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Mayte Mejía

Pone los pelos de punta un informe que ha sacado a la luz la ONG Human Rights Watch −Observatorio de Derechos Humanos− donde se cuenta lo que sigue. En un país insular de Oceanía, hay familias que, a los hijos que padecen alguna enfermedad mental, por miedo a que se vuelvan peligrosos y agresivos con los demás, los atan y encierran hacinados con los animales en los establos, o en habitaciones que nadie limpia, sin posibilidad de lavarse y donde orinan y defecan, aguantando el olor y el riesgo de infección hasta que el excremento se seca. Dos veces al día, a través de un agujero que después cierran por fuera con una trampilla, reciben su ración de comida, compuesta por un plato de arroz y un vaso de agua. Así durante años, hasta que a alguien se le ablanda el corazón y traslada el entuerto a una institución donde las cosas no son mejores y, ¡ahí se las apañen! La investigación de dicha ONG concluye aportando otro dato estremecedor, al descubrir que, a estas personas con discapacidad intelectual, se les aplican descargas eléctricas en frente y sienes, así como todo tipo de malos tratos y vejaciones. La cosa se agrava cuando son mujeres, ya que el personal encargado de custodiar a los encerrados se divierte abusando sexualmente de ellas, sin que nada ni nadie haga algo por impedirlo.

Esto que resulta tan surrealista está ocurriendo lejos, pero delante de nuestras narices acomodadas: ¿cuántas mujeres, hoy en día, viven bajo presión y calladas porque lo contrario significa más agresiones, violaciones, maltratos y explotación física? ¿Cuántos niños con perfil autista –a veces desarrollado dentro del ambiente crispado que sufren en sus familias− necesitan atención especial en el colegio y no la reciben porque los recortes han reducido la plantilla? ¿Cuánta información más podremos aguantar y procesar sin que pase nada, sin que estalle nada, sin que nadie se mueva de la foto? Y mucho más contundente: ¿Hasta cuándo durarán los efectos secundarios de la farfolla en la que algunos −a saber quiénes son− están empeñados en convertirnos? Sin embargo, de nosotros depende cambiar la dirección cuando la que llevamos no nos lleva a ninguna parte salvo al abismo.

Me preocupa bastante que las agallas se nos acostumbren a escuchar o leer este tipo de cosas y hacerlo con la misma o mayor pasividad con la que consultamos los anuncios por palabras, ya que permanecer más tiempo en estado silencioso, de alguna manera, hace que seamos cómplices por consentidores. Gabriel Celaya dijo que la poesía es un arma cargada de futuro, pero lo que el poeta no podía adivinar es que el futuro estaba lleno de desgracias, de polución adherida al corazón y empañando la empatía, de aprovecharse de las debilidades del otro porque todo vale, de encajar dolorosas carcajadas de humillación en las vaginas porque somos tan machos que hemos sido llamados a poblar el mundo, de mentir y peor aún, de mentirnos. De considerar que el semejante es gilipollas, y compartimentar la vida en paraísos fiscales para unos y manicomios −¿clandestinos?− para otros… Entremedias, mezclados y sin estorbarnos, sustentando la economía del mundo con pico y pala, nos movemos la gente menuda, los sin importancia, la población callada, el censo que con esfuerzo financia a los que atesoran sin límite y ayuda a los que no tienen… Los niños de la guerra, los desaparecidos, todas las víctimas, las mujeres asesinadas… Pero, pese a lo crudo de la realidad −cruel como la que apuntaba el informe de Human Rights Watch− los principios de solidaridad, justicia, igualdad y denuncia, siguen estando vigentes. __________________

Mayte Mejía es socia de infoLibre

Pone los pelos de punta un informe que ha sacado a la luz la ONG Human Rights Watch −Observatorio de Derechos Humanos− donde se cuenta lo que sigue. En un país insular de Oceanía, hay familias que, a los hijos que padecen alguna enfermedad mental, por miedo a que se vuelvan peligrosos y agresivos con los demás, los atan y encierran hacinados con los animales en los establos, o en habitaciones que nadie limpia, sin posibilidad de lavarse y donde orinan y defecan, aguantando el olor y el riesgo de infección hasta que el excremento se seca. Dos veces al día, a través de un agujero que después cierran por fuera con una trampilla, reciben su ración de comida, compuesta por un plato de arroz y un vaso de agua. Así durante años, hasta que a alguien se le ablanda el corazón y traslada el entuerto a una institución donde las cosas no son mejores y, ¡ahí se las apañen! La investigación de dicha ONG concluye aportando otro dato estremecedor, al descubrir que, a estas personas con discapacidad intelectual, se les aplican descargas eléctricas en frente y sienes, así como todo tipo de malos tratos y vejaciones. La cosa se agrava cuando son mujeres, ya que el personal encargado de custodiar a los encerrados se divierte abusando sexualmente de ellas, sin que nada ni nadie haga algo por impedirlo.

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