Todo el proceso hasta desembocar en la gran recesión actual ha sido y sigue siendo, según el científico social escocés Mark Blyth, la “mayor operación de engaño con señuelo de la historia moderna” (citado por Mónica Andrade, en su entrevista a Joaquín Estefanía, en ctxt).
Vaya por delante que, en esta línea de pensamiento, debemos procurar no perder de vista algo que resulta decisivo: la gran mayoría de las decisiones que se han ido tomando en materia de política económica y en otros muchos aspectos de la vida social no constituyen errores, que es lo que se suele decir cuando se constata que la manida recuperación no es tal y la crisis sigue rampante. No se equivocan los responsables de las decisiones, lo que en realidad hacen es ocultarnos sus propósitos. Cuando entendemos esto, nos damos cuenta de que las políticas adoptadas son acertadas, pero no para salir de la crisis sino para construir una sociedad más desigual soportada por un nuevo modelo económico, con el objetivo último de consolidar y encumbrar los privilegios de aquellos que componen lo que se ha dado en llamar el "1% más rico". Como alguna vez dijo Churchill, al final de la Segunda Guerra Mundial y ante el previsible triunfo laborista en las siguientes elecciones, "para qué queremos un estado de bienestar".
Siguiendo esta aproximación a los acontecimientos se puede conseguir que una serie de tópicos y frases hechas de la jerga neoliberal y de la propaganda manejada por el "1%" empiecen a revelar su verdadero sentido:
"El déficit público debe contenerse y esto solo se consigue recortando gastos"; y hay que añadir: en particular, el gasto social. La trampa va resultando evidente, y quizás el que mejor la ha puesto de manifiesto recientemente ha sido el presidente Hollande al reaccionar ante los atentados de París: ha dicho que infringirá el límite de déficit de la UE para sostener el gasto adicional en defensa. Primero sorprende, porque entretanto los españoles tenemos que soportar la austeridad en forma de supresión de servicios sociales, pero luego se comprende: no se trata de déficit, y mucho menos de elevar la recaudación tributaria, que solo puede venir de ese "1%" -o del 30%, más probablemente- no castigado por la crisis; el control del déficit no es más que un "señuelo" para esconder la recomposición de los mercados: nuevos nichos allí donde se suprimen servicios públicos y se sustituyen por una gestión privada que se ensalza sin pudor (referencia obligada: la Consejería de Sanidad de la Comunidad de Madrid destinó el 41,5% de su gasto en 2014 al pago de servicios ajenos, es decir, compañías sanitarias privadas, por un importe de casi 3 mil millones de euros, según Auditoría Ciudadana de la Deuda de la Sanidad de Madrid. Y todo ello con un sobrecoste por prácticas corruptas, según un estudio de la Comisión Europea sobre el sector sanitario europeo. Una extrapolación simple conduce desde esa cifra a unos 20 mil millones de euros como dimensión global del mercado de la sanidad para el sector privado en España).
La recuperación de la sanidad pública, contrariamente al discurso oficial, no conduce a un gasto desbocado que podría multiplicar el déficit: este sigue entre nosotros a pesar del proceso de privatización.
"El mercado autoregulado asegura una trayectoria de salida de la crisis, siempre que se hagan las reformas necesarias". Bajo esta forma, u otra parecida, asistimos a una constante ceremonia laudatoria de la eficacia incuestionable de los mercados. Pero la historia económica moderna es concluyente: los mercados no se auto regulan porque esto no forma parte de su lógica intrínseca; la lógica de las empresas es la del máximo beneficio, y en esta carrera la eliminación de la competencia es el objetivo dominante de su estrategia de negocio. Es decir, los mercados oligopólicos desregulados constituyen el paradigma de la política económica para las grandes empresas, y ese es el camino seguido por su discurso ideológico y por su plasmación en las medidas económicas impuestas por la troika (el mercado eléctrico en España es la mayor demostración del despropósito, favoreciendo la maximización de los beneficios de las compañías que lo controlan a costa de los consumidores, particulares y empresas).
Sin control, los mercados producen las aberraciones que estamos padeciendo: los mecanismos de control eficaces son de sobra conocidos y tienen que ser recuperados, seguramente bajo la forma mixta de fiscalización y presencia de un sector empresarial público.
