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Georges Seurat o cómo convertir el taller en un laboratorio
Pocos artistas tienen el honor de haber colocado su nombre en los libros de historia del arte al lado de las palabras ‘inventor’ o ‘precursor’ de una corriente artística. Es algo que está reservado a unos pocos visionarios, que, como Georges Seurat, escaparon de los corsés impuestos por la academia para dar una vuelta de tuerca al establishment artístico. Seurat fue uno de aquellos neoimpresionistas que bebieron de los Monet, Pisarro o Renoir, pero que apostaron por experimentar y dar un paso más. En su caso –y en el del resto de sus colegas puntillistas–, lo hicieron, además, de la mano de la ciencia. “Los puntillistas usaron la naturaleza como motivo de sus obras, pero siempre apoyándose en el rigor científico de críticos y estudiosos de la luz como Charles Blanc”, apunta la historiadora del arte Sara Rubayo. Según Blanc, “así como hay relaciones matemáticas entre los tonos musicales, también existen conexiones físicas armónicas entre los colores”. Por todo eso, Seurat y compañía fusionaron a la perfección arte y ciencia –como ya se había hecho antes y, por supuesto, ocurriría también después– y convirtieron sus talleres en auténticos laboratorios.
Aunque eso del ‘taller’ tiene un poco de trampa en los neoimpresionistas. Para ellos, el taller no eran solo las cuatro paredes de su estudio. “En el cuadro que nos ocupa, Tarde de domingo en la isla de la Grande Jatte (expuesto en el Instituto de Arte de Chicago, Estados Unidos), como en la mayoría de los que pintaba, Seurat combinó el estudio con la calle”, apunta Rubayo. Se trata de un lienzo de tres metros de ancho por dos de alto, cuya elaboración, para la que Seurat empleó millones de puntos diminutos, ocupó al pintor hasta dos años de minucioso trabajo. A menudo, visitaba la isla de la Grande Jatte, una antigua zona industrial en pleno río Sena que había evolucionado a unos jardines perfectos para el ‘domingueo’ y preparaba bocetos, estudiaba el color y la luz, observaba a la gente e imaginaba cómo iba a ser su gran obra. En el lienzo, tal y como apunta la historiadora del arte, “encontramos una escena que sorprende por su frialdad”. Esto es porque todas las figuras aparecen de frente o de perfil, sin mirarse y prácticamente sin interactuar. En la mayoría de las caras de los cuarenta personajes que componen la obra, además, apenas pueden adivinarse sus rostros. Ese anonimato refuerza las palabras de Rubayo, que explica que Seurat se tomó la obra como un estudio científico del color.
“En el puntillismo son los colores los que crean las formas”, apunta la historiadora. Suelen ser colores sencillos, “aunque en el cuadro que nos ocupa, al ser de los primeros puntillistas, todavía hay algunas mezclas”. Seurat incide especialmente en las diferencias entre las zonas luminosas y las sombrías. Mientras que en las que da el sol utiliza tonos naranjas y amarillos, llena la sombra con puntitos azules, verdes y violetas. No utiliza el color negro. Es el ojo humano, los ojos de los espectadores, los que se encargan de mezclar los colores de forma autónoma y obtener la sensación de negro. Esa es la magia –o, mejor dicho, la ciencia– del puntillismo, que hace especial la técnica de Seurat. Por decirlo de algún modo, en lugar de ser el pintor quien mezcla los colores en la paleta, es el ojo del propio espectador el que lo hace. Seurat fue el pintor-científico. Él mismo llegó a decir: “Algunos dicen que ven poesía en mis pinturas. Yo solo veo ciencia”.
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En principio, la escena es clara: una tarde de domingo, lo dice el nombre del cuadro, con un montón de gente descansando tras la semana de trabajo. Sin embargo, algunos estudiosos han apuntado a un retrato de las clases sociales de la época –finales del siglo XIX–, en el que aparecen tanto personajes de la alta sociedad, como obreros. “Unos”, completa la historiadora, “representados, por ejemplo, en la pareja elegantemente vestida que pasea un mono en el margen derecho del lienzo”. Los otros, continúa, “en el hombre que fuma pipa tendido en el suelo delante suyo”. También hay quien ve en Tarde de domingo en la isla de la Grande Jatte una crítica al individualismo, algo así como un presagio que nos transporta directamente a nuestros días. Otra versión, añade la historiadora, “apunta a que algunas de las acompañantes de los hombres podrían ser prostitutas”. Precisamente es el mono que pasea la pareja el que da esa información, toda vez que es símbolo habitual del libertinaje, mientras que el hecho de que lo lleven atado a una correa puede significar que la mujer que lo pasea es una señorita de compañía. En el terreno de lo simbólico, todo está sobrevolado por la duda.
Seurat se granjeó varios enemigos academicistas gracias a sus ocurrencias, por muy fundamentadas en estudios que estuvieran. Por eso fue uno de los principales impulsores de la Societé des Artistes Indépendents. “Se trata de un grupo acogió y permitió organizar exposiciones regulares a aquellos pintores que la crítica rechazaba a cuenta de las osadas técnicas o la falta, siempre según la academia, de técnica”. El propio Seurat fue uno de ellos. En 1886, cuando Pissarro empujó para que los puntillistas pudieran exponer en la Octava Exposición Impresionista de París junto a los grandes de la época, Monet y Renoir se negaron en redondo, cogieron sus pinturas y abandonaron el evento. Se equivocaban. Poco a poco, el puntillismo –así como otras muchas corrientes innovadoras– fue cosechando apoyos, seguidores e imitadores hasta convertirse en un movimiento de capital importancia para la Historia del Arte. Y fue Seurat quien lo encabezó y quien se situó por encima de los críticos, a quienes acusó de carecer de la amplitud de miras suficiente como para entender su propuesta y saber apreciarla.