El Carnicero

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Verónica Barcina Téllez

Coincidí con él en una recepción ofrecida por lord Singlenton. Mis dotes de sumiller me deparan, de tarde en tarde, la posibilidad de acudir a eventos como aquél donde tengo ocasión de explorar de cerca los mundos paralelos de las élites que dominan el planeta. Nunca he firmado una cláusula de confidencialidad, me basta la sombra de Joe Mantegna, un italoamericano del Bronx, para mantener la boca sellada. Fuera de esos ambientes selectos, Joe es casi un desconocido al que se atribuyen multitud de crímenes cometidos por él y otros que la policía o los servicios secretos cierran en falso tras fracasar a la hora de esclarecerlos. Los trabajadores eventuales conocemos a Joe por los comentarios, a modo de advertencia, del servicio fijo una vez firmados los contratos.

Allí estaba él, sonriente, con un vaso de arak en la mano y escoltado en todo momento por personal de las embajadas americana e israelí con gafas de sol, pinganillo en la oreja y un bulto en la chaqueta más abajo del sobaco. Pregunté con discreción a un camarero si era él y se apresuró, nervioso, a responder que no lo sabía, pero su voz temblona y sus ojos barriendo alrededor como radares confirmaron que sí, que aquel individuo sonriente —rodeado de aristócratas, un arzobispo, un par de ministros, ejecutivos de la industria farmacéutica, armamentística, de varias multinacionales de la construcción y de brókers venidos de la City, Roma, Berlín y París— no era otro que el mismísimo Carnicero.

Sorprendía verlo allí tan ufano, ajeno a los cientos de muertos que en ese preciso momento, a 3.500 kilómetros, causaban sus tropas. De eso hablaban la radio en el descanso del Liverpool–Arsenal y las redes sociales a todas horas. Palmadas en el hombro, apretones de mano y algún que otro beso dejaron bien claro que a la jet set no le importan ni el bombardeo de colegios y hospitales, ni la hambruna como arma, ni el asesinato de más de 15.000 niños. Al contrario, el Carnicero recibía un trato de héroe o de star system.

Reconocí a uno de sus interlocutores por haberlo visto, meses atrás, en las primeras mesas durante un desayuno de trabajo ofrecido por Florentino Pérez en la sede madrileña de ACS. Iban, él y su llamativo mechón cano junto a la raya del peinado, acompañados por un adjunto de la embajada española y su homóloga israelí, todos escoltados por un agente con pin de barras y estrellas en la solapa y otros dos tocados con sendas kipás. El yuppie español dio un leve abrazo al Carnicero y entregó un sobre a un escolta judío.

El Carnicero fue abordado por dos individuos con frac y pajarita al estilo James Bond y, en un parpadeo, los escoltas hicieron barrera delante de su protegido, procediendo a un discreto y rápido barrido con un escáner de mano sobre los trajes de 007. Un camarero con kipá acercó otro arak a su presidente para que pudiera brindar con los recién llegados. El barista, alemán, me comentó al oído que se trataba de dos ejecutivos de Rheinmetall, una empresa que fabrica armas para Israel. Más tarde, en un pub, aclaró que los conocía porque era activista de Amnistía Internacional en Hamburgo y sus fotos formaron parte de alguna campaña. Le extrañó que un español no supiera que una de sus factorías enviaba luto a Oriente Medio desde Navalmoral de la Mata, provincia de Cáceres.

Por tercera vez en apenas dos horas de cóctel, dos agentes comprobaron las credenciales que colgaban del cuello de quienes ocupábamos la trinchera de la barra, comparando las fotos, tomadas hacía 48 horas, con nuestras caras. Lo mismo tenía lugar en otros puntos a lo largo y ancho de la finca y en el interior del palacete. Mi lugar de trabajo era algo parecido a un búnker. Poco después, a poco de dar las 20:00, tuvimos que abandonar el recinto, dando fin a la jornada de cinco horas por la que yo cobraría 800 libras más gastos.

En el hotel, a punto de acostarme, el Carnicero apareció en la tele. No sonreía. Rodeado de militares ante una bandera con la estrella de David, anunciaba más muerte y toda la devastación posible en las próximas horas. Me pregunté dónde habrían tomado las imágenes porque hacía unas horas lo tuve a la vista en Londres. Ese día supe que la guerra generaba riqueza a empresas de mi país. No me sentí orgulloso. Me sentí Carnicero.

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Verónica Barcina Téllez es socia de infoLibre

Coincidí con él en una recepción ofrecida por lord Singlenton. Mis dotes de sumiller me deparan, de tarde en tarde, la posibilidad de acudir a eventos como aquél donde tengo ocasión de explorar de cerca los mundos paralelos de las élites que dominan el planeta. Nunca he firmado una cláusula de confidencialidad, me basta la sombra de Joe Mantegna, un italoamericano del Bronx, para mantener la boca sellada. Fuera de esos ambientes selectos, Joe es casi un desconocido al que se atribuyen multitud de crímenes cometidos por él y otros que la policía o los servicios secretos cierran en falso tras fracasar a la hora de esclarecerlos. Los trabajadores eventuales conocemos a Joe por los comentarios, a modo de advertencia, del servicio fijo una vez firmados los contratos.

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