implementación de un plan de emergencia con capacidad para enfrentar la enfermedad y las devastadoras consecuencias económicas de la misma, cuando no se exige de inmediato la deuda contraída por los bancos con la sociedad y la condonación de la deuda ilegitima y odiosa cuyo origen está en un sinfín de corruptelas público-privadas, cuando nadie habla de limitar las escandalosas retribuciones de las elites empresariales y los dividendos de los grandes accionistas, cuando sigue siendo un tema tabú la nacionalización de los servicios públicos esenciales, cuando no se han intervenido inmediatamente las instalaciones y los medios de la sanidad privada para ponerlos al servicio de la lucha contra la enfermedad, cuando las instituciones comunitarias marean la perdiz a la hora de comprometer –de manera solidaria y con carácter inmediato, pues el tiempo cuenta y mucho– recursos suficientes para apoyar la acción de los gobiernos.

Líneas rojas que no se traspasan y muros que no se derriban. Todo ello muy revelador de la fuerza de los intereses que sostienen el status quo actual, así como de la debilidad y la falta de ambición de la izquierda que gobierna. Pero, pese a todo, algo se mueve y lo hace en la dirección de una impugnación del capitalismo oligárquico, pues eso y no otra cosa es el neoliberalismo. Cuatro aspectos deben ser, en este sentido, tenidos en cuenta.

En primer lugar, resulta muy revelador y esperanzador el reconocimiento de la importancia de la sanidad pública y, más en general, del sector social público. La ciudadanía en estos tiempos de plomo es plenamente consciente de la enorme importancia de lo común, lo colectivo, lo que es de todxs, imprescindible para la vida y también -nunca como hoy ha estado más clara esta conexión- para el buen funcionamiento de la economía. Servicios sociales que, para que lleguen a todo el mundo y para que sean de calidad, tienen que ser públicos y financiados con criterios de progresividad. Frente a quienes han querido colar el relato de la ineficiencia y del despilfarro del sector público –al tiempo que se han dedicado a destruirlo sin contemplaciones–, hay que reivindicarlo, no sólo ahora, sino como una pieza esencial de la reconstrucción que tendremos que acometer tras el tsunami provocado por la enfermedad.

En segundo lugar, la dinámica globalizadora ha experimentado en los últimos años grietas cada vez más profundas; con la emergencia de las políticas proteccionistas, el recrudecimiento de las tensiones monetarias y cambiarias y la pugna por los recursos -energía y materiales- cada vez más escasos. Con la enfermedad se ha dado un paso más, acaso definitivo en la inercia desglobalizadora: desmembramiento de las cadenas globales de creación de valor, cierre de fronteras y paralización de buena parte de los flujos transnacionales. Entretanto, salvo la retórica a que nos tienen acostumbrados, ninguna respuesta por parte de las instituciones globales para hacer frente de manera coordinada a la pandemia. En este escenario de fracturas y desconcierto es muy necesario que se abra paso un relato y una acción política y social diferentes. Frente al productivismo, el “todos contra todos” y el “todos ganan”, poner en valor la cooperación, austeridad solidaria, la distribución de la renta, la riqueza y los recursos. Desde estas bases es necesario –hoy resulta imprescindible– promover una acción global que coordine y movilice recursos para frenar y derrotar a la enfermedad y que contribuya a poner en pie un nuevo orden internacional.

En tercer lugar, la otra cara de la moneda de la enorme crisis económica y social provocada por la enfermedad y por las políticas de emergencia aplicadas por los gobiernos es la reducción de las emisiones de gases invernadero. Buena noticia, pues esta reducción ha abierto un paréntesis en el hasta el momento imparable cambio climático, que nos acercaba a velocidad de crucero a un punto de no retorno. Pero no nos engañemos, el origen de esta reducción está en el confinamiento y el parón de la actividad económica. Los pilares de nuestro modo de producir y de consumir, de nuestra manera de vivir, en definitiva, hiperconsumista y hiperdestructivo de los recursos naturales y los ecosistemas, permanecen intactos. En todo caso, se abre ante nosotros un escenario, hasta ahora cerrado con candado, una oportunidad para hacer pedagogía de que la transición ecoenergética, además de deseable y necesaria, es posible. Una urgencia que no podemos postergar, pues nuestra vida y la supervivencia del planeta están en juego.

En cuarto y último lugar, la tragedia humanitaria que vive la población, especialmente los grupos más desfavorecidos y desprotegidos, está encontrando una respuesta ciudadana que a muchos nos devuelve la ilusión del 15M, que inundó las calles y las plazas de rebeldía y solidaridad. Han aparecido infinidad de grupos de apoyo, en las barriadas y en los pueblos, unos espontáneos y otros promovidos por asociaciones y colectivos que siempre han trabajado en la solidaridad. Personas para paliar la soledad, para hacer compras, para ir a la farmacia, para sacar la basura, para pasear el perro; aplausos colectivos reivindicando el compromiso y la entrega solidaria de los que, entregándolo todo, están en primera línea. La ciudadanía que no se resigna, que lucha, que vive y que ayuda a vivir, que no delega, que exige, que comparte lo que tiene. Es la sociedad organizada y comprometida, un activo que hay que conservar y consolidar, pues esa autoorganización puede convertirse en una fuerza transformadora de primer orden.

Si todo esto se convierte en acción política y ciudadana, si estos planteamientos modulan la gestión de la crisis y la reconstrucción económica y social que habrá que afrontar los próximos años, entonces será cuando podremos decir que se abre una alternativa al neoliberalismo.

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Fernando Luengo es  economista. Este es su blog.blog

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