"El elevado coste del trabajo frena el desarrollo empresarial y debilita el crecimiento económico". Con este enunciado, como es obvio, se deja de lado todo propósito de modernización que conlleve aumentos de productividad y cualquier pretensión de redistribución de los resultados del crecimiento económico. La reforma laboral es entonces la estrella de la política económica, que produce el pretendido abaratamiento pero también, y sobre todo, la "expulsión" de una parte creciente de la población en edad de trabajar (y de sus familias, naturalmente). El término "expulsión" lo tomamos prestado de Saskia Sassen para ir más lejos que con el término "exclusión": entiendo que exclusión es un proceso dentro de la sociedad, que en tanto objetivo pasa a ser preeminente frente al abaratamiento de la mano de obra; en cambio la "expulsión" es un proceso que conduce a los confines de la sociedad y convierte a los expulsados en seres enteramente marginados. Según Saskia Sassen, "un ejemplo sería el creciente número de indigentes; de evacuados en los países pobres amontonados en campos de refugiados formales o informales; de discriminados y perseguidos en los países ricos depositados en prisiones; de trabajadores con el cuerpo destruido por el trabajo y que pasan a ser inútiles demasiado jóvenes; de una población activa que se considera que sobra y vive en guetos y barracones".
Existen vías para recuperar a la fuerza de trabajo primero excluida y luego expulsada: lo que hace falta es la voluntad política de emprender esos caminos.
"La globalización hace imposible la redistribución de renta entre clases sociales, entre ricos y pobres, entre capital y trabajo". Se niega, por tanto, cualquier posibilidad de reivindicación y cualquier atisbo de revisión del reparto existente. Pero no se dice nada - o se menciona con la boca pequeña - del control internacional de los movimientos de capitales, cuya libertad de desplazamiento y de ocultación está detrás de todo esto, puesto que permite al "1%" eludir toda nueva presión fiscal dentro de cualquier estado-nación. El objetivo instrumental sería entonces el de establecer controles a esos movimientos, con el fin de hacer posible la redistribución. Por lo demás, tales controles existen, formalmente o de manera implícita: para los movimientos de personas (controles en fronteras, impedimentos para la obtención de la residencia legal,.., y pueden llegar mucho más lejos a medida que se desmantela Schengen), de trabajadores (diferencias de lengua y cultura, pero también trabas al reconocimiento de las calificaciones y restricciones administrativas no reconocidas o temporales), de mercancías (requisitos de calidad a menudo utilizados como barreras comerciales, contingentes ocasionales, aranceles disuasorios,...), etc.
Los controles internacionales son imprescindibles para impedir o al menos limitar los desmanes financieros.
"Los atentados de París conducen o son una manifestación del estado de guerra", como ha dicho el presidente Hollande. La pregunta que surge de inmediato complica sin duda la reflexión: ¿guerra de quién contra quién? ¿en qué territorios? ¿con qué medios militares? Es evidente que la guerra está en marcha desde hace años, y se multiplicó con el derribo de regímenes dictatoriales laicos, convirtiendo a los países afectados en estados fallidos (Afganistán, Irak, Libia, Yemen...) y dejando el terreno libre para el despliegue de unos fundamentalistas inicialmente considerados como aliados de occidente. Una guerra larga - más de veinte años -, que se libra en los territorios de esos países -no en Europa- , con la participación muy mayoritaria de árabes y musulmanes - no de fuerzas militares o pueblos de occidente - y que produce allí la grandísima mayoría de sus víctimas, no en Madrid, Londres o París ). ¿Por qué, entonces, ese discurso de "esto es una guerra", iniciado abiertamente tras los atentados de París? La única explicación que encaja para todo esto, y la actuación del gobierno belga en Bruselas y la del francés tras los atentados de noviembre lo confirman, está en la evidencia creciente de que los gobiernos europeos necesitan cambiar el envoltorio para vender supresión de libertades, en una época en que la democracia les sobra a quienes dirigen el juego .
La lucha democrática está otra vez en primera línea, pero dadas las novedades de estas últimas décadas, ahora se trata de una lucha que también tiene que ser supranacional, porque los estados-nación se han quedado pequeños y, sobre todo, porque en sus territorios no se dirimen las cuestiones más críticas.
En esto y en muchas otras cosas de la misma especie consiste esa "operación de engaño con señuelo". Y, como dice El Gran Wyoming, en infoLibre (4 de enero de 2016), "La mentira como estrategia en la lucha política rinde beneficios, exclusivamente, a sus actores. No es obligatoria, es sólo una posibilidad".
Jacinto Vaello Hahn es socio de infoLibre
Todo el proceso hasta desembocar en la gran recesión actual ha sido y sigue siendo, según el científico social escocés Mark Blyth, la “mayor operación de engaño con señuelo de la historia moderna” (citado por Mónica Andrade, en su entrevista a Joaquín Estefanía, en ctxt).