Coppola regresa con 'Megalópolis' a Cannes: ¿hay que tomársela en serio o es un disparate?
Hoy, dos películas que reflexionan sobre el futuro de la humanidad, así en general. Empecemos por lo fácil. Furiosa. A Mad Max Saga, presentada fuera de concurso, es la precuela (o secuela, según se mire), de Mad Max Fury Road (2015), que, como las otras tres entregas de una serie que tiene sus inicios en 1979 (con Mad Max, la película que consagró a Mel Gibson), ha sido dirigida por el ya veterano George Miller. Pero en Furiosa no aparece Mad Max: es la historia de la coprotagonista de Fury Road, una conductora de convoyes de comercio o intercambio de recursos en un desierto post-apocalíptico. La descripción del colapso ecológico, económico y social que ha llevado a una es común a ambas películas, y también lo es la descripción de la sociedad post-colapso, dividida en pequeñas comunidades en constante conflicto lideradas por hombres brutales (y su caracterización como “hombres” es crucial a este mundo) y la lucha un entorno hostil donde los recursos son limitados.
Fury Road se considera como una de las mejores películas de acción de los últimos veinte años, y llega incluso a quienes el género no nos interpela. Uno puede disfrutar de Fury Road o, incluso, de Furiosa, a pesar de las largas escenas de vehículos persiguiéndose, chocando, estallando. Para mí la seducción radica en la creación de un mundo brutal, escalofriante, pesimista, que huye de tópicos sentimentales o de toda esperanza sobre la humanidad. Reducidos a la supervivencia, no hay nadie en quien se pueda confiar, las “buenas” emociones son domeñadas, triunfa, o sobrevive, quien mejor ejerce la violencia sobre otros, y la escasez conduce a estados que evocan el fascismo.
Fury Road era básicamente una narrativa de búsqueda, con un guion muy medido que lograba exactamente lo que se proponía. Furiosa parte de una premisa más problemática. Aquí conocemos en detalle la historia de la niña secuestrada por los moteros que verá cómo asesinan a su madre y crecerá sedienta de venganza. El problema es que la historia, bosquejada en la primera entrega, no es muy interesante ni, quizá, tenga que ser contada. O no así. Dada la premisa, Furiosa daba para ser una historia de maduración, pero el cambio en la protagonista apenas está bosquejado dramáticamente, y la narrativa se centra en otras cosas.
Por ejemplo, en los villanos: el antagonista de Furiosa (y el asesino de su madre) es interpretado por Chris Hemsworth con una nariz protésica. Y uno se pregunta para qué necesita Chris Hemsworth una nariz protésica. Quizá para hacernos olvidar que es Chris Hemsworth (hasta que notamos los brazos). Es una interpretación jugosa, que rima muy bien con el tono general de la película. Y quizá sea el tono, más matizado que en Fury Road, lo mejor de Furiosa: visualmente es una extraordinaria traslación de la estética de la novela gráfica. Debe más al dibujo que al realismo. Quienes aman la saga por las escenas de acción, quedarán satisfechos con las tres grandes secuencias de Furiosa. Pero para quienes la apreciamos a pesar de las mismas, la película resulta menos satisfactoria que su precedente. El proceso de maduración requiere que los giros dramáticos tengan como foco el proceso de aprendizaje o toma de conciencia. El guion simplemente no ayuda a mantener la atención. Durante una larga escena de persecuciones, he llegado a preguntarme no sólo quién perseguía a quién sino para qué se perseguían y dónde iban.
Megalópolis, o Francis Ford Coppola’s Megalopolis, subtitulada “fábula” era una de las películas más esperadas y/o temidas de esta edición del festival. Presentarla a concurso puede haber sido un acto de locura, la última de un creador al que se le va la mano a menudo, una jugada demasiado arriesgada como para poder justificarse en el mundo real. De hecho, un pase para distribuidores en Hollywood en marzo no generó posibilidades de venta, y las reacciones de los pases privados han sido extremas, oscilando entre la hostilidad y el arrebato. Aquí hay que recordar que Coppola no es ajeno a las debacles. Tanto Cotton Club como One From the Heart fueron proyectos arriesgados, mal entendidos llegaron tarde o mal.
Como sucedió con Cotton Club (que tiene ecos visuales y de dirección artística en Megalópolis), la película nos llega con leyenda propia, y es imposible separar la leyenda del resultado. Coppola dice haber escrito el guion al poco de acabar Apocalypse Now, a finales de los setenta. O al menos una versión del guion. Desde entonces hubo varios intentos, de ponerla en pie. Se llegaron a rodar planos, horas de segunda unidad en Nueva York, se hicieron lecturas en las que participaron estrellas. El proyecto se encalló tras los atentados a las Torres Gemelas para renacer sólo cuando Coppola decidió vender parte de su imperio vitivinícola y poner, se dice, 120 millones de dólares de su propio bolsillo para concluir el proyecto con el que esperaba culminar su carrera. Según esta narrativa, Megalópolis sería el testamento artístico de uno de los grandes directores estadounidenses de los setenta.
