Ergástula de oro

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Manuel Jiménez Friaza

No puedo evitar sentir sonrojo y escándalo interior cuando sigo de lejos, a través de los medios, ese tráfico obsceno de los fichajes que ya empieza y que llena sus secciones deportivas a lo largo y ancho del verano. Uso la palabra “tráfico” de forma intencionada, porque a excepción de la palabra maldita, todas las demás, que acompañaron durante siglos al comercio de hombres, se usan con total desparpajo en este renovado mercado. Con tanto descaro e inconsciencia, que si no se otorga a la ingenuidad y al desconocimiento, habría que pensar en el cinismo. Por eso lo llamo obsceno. Tal vez el deslumbramiento del dinero, la obscenidad también de esas rabelesianas cantidades de dinero de que hablan, nos vuelve ciegos para ver nada más.

Con qué pasmosa naturalidad se habla en el nuevo bazar de la compra y venta de jugadores, a los que, como en otros tiempos infames, se les realiza, antes de cumplimentar el pago, el “examen médico acostumbrado”, en el “razonable” cálculo de amortizar lo invertido que siempre caracterizó al tráfico negrero. Se debe asegurar la idoneidad de la compra ante la dura zafra de los goles.

No faltan, en este aggiornamento inconfeso, modalidades que podíamos llamar de leasing, más económicas y de conveniencia, en forma de cesiones o traspasos en los que el jugador está condenado a muerte civil. A veces, se usan también como métodos de castigo a jugadores insumisos que, sin su “carta de libertad”, son díscolos o protestan. Así, la posibilidad de ceder a un jugador a un equipo —nacional o extranjero da igual en este mercado globalizado— si no se aviene a razones en la renegociación de su contrato que, como tantos de cualquier rama del trabajo, son verdaderas férulas legales.

A Chesterton no le gustaba el capitalismo porque es feo, injusto y necio, pero seguramente nunca pensó en la necedad, la fealdad y la injusticia del neoesclavismo que late tras nuestros admirados, multimillonarios y desprevenidos deportistas, tan inconscientemente encerrados en su ergástula de oro

Los mismos jugadores asumen y utilizan ese lenguaje degradante y se prestan a firmar desmesuradas cláusulas de ruptura, sin saber al cabo que representan el antiguo drama de ajustar el coste de la manumisión. Como sabemos, el dinero no huele, y esa virtud que “purifica” siempre su origen es la única explicación posible para entender tal complicidad colectiva en torno a este lenguaje infamante.

Otras formas de esclavitud encubiertas subsisten junto a ésta, y otras más explícitas aparecen de forma periódica en los mentideros de la información. Aunque siempre comentadas en voz baja y con la tranquilidad de que ocurren lejos, en África, en Asia, en Europa del este, en Latinoamérica. Y de este modo los criminales traficantes de órganos, o los explotadores de mujeres y niños –que trabajan en las mismas condiciones que denunciaban Marx o Dickens en el siglo XIX– no perturban, parece mentira, nuestra conciencia. Pero está todo peligrosamente cerca, como la esclavitud bancaria de las hipotecas

A Chesterton no le gustaba el capitalismo porque es feo, injusto y necio, pero seguramente nunca pensó en la necedad, la fealdad y la injusticia del neoesclavismo que late tras nuestros admirados, multimillonarios y desprevenidos deportistas, tan inconscientemente encerrados en su ergástula de oro.

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Manuel Jiménez Friaza es socio de infoLibre.

No puedo evitar sentir sonrojo y escándalo interior cuando sigo de lejos, a través de los medios, ese tráfico obsceno de los fichajes que ya empieza y que llena sus secciones deportivas a lo largo y ancho del verano. Uso la palabra “tráfico” de forma intencionada, porque a excepción de la palabra maldita, todas las demás, que acompañaron durante siglos al comercio de hombres, se usan con total desparpajo en este renovado mercado. Con tanto descaro e inconsciencia, que si no se otorga a la ingenuidad y al desconocimiento, habría que pensar en el cinismo. Por eso lo llamo obsceno. Tal vez el deslumbramiento del dinero, la obscenidad también de esas rabelesianas cantidades de dinero de que hablan, nos vuelve ciegos para ver nada más.

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