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‘La sociedad de la nieve’, Bayona vuelve a la tragedia de los Andes con ganas de firmar su obra maestra

Imagen de 'La sociedad de la nieve'

Desde los comienzos de su carrera ha sido socorrido vincular a J.A. Bayona con Steven Spielberg. El propio Bayona lo ha puesto en bandeja un par de veces. La primera fue cuando, inevitablemente, en 2018 le pusieron al frente de una megafranquicia. Jurassic World: El reino caído es fácilmente la mejor entrega del enésimo artefacto nostálgico de Hollywood, y lo es gracias a un calculado ejercicio de mímesis del estilo spielbergiano, no carente de mérito. Ahora, con La sociedad de la nieve, Bayona regresa a una historia que la gente de Amblin —productora de Spielberg—, convirtió en cultura pop a principios de los 90.

Frank Marshall, junto a la actual presidenta de Lucasfilm Kathleen Kennedy, ya había producido para Spielberg gran parte de sus éxitos cuando en 1991 recreó la asombrosa historia del vuelo 571 de la Fuerza Aérea Uruguaya. En 1972 la tripulación de este avión, con destino Chile, se estrelló en los Andes. Abandonados a su suerte, rodeados por una inmensidad nívea y desierta, solo sobrevivieron 16 de los 45 pasajeros, y gracias a que en cierto punto recurrieron a la antropofagia. El acierto de Marshall, a la hora de dirigir ¡Viven! en 1991, fue no tanto centrarse en el morbo de la anécdota —el que había explotado una producción mexicana del 76, Supervivientes de los Andes—, como en el heroísmo, subrayado por el hecho de que los personajes se vieran obligados a hacer algo tan horrible.

De esta forma ¡Viven! invocó una luminosidad noventera, de cine cuasifamiliar, que redondeó con los fichajes de Ethan Hawke y Josh Hamilton interpretando a personajes llamados “Fernando” o “Roberto”. Bayona, acaso consciente de lo ingrato que iba a ser de entrada querer emular el fenómeno ¡Viven! —cuya fama para cierta generación de espectadores es inseparable del acontecimiento en sí—, ha asegurado que con La sociedad de la nieve quiere ser más fiel a la historia real. Así que ahora sus intérpretes hablan español y son de ascendencia uruguaya y argentina, sin necesidad de rubricar la fama de algún prometedor querubín de Hollywood. Además se ha basado en un libro homónimo de Pablo Vierci que se publicó después del estreno de ¡Viven!, y que al parecer es el repaso más riguroso posible.

Sin embargo, la distinción que haya querido reclamar Bayona se deshace en cuanto nos topamos con otros intangibles, como es la herencia de Spielberg en Marshall y el énfasis con el que el realizador catalán se abandona a ella desde el principio, con unas ventanas iluminadas remitentes al director de fotografía Janusz Kaminski y a su fiel colaboración con el director de E.T. A Bayona, de hecho, le interesan las mismas cosas que debieron interesarle a Marshall y posee un sentido del espectáculo similar —puramente hollywoodiense—, de modo que su estrategia para acercarnos al ritmo del drama y a sus diversos giros tenga un inevitable déja vu. No solo es que la historia sea la misma, es que la mirada también lo es. O, al menos, la mirada que Bayona ha calculado para ser nuestro director más internacional.

Es una mirada que no elude ni el morbo ni lo explotativo. Cuando el avión se estrella al inicio de La sociedad de la nieve, Bayona pone el dispositivo visual a punto para generar unos efectos muy específicos en el público, puliendo un horror cuidadosamente equilibrado con la forzosa admiración hacia su puesta en escena. Es tan fácil regodearse en el espectáculo como estremecerse por el crujido de los huesos rotos, y es un espectáculo que no exige tomar realmente partido. Busca nuestra evasión, como siempre la ha buscado la escuela Spielberg. El vértigo de una imagen monolítica, cuya máximo objetivo es que nos alegremos de haberla experimentado en una pantalla grande.

Hay pocas sorpresas por aquí, porque además Bayona ha extremado su pericia en todo el tiempo que ha estado haciendo recados en Hollywood y La sociedad de la nieve es un goloso catálogo de técnicas y trucos de ilusionismo. Las ganas que tiene de ser su película definitiva, capaz de ahogar cualquier condescendencia que aún siga aguantando desde El orfanato, están refrendadas de sobra. Es un placer para los sentidos, vaya, y lo problemático de que este placer pase por la contemplación autosatisfecha de un sufrimiento históricamente ajeno puede ser fácilmente desactivado por la honestidad que en todo momento parece guiar al director. Una honestidad que, según estemos de generosos, incluso podría pasar por humanismo.

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Aun guardando pocas sorpresas más allá del espectáculo diseñado para la credibilidad industrial, La sociedad de la nieve no deja de ser un trabajo valioso. Bayona, ahí donde le vemos, logra esquivar la tentación de fijar uno o varios puntos de vista que inyecten cercanía a la tragedia a golpe de individuación. En La sociedad de la nieve no hay, realmente, un protagonista: quiere que lo sea la tripulación entera como ente y organismo, y las pase canutas de forma colectiva sin privilegiar unos sufrimientos sobre otros. Lo que hace el guion con la voz narradora es ilustrativo de la jugada, y realmente interesante.

En su libro Dysphoria mundi el filósofo Paul B. Preciado abogaba por dejar de usar la expresión “sujeto político” como protagonista de la vida pública. Por considerar que este alentaba el mismo individualismo que andaría derruyendo nuestras sociedades, Preciado proponía de alternativa al “simbionte político”: subjetividades e identidades fundidas en un mismo ser, indivisible y aglutinante. Donde todas las partes no es que valieran lo mismo, es que habrían descartado la misma noción de “valor”. Evidentemente Bayona es un artista apolítico —aunque al menos no es antipolítico como Amenábar, otro director con el que se le compara bastante—, y La sociedad de la nieve no busca ningún retrato mínimamente social. 

Pero el acto de comerse a los muertos es más trágico desde el prisma simbionte. Cada nuevo golpe, cada victoria, se experimenta en comandita y se desdibujan las responsabilidades personales. Es, verdaderamente, una sociedad. Quizá una no muy emancipadora, pero sí una que demuestra lo mucho que Bayona ha crecido como cineasta desde Lo imposible, y que refuerza la sensación de que hoy está un par de pasos más cerca de su maestro.

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