Presentarla a concurso en la sección oficial constituye una apuesta casi desesperada, un acto de fe en la película o en el hecho de que, al menos, incluso si se produce un estruendoso fracaso, no caiga en el olvido. Coppola se ha armado de razones: aduce que Apocalypse Now generó la misma hostilidad antes de convertirse en un clásico. Pero olvida que ya no estamos en 1979. Las condiciones han cambiado, el modo de expresarse. No ya la expresión visual, sino el modo en el que se comunican ideas. Algo en Megalópolis rezuma formas pasadas de ver el futuro: a pesar de una gestualidad desaforada, le falta poner los pies en el presente.
La película muestra un futuro muy distinto al de Furiosa: aquí estamos en una reconocible Nueva York de un universo alternativo, denominada Nueva Roma. Aunque se ha hablado de un proyecto de ciencia ficción, en realidad la película tiene mucho de las crónicas de la caída de Roma, con referencias específicas a la conspiración de Catilina y a Plutarco, quizá una precuela del Calígula de Tinto Brass pasada por el filtro de Los juegos del hambre. A esto se añaden capas de referencias a diversos trabajos: de manera al parecer casi improvisada, y sin que venga muy a cuento, Adam Driver nos recita a Shakespeare, aparece Ralph Waldo Emerson centrando el tema de la utopía, e incluso una frase de Eve Arden en Mildred Pierce.
Resulta imposible resumir la trama: las sinopsis pueden dar cuenta de la cantidad de temas, personajes y motivaciones trabados en la narrativa, que resulta descoyuntada, difícil de seguir. Adam Driver interpreta a una especie de arquitecto atormentado e idealista que aspira a un proyecto utópico de ciudad frente a la defendida por un político conservador. Pero esto es sólo el inicio: hay una crítica a los medios, se evoca el trumpismo, el capitalismo, la mendacidad, la toma de conciencia, las relaciones familiares. Todo esto habría que articularlo de alguna manera, pero aquí se presenta yuxtapuesto, capa sobre capa, envuelto en momentos de impacto y giros difíciles de seguir. El reparto hace lo que puede, aunque es verdad que algunos acaban perdidos. Resulta difícil saber qué hace en la película Dustin Hoffmann, que, como otros, aparece, dice alguna cosa confusa y desaparece. Aubrey Plaza y Shia LaBeoeuf tienen momentos jocosos, pero parecen existir en un mundo distinto al de Driver, Lawrence Fishbourne o Giancarlo Esposito.
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Las reacciones siguen divididas. Ha habido comentarios burlones, críticas lacerantes, despectivas. Es una película fácil de ridiculizar. En parte porque tonalmente tiene tantos cambios, tan arbitrarios, que el espectador queda desorientado y no sabe qué está viendo. Pero esto no tiene por qué ser un problema artístico: obras de Shakespeare o Genet tienen similares cambios bruscos de tono. Pero aquí el problema es distinto. La película es vehemente en exceso, está llena de citas que apuntan en diversas direcciones y frases contundentes que suenan a cliché.
Se admira la intención, pero en un primer visionado uno duda si lo que se dice ha de tomarse en serio o es simplemente banal. Driver repite la idea de que “sólo cuando nos lanzamos a lo desconocido somos libres”. ¿Podemos aceptar la idea sin reflexión? Y en definitiva: ¿qué significa esto exactamente?
Pero otros, a la salida, han admirado no sólo sus imágenes, detalladas e impactantes (con aplauso especial para los decorados y el vestuario de la veterana Milena Canonero, (responsable en parte del eco de Cotton Club), sino su ambición. Coppola ciertamente plantea su proyecto como una fábula, y por ello no se siente sujeto a las convenciones del realismo cinematográfico. Quería elaborar un mensaje lleno de angustia y vehemencia sobre el estado del mundo, sobre los peligros a los que nos enfrentamos, utilizando como plantilla las cosas de palacio en la Roma de los césares. Como mínimo, la película es diferente a cualquier otra. Y esto quizá divida al público entre quienes entran en ese mundo y quienes la encuentran insoportable, torpe o deslavazada y quienes entran en un mundo absurdo que, al menos, intenta hablar de nuestras posibilidades de futuro.