Desde la cuneta

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Ximo Estal Lizondo

No sé cuánto tiempo ha pasado, ni cuánto tiempo llevo aquí enterrado bajo kilos de arena sobre lo único que me queda: los huesos. Junto a mí, hay tres casquillos de balas oxidadas, un trozo de cuerda deshilada, podrida, sobre los huesos de mi muñeca. A mi lado hay más huesos, los de una chica que no tendría 18 años, las de mi amigo que era agricultor y los del alcalde de mi pueblo, una gran persona que no había dicho mal a nadie; bueno, ninguno de los que estamos bajo esta losa de arena...

Somos cuatro, eso creo, los que estamos bajo la cuneta, cerca del pueblo donde vivíamos. Lo recuerdo, los huesos enterrados en las cunetas también recordamos, era un día del mes de abril de 1938. Llovía mucho, cuando ellos entraron en casa, arrogantes, gritando palabras irracionales, insensatas, con armas amenazantes, golpeando no solo a mí, sino también a mis hijos, a mi compañera. Me sacaron a trompicones, después de atarme las muñecas, volviendo a gritar esas palabras irracionales e insensatas que no tenían explicación. Mi único delito, como el de mis compañeros, era haber defendido el orden constitucional que las urnas, de manera democrática, habían pronunciado.

Yo solo defendía la libertad, quería la convivencia entre todos. Pero para ellos ese acto racional, sensato de pedir la libertad e igualdad era un delito de sedición y rebelión. Nos subieron en una vieja camioneta. Durante el trayecto, nos mirábamos, no comprendíamos el porqué de lo que estaba sucediendo. Después de unos minutos, nos bajaron golpeándonos y sin decir nada solo repitiéndonos, una y otra vez de manera grotesca y hasta circense, las palabras irracionales e insensatas, dispararon. Vi caer a la chica mientras de sus ojos brotaban lagrimas, a mi amigo levantando el puño y con un gesto de tristeza, al alcalde gritando, mientras caía, "viva la república". Cuando de pronto, sentí en mí, un fuerte dolor en el pecho. Me desplomé. Sentí cómo la vida se me iba. No podía respirar. Pero me sentía feliz. Por mi pasaban las imágenes de mis hijos, de mi compañera felices corriendo por los prados del pueblo, libres. De repente mi cuerpo se desplomó lentamente hacia el suelo y todo se volvió oscuro. Me ahogaba. Dejé de respirar mientras mis ojos veían el rostro de mis ejecutores riendo y orgullosos de su hazaña: Habían matado a cuatro inocentes cuyo delito solo había sido ser fiel a la Constitución, a los principios del pueblo.

No sé si mis compañeros y yo saldremos de aquí o estos huesos se fundirán, con los años, con la arena que nos envuelven, que nos impide ser libres, incluso cuando estamos muertos. ¿Para cuando se respetará nuestra dignidad?

Esto puede ser un relato de ficción, pero quiero que sea el relato, el grito de todos y todas aquellos y aquellas que todavía permanecen en las cunetas, que necesitan que sus cuerpos sean desenterrados, recibir una sepultura digna, que la Ley de Memoria Histórica se cumpla; puesto que  hasta que no se haga, este relato de ficción, es la cruda realidad de los miles de seres humanos que permanecen en las cunetas solo por el mero hecho de defender lo que el pueblo decidió, votó y refrendó en unas urnas que unas elecciones legalmente convocadas, democráticas y libres, bajo un poder legalmente establecido promulgó. Cumplir la memoria histórica es dignificar a esos seres humanos y la libertad de todos y todas que todavía creemos en la democracia y en sus valores. __________

Ximo Estal Lizondo es socio de infoLibre

No sé cuánto tiempo ha pasado, ni cuánto tiempo llevo aquí enterrado bajo kilos de arena sobre lo único que me queda: los huesos. Junto a mí, hay tres casquillos de balas oxidadas, un trozo de cuerda deshilada, podrida, sobre los huesos de mi muñeca. A mi lado hay más huesos, los de una chica que no tendría 18 años, las de mi amigo que era agricultor y los del alcalde de mi pueblo, una gran persona que no había dicho mal a nadie; bueno, ninguno de los que estamos bajo esta losa de arena...

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