El Gobierno de los platos chinos Cristina Monge
Llorar a las nuestras
Vaya fechas que son para andar yo pensando en la muerte.
O quizá, precisamente, son las más indicadas para ello.
Ando pensando en la muerte y ando pensando en lo de llorar a nuestros muertos. Y en que nos dejen hacerlo en paz. Que, joder, digo yo que tendremos derecho a ello. Pero si hay personas que no piensan que algunas tengan derecho a vivir tranquilas, ¿por qué iban a pensar que tengamos derecho a estar tranquilas una vez muertas?
Y he vuelto a pensar en esto a raíz del fallecimiento de Marisa Paredes. Pero no (solo) por el golpe que ha supuesto para el mundo de la cultura de este país. No porque fuera una de las mejores intérpretes que hemos podido ver aquí, en Francia, Italia, o incluso al otro lado del charco. No solo por su carisma, su presencia, su talento. También porque era una mujer abiertamente de izquierdas. Y eso significa que, desde hace días, cada noticia, cada artículo, cada tuit o cada vídeo en redes está plagado de comentarios de hombres celebrando su muerte. Comentarios que no voy a replicar por respeto a su memoria, a sus seres queridos y cercanos y a cualquier persona con un mínimo de humanidad. Pero que están ahí, los primeros en cada contenido. Acumulando miles de “me gusta”. Recordándonos hasta dónde están dispuestos a llegar en su guerra particular en la que ya nos han declarado una diana.
Y pienso tanto en ello porque me trae a hace un año, con el fallecimiento de Itziar Castro. Eso sí que fue salvaje. Eso sí que fue dolor. No habían ni empezado a llorarla su familia y sus amigas, que cientos (o miles) de señores ya estaban dejándonos bien claro que no les bastaba con haber tratado de torturar a Itziar en vida. Ella no merecía estar tranquila ni muerta. Por mujer. Por lesbiana. Por feminista. Porque su cuerpo no era normativo. Porque cometió la indecencia de no existir por y para el consumo de los hombres. Los ataques no podían parar una vez ella ya no estuviera; debían afectar a toda persona que se sintiese cercana o afectada por su muerte, porque así todas aprenderían la lección: no seas Itziar.
Y pienso también en ello porque me trae a hace tres años. Cuando Samuel Luiz fue asesinado al grito de “maricón de mierda”. Cuando le pegaron una paliza mortal solo porque su identidad, su forma de expresarse, su cuerpo, no se amoldaban a las normas, y eso hacía que lo identificaran como una posible víctima. Como alguien a quien agredir y matar no era negativo. Al contrario: adhería “puntos” a la masculinidad hegemónica de quien lo hacía. A Samuel le montaron un altar improvisado, con velas, fotos y flores, en A Coruña. No pasaron muchas horas hasta que alguien fue a destruirlo. Samuel era maricón; lo que le pasó no era un mensaje solo para él. Lo era para el resto de maricones. Si dejaban que lo llorásemos, el mensaje se perdía. Un mensaje que era bastante claro: no seas Samuel.
Es terrorífico vivir en un mundo en el que existen tantas personas, si es que se las puede llamar así, empeñadas en recordarnos que hay vidas que importan y vidas que no
Y pienso también en ello porque me lleva a 2016 y, al mismo tiempo, a cada día que paso cerca del Parque del Oeste en Madrid. Porque rara vez no aprovecho para ir a ver la placa en homenaje a Cristina Ortiz, La Veneno. Y rara vez no está completamente vandalizada, si no directamente destruida. Con pegatinas nazis. Con mensajes ultraderechistas o transexcluyentes. “Sois patriarcado”, le pintaron en una de las ocasiones. A ella, que se vio obligada a vivir de la prostitución, que se le denegó una vida digna, que fue maltratada una y otra vez por cada hombre que pasó por su vida. Todo eso da igual. Cristina no puede descansar tranquila porque eso significaría que cualquier mujer trans puede estar tranquila en vida. Y no van a dejar que eso pase. Otra vez el mismo mensaje: no seas Cristina.
Es terrorífico vivir en un mundo en el que existen tantas personas, si es que se las puede llamar así, empeñadas en recordarnos que hay vidas que importan y vidas que no. Cuerpos llorables y cuerpos no llorables, en palabras de Víctor Mora en su libro ¿Quién teme a lo queer?.
'Lxs fachas nos quieren muertxs pero cuando nos morimos y nos lloran lxs nuestrxs, tampoco les parece bien. ¡Es que nunca están contentxs!”, escribía recientemente Bob Pop.
No, no van a estar contentos. Nuestro pecado de ser al margen de lo que ellos pueden pensar y ver, que es tremendamente limitado, nos convierte en cuerpos no llorables. Y es que la violencia correctiva hacia las mujeres, las LGTBIQ+, las racializadas, las gordas, etc, no se acaba ni siquiera cuando nos morimos. Porque el objetivo no es solo acabar con nosotras. El objetivo es que toda la que sigue existiendo de esta forma recuerde que, por ser quien es, estará destinada a estar por debajo. A existir para servirles a ellos. A ser el peldaño que ellos pisan para que puedan subir en la estúpida escalera de su absurda jerarquía social. Y si quieren que entendamos y acatemos esto, necesitan quitarnos hasta el más mínimo atisbo de humanidad y que nos creamos que realmente no tenemos derecho a él.
Lo que ellos no saben es que esto no solo nos causa dolor. También nos causa rabia. Y esa es la rabia que hará que nos tengan enfrente. Y esa es la rabia que hará que no dejemos sola a una sola compañera ante el más extremo de los odios, que es el suyo.
Me da igual si eso me señala para ser el siguiente en la lista. Yo no voy a dejar de llorar a las nuestras. Porque no quiero que gane el miedo. Y porque no quiero dejar nunca, jamás, de ser un poquito Cristina. De ser un poquito Samuel. De ser un poquito Itziar. De ser un poquito Marisa.
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