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La ópera sobre el Holocausto que es imposible no ver con otros ojos tras el genocidio en Gaza

Escena de la obra 'La pasajera'.

Cuando asomen los remordimientos, y ese momento llegará, quizás muchos experimentemos la sensación de estar en un barco, en el que lo que iba a ser un agradable viaje, y ver cómo se convierte en una pesadilla al vernos obligados a convivir con la incómoda pasajera que puede llegar a ser nuestra conciencia.

Ese es el punto de partida de La pasajera, la ópera de Mieczysław Weinberg que se podrá ver desde este viernes en el Teatro Real. Se trata de una obra que nunca se ha visto en España y que, a pesar de basarse en una novela de Zofia Posmysz, una superviviente de Auschwitz, fue controvertida hasta en la Unión Soviética (donde Weinberg volvió a sufrir el antisemitismo), un país temeroso de una supuesta banalización del nazismo y, sobre todo, de considerar que en los verdugos también pudo haber algo de humanidad.  

La apuesta es una rara avis dentro de la programación que, sin embargo, no puede ser más oportuna. A nada que se mire con generosidad, hace aflorar paralelismos con escenas que hoy vemos en los telediarios. Llega en medio de una guerra injusta, como la de Rusia contra Ucrania, y un genocidio en el enorme campo de concentración a cielo abierto en el que se ha convertido Gaza, en pleno Mediterráneo, también tan cerca de casa por tantos motivos. 

Una antigua capataz de las SS en Auschwitz cree ver en la cubierta de un elegante barco que la lleva a ella y a su marido a Brasil a una de sus antiguas presas. Creía que la prisionera polaca había muerto en el campo de concentración, pero allí estaba, 15 años después, para atormentarla. Y la carcelera es (¡oh sorpresa!), humana. Combinó crueldad y una cierta empatía en Auschwitz al conceder a Marta, la presa, ciertos permisos poco habituales. Ahora sabe, aunque se resiste a reconocerlo, que la opresión en la que colaboró de joven fue profundamente inmoral y la angustia, quién sabe si un prólogo del perdón o de la redención, la persigue. 

Vista como una obra sobre el Holocausto, resulta aterradora. No sólo por la crudeza de las escenas que se muestran y el peso de la Historia sino, especialmente, por su amplificación a través de una intensa carga poética y de la música de Weinberg, nacido en Varsovia polaco que perdió a su familia en el Holocausto pero que pudo huir a la URSS. 

La obra comienza con el sonido agitado de los timbales, con los que parece que se abren las compuertas del infierno, y contiene momentos de gran lirismo en los papeles reservados a la capataz y las presas. Reserva para casi el final la terrorífica interpretación de la célebre chacona de Bach por parte de uno de los presos. Un himno alemán tocado con un esfuerzo heroico (“la rebelión de las almas”, dice el director artístico, Joan Matabosch, en el programa de mano), que es agradecido con una paliza mientras la orquesta retoma el motivo y lo diluye en la angustiosa y terrible atmósfera de la obra.

La puesta en escena de David Pountney, con esa gran chimenea que tanto sirve para el trasatlántico como para el campo de exterminio, es brillante y apabulla por su aparente sencillez. El reparto es casi enteramente femenino como lo es la batuta en esta ocasión, en manos de la enérgica Mirga Gražinytè-Tyla (por cierto: ya que es casi 8M, ojalá más mujeres al frente de las orquestas, en el Real y en la música en general).

La ópera no ofrece conexiones concretas con el presente más allá del español utilizado por el coro, que mete al espectador en el escenario como espectador a su vez de los horrores del campo de concentración. 

Sin embargo, la evocación de la opresión, la injusticia de la guerra, la asfixia del amor y la humanidad, la aniquilación física y anímica del enemigo o la banalidad del mal se esparcen como una bofetada de actualidad. Es casi una obviedad para el que se acerque a la obra sin dogmatismo y sin ánimo de equidistancias (son una enorme trampa). 

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¿Cómo no considerar a Gaza una cárcel sobre la que se suceden los horrores, desde el asesinato de niños a la privación de comida o medicamentos? ¿Cómo calificar el perverso fin que parece justificar unos igualmente perversos medios? ¿Cómo calcular el valor de la solidaridad o incluso el amor que resiste, agarrándose al clavo ardiendo de la esperanza, en medio de la penuria? ¿Cómo no reconocer en cualquier persona la humanidad aunque tantas veces quede opacada por el odio? ¿Es que el sufrimiento de un ser humano puede ser totalmente ajeno al de otro ser humano?

La comparación, precisamente esta comparación, puede resultar ofensiva para los tuertos de un ojo, el que sea (a los que cabría pedir que acudiesen al teatro con la mente ancha dejándose en casa el mazo de juzgar), pero eso es, en parte, una de las inmensísimas posibilidades de la ópera. Y el espejo que crea ante los que teniéndolo claro deciden convertirse en espectadores, activa la cuestión moral que todavía hoy atormenta a Alemania y que podría hacerlo con toda Europa ante el avance implacable del horror en Gaza. 

No es demasiado tarde para prevenir los remordimientos. Tampoco para que la ópera agite las conciencias.

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