Alborch o la empatía

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Javier Paniagua

Las personas dedicadas a una actividad pública aspiran al mayor reconocimiento popular posible. En el caso de la política esta viene condicionada por la opción elegida. Pero aún así la pretensión de ser un valor aceptado por el mayor número de gente es una aspiración legítima del político, que no siempre puede conseguir. Si la política es, la mayoría de las veces, una guerra por otros medios para alcanzar el poder, resulta complicado lograr unanimidades porque los enfrentamientos son inexcusables. Puede haber temas transversales donde puede obtenerse un cierto liderazgo por la capacidad de la persona de convertirse en un referente. Es lo que le ha pasado a Carmen Alborch, como se ha evidenciado en la hora de su muerte, cuando muchos artículos y testimonios mostraron el lamento por su pérdida. Desde los tiempos en la Universidad –donde la conocí– hasta su inmersión en la política en la Coselleria d’ Educació, Cultura i Sports, donde la nombró Ciprià Ciscar, y después en el Gobierno de España, con González, en el Congreso y Senado, tuvo un halo de empatía que puso al servicio de la Cultura y la reivindicación feminista. Pero dicho todo eso, su figura merece una consideración analítica por encima del dolor por su fallecimiento.

En los años 50 del siglo XX, se produjo un debate académico entre los historiadores de la Economía cuyos máximos representantes fueron el profesor de Cambridge Maurice Dobb y el de Harvard Paul Sweezy. Debatieron sobre cómo la sociedad feudal dio paso al capitalismo y a la modernización. Esquematizando: la causa del derrumbe feudal para Dobb fueron las nuevas formas productivas que darían lugar a la industrialización con unas relaciones superadoras del sistema de la servidumbre feudal. Para Sweezy lo predominante en esa transformación fue la expansión del comercio que posibilitó el intercambio de productos a gran escala. Dobb argumentaba que las relaciones comerciales no transforman, solo intercambian a partir de una sociedad establecida. Hoy ya sabemos que el capital comercial puede ser también un elemento condicionante de la producción, como se evidencia con Mercadona que marca en muchos casos los productos a consumir. Trasladándonos a nuestro mundo, unos producen y otros venden, pero ambos contribuyen al proceso de intercambio.

Así, con un ejemplo pedestre, unos construyen el coche y otros consiguen ponerlo en el mercado al convencer que es un bien adecuado. En la política pasa algo parecido, los teóricos hacen análisis sobre cuál es el mejor sistema social y económico mientras otros distribuyen y expanden las ideas a través de proyectos políticos. No puede entenderse la socialdemocracia de Olof Palmer o Willy Brandt sin Eduard Bernstein, a Margaret Thatcher sin Ludwig von Mises o Hayek, a Blair sin Guiddens, o a Reagan sin Milton Friedman y la Escuela de Chicago. Es decir, es imprescindible que alguien sepa traducir al lenguaje político las líneas de pensamiento, y para ello será necesario liderar la posibilidad de su implantación en una sociedad dada. Esa capacidad de convencimiento no la tiene todo el mundo, es una cualidad inespecífica que deriva en la credibilidad del quien la ejerce.

Algo de esto le pasaba a Carmen, bien dotada para conectar con distintos sectores sociales y ser escuchada sin grandes rechazos. Gran parte de su base feminista estaba basada en la obra de la también valenciana Celia Amorós, que como catedrática de Filosofía realizó una serie de aportaciones sobre la condición de la mujer y su papel en el mundo con repercusión en Europa y Latinoamérica. No es fácil adaptar a un lenguaje asequible y comprensible análisis complejos, y en ese sentido la difusión que adquirieron libros como Malas o Solas dan testimonio de esa facultad de comunicación, a la que acompañó un estilo personal de vestirse y modular sus gestos. Supo aprovechar esas cualidades y descubrir las claves de los ámbitos en los que se desenvolvía, lo que no es poco en esta sociedad valenciana de egos sobrevalorados. ___________

Javier Paniagua es socio de infoLibre

Las personas dedicadas a una actividad pública aspiran al mayor reconocimiento popular posible. En el caso de la política esta viene condicionada por la opción elegida. Pero aún así la pretensión de ser un valor aceptado por el mayor número de gente es una aspiración legítima del político, que no siempre puede conseguir. Si la política es, la mayoría de las veces, una guerra por otros medios para alcanzar el poder, resulta complicado lograr unanimidades porque los enfrentamientos son inexcusables. Puede haber temas transversales donde puede obtenerse un cierto liderazgo por la capacidad de la persona de convertirse en un referente. Es lo que le ha pasado a Carmen Alborch, como se ha evidenciado en la hora de su muerte, cuando muchos artículos y testimonios mostraron el lamento por su pérdida. Desde los tiempos en la Universidad –donde la conocí– hasta su inmersión en la política en la Coselleria d’ Educació, Cultura i Sports, donde la nombró Ciprià Ciscar, y después en el Gobierno de España, con González, en el Congreso y Senado, tuvo un halo de empatía que puso al servicio de la Cultura y la reivindicación feminista. Pero dicho todo eso, su figura merece una consideración analítica por encima del dolor por su fallecimiento.

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