Entre los recursos con los que contamos los seres humanos para justificar nuestras ínfulas de superioridad jerárquica en el mundo animal, se halla el lenguaje; y seguramente sea el más socorrido de todos. Tuvo cierto éxito en su momento la expresión «animal simbólico» acuñada por el filósofo neokantiano Ernst Cassirer para ofrecer una de esas definiciones antropológicas esencialistas en la línea de la racionalidad y la sociabilidad. El lenguaje, ciertamente, es el producto cultural por excelencia; factor decisivo en el proceso de humanización que eleva la condición humana desde lo puramente natural a una dimensión de significados la cual impregna toda la realidad sin dejar resquicio. Así se construye lo que llamamos mundo, que es un universo de sentido, de jerarquía ontológica, del que carecen las demás especies animales que sepamos. Aunque tengan sus propios sistemas de comunicación les falta el poder de la universalidad semántica que el lenguaje humano sí tiene. Gracias a él cuentan para los humanos aquello que ya no existe, o que todavía no existe, incluso lo que no puede existir. Con él podemos viajar en el tiempo, y en los libros en que los autores plasman sus palabras hallamos un cierto remedo de inmortalidad. Todo esto –insisto– es lo que viene a ser la universalidad semántica del lenguaje humano, su característica específica.
La lengua que cada cual habla, en la que piensa y sueña es un ingrediente esencial de su mundo. Se puede decir que éste en gran medida es constituido por aquélla. Entre los elementos que componen ese su mundo está el que ocupa su centro de gravedad, a saber, la identidad del propio individuo. Cada cual la define en gran medida nutriéndose del medio cultural en el que se cría. No por casualidad nos referimos a la lengua con la que empezamos a levantar nuestro mundo (de significado) mediante la expresión «lengua materna». Esa lengua en la que pensamos, nos significamos y establecemos lazos de comunicación nos da a luz al mundo. Y como un organismo vivo muta con él.
La fragmentación lingüística es inducida por el aislamiento entre los diversos grupos humanos y es expresión de la diversidad cultural, o sea, la diversidad de mundos donde se fragua la identidad de cada individuo. Aún hoy el mayor número de lenguas diferentes se registra en la Amazonia, por los muchos territorios aislados a causa de la gran cantidad de corrientes de agua que lo surcan. En un pasado no muy lejano, también en Europa existía una considerable variedad lingüística que la forja de identidades nacionales redujo de manera notable hasta el punto de que, actualmente, consideramos un hecho natural y de inmemorial antigüedad que cada país tenga su única y singular lengua nacional. Pero durante siglos no existieron las lenguas oficiales; ni siquiera cuando el imperio romano dominaba gran parte del continente el latín gozaba de esa condición, aunque es verdad que tras el fin de la antigüedad, los eruditos europeos tuvieron en la lengua de Roma su medio de comunicación universal. El profesor del CSIC Javier López Facal nos recuerda, en su delicioso libro titulado Breve historia cultural de los nacionalismos europeos, que hubo un tiempo en que la secular hegemonía de Francia impuso el francés como la lengua de los reyes y de las cortes en muchos países europeos, mientras el pueblo llano hablaba su dialecto y los profesores de las universidades escribían y se comunicaban en vetusto latín. Tal coyuntura lingüística respondía a un orden político en el que a las cortes reales les traía sin cuidado la comunicación con sus súbditos. No es el caso de nuestro mundo global, esa especie de aldea preñada de universos simbólicos distintos en la que tienen que convivir estrechamente identidades culturales diversas, muchas de ellas con su lengua propia decisiva para mantener la solidaridad dentro de cada grupo étnico. Sobre este multiculturalismo de los barrios y las ciudades se enseñorea la lengua internacional de las finanzas, la ciencia y la tecnología que es el inglés.
Las lenguas dejan de ser un instrumento de comunicación para convertirse en un tótem sagrado cuando se hacen nacionales otorgándoseles entidad metafísica por un fascinante proceso de hipóstasis. Entonces interesa su poder de diferenciación como elemento identitario que refuerza el sentimiento de pertenencia a una tribu. En su momento fue una decisión política consciente la escolarización de la población en la lengua nacional, producto ésta de un diseño artificial a partir de las espontáneas variantes lingüísticas que servían a los intereses vitales de los miembros de una comunidad. Así sucedió en Noruega y en Francia en el siglo XIX; en Grecia y en Israel ocurrió en el XX con la elección e implantación, respectivamente, del demótico y el hebreo bíblico moderno. Más recientemente está ocurriendo en la antigua Yugoslavia, con un proceso político de distinción entre serbios y croatas hablantes de la misma lengua, aunque con diferencias dialectales de poca relevancia. Desde que son Estados independientes han iniciado un proceso de diferenciación lingüística consciente y sistemático a base de elegir variantes fonéticas, morfosintácticas y léxicas que los alejen al uno del otro. En estos momentos, mientras escribo estas líneas, los promotores del Estado soberano catalán ya han reservado a su lengua materna el estatus de lengua oficial en su diseño político de la inminente independencia; así se hace país.
