Para cuando se publique este artículo, Cristina Cifuentes ya debería haber dimitido de su cargo de presidenta del Gobierno de la Comunidad de Madrid, por lo que desde ahora me dirigiré a ella como la expresidenta. La historia del caso Cifuentes la conocen de sobra, un máster por la Universidad Rey Juan Carlos (URJC) obtenido sin obtener, cursado sin cursar, estudiado sin estudiar, presentado sin presentarse a los exámenes, y lo que ya es de nota, un máster conseguido sin matricularse. Es difícil hacerlo peor, o mejor, según se mire. Pero más escandaloso aún que la ilegalidad en la obtención del presunto máster ha sido la contumacia de la expresidenta en sostener el timo. Su actitud responde, me parece, a un ejercicio supremo de cobardía, de miedo a la vergüenza pública. De poco le ha servido. Pese a su resistencia, ahora todo el mundo la señala como lo que es, una tramposa de tomo y lomo, y lo que es peor, una embaucadora capaz de hundir el prestigio de toda una universidad pública con tal de salvar su culo, digamos que bananero.
¡Tanto le habría costado reconocer la falsedad del título desde el principio, incluso metiendo al siempre comprensible error humano por medio! Habría sufrido igual el desprecio de la gente, sí, pero al menos habría dejado un buen recuerdo, el de mostrar un mínimo reflejo de honradez. Al final, caerá, y con deshonor por partida doble, por lucir un título que no consiguió limpiamente y por insistir en el fraude de que sí. Insiste la expresidenta en que ella posee legítimamente su título, que la culpa debe recaer en la URJC, que cometió errores administrativos, no solo con ella, también con más alumnos. Otra falsedad. Con todo, hasta dicen que ha barajado la posibilidad de devolver su título, olvidando nuestra licenciada vidriera el viejo brocardo romano, nemo dat quod non habet.
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Desde que eldiario.es destapó la falsedad del máster de Cifuentes, se han planteado muchas preguntas sin respuesta sobre este caso, y cuando la expresidenta las contestaba era para seguir mintiendo y añadir más sombras sobre su persona y sobre su expediente académico. En este embrollo adquirió carácter de prueba definitiva el TFM, el trabajo de fin de máster, bien que enseguida se comprobó que ni con ese documento debidamente registrado se podía convalidar tal cúmulo de irregularidades. Siempre me sorprendió, además, que ni siquiera citase el contenido de dicho trabajo, ¡qué menos que acordarse de qué iba el puñetero TFM! Lo cierto es que ya nadie se lo pide porque ya todos sabemos que no lo preparó y por tanto mucho menos pudo defenderlo ante un tribunal públicamente.
Solo hay una prueba definitiva, esta sí, que le ayudaría a rehabilitar parte de su honor perdido. Una nota resolvería todo su drama, ya fuera en papel o en una pantalla, un mensaje dirigido al director de dicho máster o al rector, en fecha posterior a la concesión improcedente de su título y anterior al descubrimiento del engaño, un mensaje cuyo texto expresara su sorpresa ante el reconocimiento de un mérito académico que no le correspondía y en el que instara a una rectificación urgente que pusiera las cosas en su sitio. Con esa carta habría saldado su deuda con la sociedad. Su nombre quedaría a salvo. Me temo que no existe. De ahí que, en su huida a ninguna parte, decidiera culpar a la universidad de un error administrativo, lo cual carece de sentido cuando todas las pruebas objetivas demuestran que el título no existió, fuera de las falsificaciones que lo crearon. Y si ello es así para la autoridad universitaria, la segunda instancia que mejor puede conocer la verdad de la falsedad del máster es la interesada que figura como acreedora del mismo pero que nunca denunció dicho error. ____________
Gonzalo de Miguel Renedo es socio de infoLibre
Para cuando se publique este artículo, Cristina Cifuentes ya debería haber dimitido de su cargo de presidenta del Gobierno de la Comunidad de Madrid, por lo que desde ahora me dirigiré a ella como la expresidenta. La historia del caso Cifuentes la conocen de sobra, un máster por la Universidad Rey Juan Carlos (URJC) obtenido sin obtener, cursado sin cursar, estudiado sin estudiar, presentado sin presentarse a los exámenes, y lo que ya es de nota, un máster conseguido sin matricularse. Es difícil hacerlo peor, o mejor, según se mire. Pero más escandaloso aún que la ilegalidad en la obtención del presunto máster ha sido la contumacia de la expresidenta en sostener el timo. Su actitud responde, me parece, a un ejercicio supremo de cobardía, de miedo a la vergüenza pública. De poco le ha servido. Pese a su resistencia, ahora todo el mundo la señala como lo que es, una tramposa de tomo y lomo, y lo que es peor, una embaucadora capaz de hundir el prestigio de toda una universidad pública con tal de salvar su culo, digamos que bananero.