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Mujeres de mediana edad

Rebeca Romero

Salgo de mi ostracismo. Y lo hago casi un mes después de mi regreso a ninguna parte. A este lugar indefinido que hasta otrora fue mi casa, pero ya no sé si es o seguirá siendo mi hogar. La pandemia me dejó sin defensas y su onda expansiva me arrebató todas las armas, todas las herramientas con las que hacer frente a su sintomatología emocional. En breve estaré de aniversario, de un día 1, de uno de esos primeros de mes que me cambiaron, a hostias, la vida. Desde esa fecha hasta hoy vivo al filo de una llamada, para bien y para mal. El teléfono que sonó cuando menos lo esperabas ni imaginabas y el teléfono que no suena cuando más lo necesitas, cuando anhelas, qué ironía, una llamada. Descolgar y que alguien te quiera, y no a la manera del amor romántico, sino a la manera de la profesional con experiencia que, de tanta que tiene, empieza a quedarse fuera del mercado, en territorio de nadie, a medio camino. La puta mediana edad. Ay, esos tiempos en los que yo también podía enseñar ombligo aunque siempre haya sido de caderas anchas.

No tengo hueco, no tengo espacio y, ante mis inminentes 47, me puede el vértigo de quién soy, qué he hecho con mi vida y a dónde voy. Me paraliza el miedo a perder mi independencia, que sé que mucho peor es no tener, literal, donde caerte muerto. No es mi caso, yo sé que techo y plato no me van a faltar y sólo eso, hoy, es un privilegio.“Qué palabra”. Pero hay daños colaterales en todo esto de la exclusión social y la vulnerabilidad para los que no hay ni tiempo ni ayuda. Son los daños que no se ven, en muchos casos porque ni los mostramos; los ocultamos porque nos avergüenzan, hieren demasiado. Un dolor sordo, infinito, el dolor del fracaso y del sentimiento de culpa.

Procuro ir con mi ropa más simple —difícil elección para quien conoce mi armario- cada vez que bajo al súper y pago con la tarjeta monedero para emergencias sociales. No me cuido el pelo si toca hacer alguna gestión presencial para el bono de ayuda al alquiler, y no por disimular que soy/fui clase media, sino porque ni ganas tengo ya de cuidarme. Puede que sea una forma inconsciente, incluso, de castigarme por haber llegado hasta aquí. ¿Hasta dónde? La culpa, otra vez.

Ayer, en una nueva tormenta de ideas sobre cómo y en qué reinventarme, encontré mi planeta y mi alter ego. Mi web y mi blog. ¿Y si esos son ahora mismo los únicos lugares-refugio, los únicos espacios donde sentirse a salvo? Lo de reactivar Saturno lo veo claro, no en vano me tatué sus anillos en el brazo allá por el mes de julio, pero ¿Anne Merkel? Nació, precisamente, un 14 de febrero porque se quería demasiado; hoy, ese amor ya no existe, hoy solo existen la inseguridad y la derrota, así que no parece buena idea. Su tiempo acabó, quizás como el mío. Se ha hecho mayor, nos hemos ajado a la par, por lo que ya no somos R y A; A ya no es el contrapunto de R, ya somos sólo yo; y yo, aunque sigo vistiendo camisetas de Wonder Woman, no me veo ni me siento capaz de volver a ser dibujado animado, ni heroína ni anarcopija, si quiera. Me siento un yo vulnerable y convulso, hasta incrédulo, a veces, porque una cosa es el desempleo y otra la falta absoluta de ingresos. Ese simple gesto de pillar cinco euros para un café, para desayunar fuera, que ahora tanto te lo piensas porque equivalen a leche, jamón y galletas, los pocos alimentos que en estos momentos soy capaz de tragar.

Me he formado con el sacrificio de mi madre y el beneplácito de un Estado que tuvo a bien premiar mis buenas notas. Me he currado todos y cada uno de los puestos que suman páginas de vida laboral y años de experiencia. Y hasta aquí. Es curioso que la última vez que me tuve que buscar la vida lamentaba no haber cumplido los 45 para, por lo menos, ser beneficiaria de alguna ayuda. Hoy, a punto de cumplir los 47, lamento haber cruzado esa frontera, jodida para todOs, traumática para ellAs, para nosotrAs. Mujeres de mediana edad. Invisibles incluso para los gobiernos, que siguen haciendo políticas sociales bajo el antiguo y clasista esquema de cualificada/licenciada o no cualificada/no licenciada, considerándonos a las primeras poco susceptibles de necesidad y exclusión.