Lo que la historia viene a demostrar sobre este particular –como advierte certeramente el profesor López Facal– es que: «Los nacionalistas no parecen comprender ni aceptar que nación, Estado y lengua no tienen por qué coincidir necesariamente; es más, casi nunca ocurre esa especie de conjunción trinitaria, a no ser que se acometan desplazamientos masivos de la población en nombre de una ideología o se ningunee a una parte considerable de la ciudadanía». Consecuentemente es un error hacer de la lengua un asunto político. La lengua no es ningún ente o «animal metafísico» en expresión de Jesús Mosterín, así que no es portadora de intereses y derechos. Es un espontáneo producto histórico-cultural al servicio de la comunicación de los individuos, los cuales son los genuinos tenedores de los derechos lingüísticos. Según este planteamiento carece de sentido la existencia de lenguas oficiales, y por ende tampoco hay justificación para el artículo 3 de nuestra Constitución.
Actualmente, el temor a la pérdida de la identidad cultural y nacional es un elemento con el que hay que contar a la hora de comprender y afrontar políticamente las tensiones que la diversidad genera en la convivencia de los Estados nación forjados en la modernidad –entidades transidas de imperfección nacidas del capricho histórico y no de la racionalidad, que exigirían en la era presente una actualización de sus presupuestos–. Ello tiene su reflejo en el hecho lingüístico dado que a la lengua –como he señalado– se le confiere un papel crucial en el establecimiento y preservación de la identidad nacional; por eso los grupos nacionalistas dentro de Europa son proteccionistas lingüísticos frente al avance del inglés como idioma de comunicación transnacional. A la vez se asume en la práctica que la política lingüística para con los migrantes ha de ser la de la asimilación en la mayoría de los Estados europeos, lo que implica el desprecio de sus derechos lingüísticos. Para la investigadora de la cuestión, Paola Catenaccio, esta actitud refleja otra de las tensiones que genera el doble fenómeno contemporáneo de la globalización y el multiculturalismo, y que se manifiesta en el temor a la agresión identitaria que inflige la pinza conformada de un lado por una globalización invasiva que tiene en el inglés su «lingua franca» y, de otro, por la migración multicultural que socava la armonía que se supone intrínseca a toda sociedad homogénea.
La referida lingüista italiana en un reciente artículo titulado Globalisation and multiculturalism. Considerations on language use, identity and power se muestra escéptica respecto a la efectividad de las políticas lingüísticas, pues son variados los factores que determinan la muerte o supervivencia de las lenguas atendiendo a una compleja combinación de causas y efectos psíquicos, emocionales y socioeconómicos, lo que hace muy difícil que se pueda abordar el asunto con neutralidad política. La supervivencia de una lengua minoritaria, como la de los emigrantes en un país extranjero, depende de un delicado balance entre poder e identidad. En tanto que prevalezca el valor de la identidad la lengua minoritaria tendrá una oportunidad de supervivencia en el grupo; pero si la lengua mayoritaria está asociada al mayor prestigio y al progreso en el estatus ella será la que vaya ganando hablantes. En cualquier caso, lo que se deriva de los estudios tenidos en consideración es que más allá de las condiciones políticas y socioeconómicas que pueden hacer peligrar la supervivencia de una lengua, ésta depende en última instancia de que la usen sus hablantes. Lo que es congruente con lo expuesto más arriba, a saber, que las lenguas no son «animales metafísicos», sino instrumentos culturales producidos por el fenómeno de la comunicación que practican individuos concretos. La política lingüística, entonces, ha de tener como objeto el establecimiento de las condiciones idóneas para que cada uno pueda expresarse en la lengua que escoja libremente. ________________
José María Agüera Lorente es socio de infoLibre
Entre los recursos con los que contamos los seres humanos para justificar nuestras ínfulas de superioridad jerárquica en el mundo animal, se halla el lenguaje; y seguramente sea el más socorrido de todos. Tuvo cierto éxito en su momento la expresión «animal simbólico» acuñada por el filósofo neokantiano Ernst Cassirer para ofrecer una de esas definiciones antropológicas esencialistas en la línea de la racionalidad y la sociabilidad. El lenguaje, ciertamente, es el producto cultural por excelencia; factor decisivo en el proceso de humanización que eleva la condición humana desde lo puramente natural a una dimensión de significados la cual impregna toda la realidad sin dejar resquicio. Así se construye lo que llamamos mundo, que es un universo de sentido, de jerarquía ontológica, del que carecen las demás especies animales que sepamos. Aunque tengan sus propios sistemas de comunicación les falta el poder de la universalidad semántica que el lenguaje humano sí tiene. Gracias a él cuentan para los humanos aquello que ya no existe, o que todavía no existe, incluso lo que no puede existir. Con él podemos viajar en el tiempo, y en los libros en que los autores plasman sus palabras hallamos un cierto remedo de inmortalidad. Todo esto –insisto– es lo que viene a ser la universalidad semántica del lenguaje humano, su característica específica.