Los estadounidenses tienen en su papeleta electoral una bomba climática pero ni Harris ni Trump se lo van a decir

La vicepresidenta y candidata demócrata, Kamala Harris, durante un mitin en Filadelfia.

Lucie Delaporte (Mediapart)

El tema apenas ha salido en los debates. No es de actualidad, aparentemente, a pesar de la sucesión de fenómenos meteorológicos extremos que ha sufrido Estados Unidos en las últimas semanas: huracanes en el sureste del país, incendios en California, etc. Lejos de cuestiones como la inflación o la inmigración, los temas ecológicos han vuelto a quedar relegados a un segundo plano en el duelo entre Donald Trump y Kamala Harris.

En un momento en que, según el Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (IPCC), vivimos años decisivos en el intento de contener el caos climático, la campaña presidencial americana se ha saltado por completo estas cuestiones. Un bloqueo perjudicial pues lo que está en juego el 5 de noviembre va mucho más allá de las fronteras del segundo país que más contamina del mundo.

Desde la retirada de Joe Biden, la candidata demócrata, Kamala Harris, nunca ha podido –o querido– tomar la iniciativa en cuestiones que, sin embargo, conoce muy bien. Claramente convencida de que tiene mucho que perder en este asunto, se ha dejado atrapar en una postura defensiva, retrocediendo incluso ante importantes señales de su compromiso pasado.

Las escasas ocasiones en que Donald Trump y su compañero de candidatura J. D. Vance han abordado cuestiones medioambientales, ha sido para lanzar ataques muy agresivos, y a menudo excéntricos, contra la candidata demócrata. “Si gana ella las elecciones, la fracturación hidráulica en Pensilvania desaparecerá desde el primer día”, soltó Trump en el debate con Harris el 12 de septiembre, agitando el fantasma de cientos de miles de parados y, por supuesto, una explosión de los precios de la energía, aunque la demócrata haya prometido no prohibirla.

Trump ya había utilizado bastante este argumento contra Joe Biden en los últimos meses, explicando que sus subvenciones masivas para la transición energética en el marco de la IRA (Inflation Reduction Act) habían sido “destructivas para la industria y el empleo, favorables a China y antiamericanas”.

La diplomacia medioambiental, amenazada

La inflación y la escalada de precios de la gasolina en los últimos años han sido uno de los ataques habituales de Trump. Un tema muy incendiario en un país que tiene casi tantos coches como habitantes y que ha basado parte de su mito en la abundancia energética y la extracción de petróleo, como ha demostrado la filósofa Cara New Daggett, autora de varios libros sobre el tema.

En un mitin en Atlanta (Georgia), J.D. Vance llegó a retratar a Kamala Harris como una ecologista extremista, deseosa de acabar con los pilares del modo de vida americano : “Kamala Harris quiere prohibir tus plantas de gas y que dejes de comer carne roja”.

Ante esta andanada de ataques, la candidata demócrata fue retrocediendo poco a poco, reconsiderando incluso su oposición a la fracturación hidráulica, una técnica de extracción de gas de esquisto extremadamente contaminante que se practica especialmente en Pensilvania, uno de los Estados clave en las elecciones, donde esta explotación de hidrocarburos no convencionales da sustento a casi 500.000 personas.

En el tema del petróleo, mientras Trump sacaba a relucir su eslogan de 2008 “drill, baby, drill” (perforar, perforar y perforar), Harris llegó a destacar el hecho de que, con Biden, habían concedido más permisos de perforación a la industria del petróleo y el gas que bajo la administración Trump.

Lejos de las verdaderas cuestiones en juego, sobre el medio ambiente sólo se han tratado en la campaña cuestiones de soberanía energética y de inflación, limitándose Kamala Harris a mencionar de pasada temas de salud, considerados más “preocupantes” y relativos a la calidad del agua y del aire.

Este repliegue estratégico de Kamala Harris, convencida de que en Estados Unidos no se gana nada hablando de medio ambiente y donde la cuestión de la moderación en el consumo no existe, echó por tierra las esperanzas de los movimientos ecologistas americanos (Sunrise Movement, Climate Justice Alliance, Greenpeace), que le habían dado inmediatamente el apoyo que Biden no había conseguido.

Ella estuvo detrás de la creación de la primera unidad de justicia medioambiental a principios de la década de 2000, cuando era fiscal en San Francisco. Y posteriormente, siendo ya fiscal general de California, consiguió que varias multinacionales fueran condenadas por casos de contaminación que ponían en peligro la salud de los habitantes. En las primarias demócratas para las anteriores elecciones presidenciales, también defendió frente a Biden un ambicioso “Nuevo Pacto Verde”, que finalmente se puso en marcha con el actual presidente.

En ningún momento la candidata demócrata ha mencionado el hecho de que, el 5 de noviembre, la elección que haga el pueblo americano tendrá también repercusiones en el conjunto de la diplomacia medioambiental.

Donald Trump, que sigue afirmando que el calentamiento global es un concepto “inventado por y para los chinos”, ha declarado que se retirará inmediatamente del Acuerdo de París, como empezó a hacer durante su primer mandato, antes de que la elección de Joe Biden congelara esa retirada. Está claro que limitar el calentamiento global a menos de 1,5°C no es la prioridad del hombre que, hace unas semanas, declaró en un diálogo con el multimillonario Elon Musk que si los océanos subieran unos centímetros, podríamos tener “más casas junto al mar”.

Su elección daría al traste con las negociaciones con China –marcadas por la declaración de Sunnylands destinadas a conseguir que ambos países avancen conjuntamente en la reducción de sus emisiones de gases de efecto invernadero. Una señal catastrófica, dado que los dos mayores contaminadores sólo avanzarán en este tema si van juntos.

El regreso de Trump a la Casa Blanca también supondría la sentencia de muerte para las negociaciones entre la Unión Europea y Estados Unidos sobre la fiscalidad del carbono en las fronteras de la UE. Una vez más, con efectos perniciosos en la lucha contra el cambio climático.

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El americano medio, que produce cerca de 15 toneladas de CO2 al año –el doble o el triple que la mayoría de los ciudadanos europeos–, no es consciente de que tiene en su papeleta electoral una bomba de mano climática.

 

Traducción de Miguel López

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