Leía estos días que la salud mental está siendo relegada entre las prioridades de las consecuencias de la pandemia. Ya pasó con la crisis económica de 2008. Ya pasó, pasa siempre, para qué nos vamos a engañar. Leía también que la salud mental es un pilar básico en la construcción del estado de bienestar de un país, ano seré yo quien saque las obvias conclusiones. Y no seré yo, tampoco, la que advierta del prejuicio y anormalidad con la que se siguen tratando todos los males que afectan a lo intangible, que afectan a los dolores del alma. A mí me duele por acumulación, quizás sea soberbia empezar por el principio, o situar esta herida al mismo nivel que el de la pura y dura subsistencia, pero todo suma y, en mi caso, como en tantos, todo ha ido en cadena. Del “no te quiero” al otro lado del teléfono, a unos días de la cuarentena, al “despedir no, porque sois autónomos [falsos autónomos], pero no te vamos a renovar”, apenas un mes antes de terminar el peor y más cruel de todos los años. Entre medias, el infierno del ruido, de un duelo imposible y del orgullo herido, también por teléfono: “Él no me molesta y ella es alegre y me da cariño”. La puta mediana edad, en la que ya no estamos -o eso decimos- para el amor romántico, pero tampoco asimilamos -ni nos creemos- lo del poliamor sin consecuencias. Conste que no le culpo, a mí me pudo la tristeza y en vez de cariño, simple y torpemente, le quise.

El mismo teléfono que, de repente, ha dejado de sonar. El silencio, otra forma de rechazo. Con suerte, un correo electrónico de respuesta automática dándote las gracias e informándote de que pasas a formar parte de una base de datos para cuando surja una vacante que se adecúe a tu perfil. O ese email de Infojobs creando expectativa –marketing es marketing– emailmarketingmarketing– anunciando que hay cambios en tus candidaturas. Y tú, con una ingenuidad y una esperanza estúpidas que me siguen sorprendiendo a mí misma, vas corriendo a abrir la plataforma para comprobar que la empresa ha descartado o no preseleccionado tu CV y lo hace, además, a pesar de tener una compatibilidad algorítmica con el puesto de entre el 70 y el 95%.

Pero ay amigos, lo que no sabe Infojobs es que si estás lo suficientemente atenta puedes captar el momento en el que el reclutador te rechaza a pocos minutos de haberte inscrito ergo, en esos segundos en los que tu edad te delata, no tu capacidad, y te hacen un Delate. Es igualmente curioso cómo a pesar de mi experiencia demostrada en redes sociales, las empresas que requieren de algún experto en el tema son las más raudas y veloces a la hora del descarte. Eso sí, tener que añadir “Es imprescindible una correcta redacción, ortográfica y gramaticalmente”… es algo así como ofertar un puesto de cirujano y añadir que sepa usar con destreza el bisturí. Pero doctores tiene la Iglesia y la diferencia generacional da perspectiva y capacidad de análisis, pero no el buenrollismo y jovialidad que parecen intrínsecos a los nativos digitales. Es como una extraña regla de tres que asocia tecnologías con una determinada franja de edad, de ahí que a redactar contenidos, por ejemplo, le llamemos copywrting y, quizás, de ahí también que, al final, aunque eufemísticamente, haya que recordar y exigir volver a lo básico: Sujeto + Verbo + Predicado.copywrting

Pero nadie ha dado todavía con la cuadratura del círculo, así que mientras lucho por engañar al algoritmo para conseguir una oportunidad, vuelvo a mi ostracismo, a mi retiro de olor a sobaco y a coño, a mi búnker de cama deshecha, a la seguridad que siempre me dan las sábanas acompañadas, un metro ochenta de espacio donde cabe todo mi mundo: mi vergüenza, mi fracaso, mi ordenador, mi libreta de reinventar, algún orfidal y yo.

Rebeca Romero es socia de infoLibre

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