Cada vez más, la democracia es vista como un mero ritual. Se diría que, en cierto sentido, las sociedades occidentales en general viven una crisis del carácter democrático y del ejercicio activo de la ciudadanía. (Vaclav Havel)
Vivaqueamos tiempos convulsos atenazados por la desesperanza. Atrapados en la incertidumbre y sin certezas tranquilizadoras de futuro. Nos estamos jugando mucho. No solo nuestro proyecto y destino personal. También, el colectivo del grupo-tribu al que pertenecemos, con el que nos identificamos y cuyo ethos, en gran medida, compartimos.
Somos víctimas del frenesí de la satisfacción espasmódica. Adictos al hiperconsumo desaforado y a una hipercomunicación, que paradójicamente nos aisla socialmente; y a los que recurrimos como yonkis para paliar nuestra agobiante frustación y nomofobia. Hemos desertado de la frugalidad en lo material y del silencio reflexivo del tiempo vacío, para caer en un hedonismo compulsivo en el primer caso, y en un apremiante parloteo sobre lo trivial, intrascendente, engañoso o efímero en el segundo.
Hemos renunciado a la lentitud del relato sereno que, elaborado pausada y consensuadamente, proporcionaba continuidad, solidez y cohesión a la realidad caleidoscópica pero compartida con la otredad del diferente... del distinto. Nos disolvemos humanamente en redes, dicen que sociales. Cuando en realidad, chapoteamos en el remolino de tuits, likes y emoticonos compulsivos. Extrañados tras un alias virtual o reencarnados en un avatar inexistente.
Creíamos haber conjugado con éxito una dualidad conflictiva y perenne: cohesión social y libertad individual, gracias a la reciprocidad solidaria, emancipadora y responsable entre individuo y grupo. Sin renunciar por ello, a lo nuestro. Tampoco, a lo razonablemente mío. Regulando a la baja desequilibrios, avanzábamos paso a paso en la equidad; antesala obligada de límites imprecisos que nos acerca a la utopía igualitaria inalcanzable.
Hemos confiado en exceso en las bondades de un sistema: la democracia, que creíamos fiable y seguro; en la honestidad y buena fe de nuestros representantes libremente elegidos; en la transparencia ética y eficacia social de las instituciones democráticas; en el poder regulador del estado para atenuar desigualdades causantes siempre de fracturas sociales. Al hacerlo, hemos renunciado, como nos recordó Vaclav Havel, “a nuestra condición activa de ciudadanos comprometidos”.
Atomizados individualmente, con nuestra pasividad conformista, hemos dado paso a variantes anómalas cuando no patológicas de democracia. Y acceso al poder, a aquellos que nunca renunciaron a imponer su modelo... ¿aún minoritario?, disgregador, excluyente y sectario. Recurriendo a un relato plagado de mantras ideológicos y falacias históricas que tergiversan o niegan la realidad de hechos irrefutables.
Y todo ello, como denuncia el filósofo surcoreano Byung-Chul Han, diseñado desde un entramado invisible de intereses opacos del que muchos ciudadanos no somos conscientes. Una forma de dominación sutil, blanda, de apariencia benévola, en absoluto violenta, tampoco negativista, casi... seductora... Una autodominación voluntariamente impuesta opresora, pero que paradójicamente, de forma engañosa, nos reafirma como libres.
Autodominación a la que no son ajenos nuestros políticos sean del espectro ideológico que sean y determinante de la crisis profunda de credibilidad de la socialdemocracia. Depositaria del mejor modelo social redistributivo conocido y garante de las libertades y derechos ciudadanos. Desde siempre, condicionados de forma más o menos explícita (activa o pasivamente) por el poder económico. Ajeno al interés comunitario y al margen del control institucional democrático del estado.
¿Objetivo final?: la subversión y desguace del ethos común democrático: la masa crítica de valores y normas éticas (siempre susceptibles de mejora), que nos cohesionan como cuerpo social. Y que a pesar de las lógicas diferencias y legítimos intereses de sus partes, dan soporte imprescindible al conjunto haciendo viable la convivencia civilizada, respetuosa y pacífica fruto del buen juego político.
Una circunstancia hoy imposible en nuestra crispada realidad política nacional. Lastrada peligrosamente como está siendo, de forma mezquina e irresponsable, por el discurso y actitud de una oposición, ideológicamente incendiaria. Enrocada en el insulto irrespetuoso, la mala baba y la descalificación permanente del adversario.
En el anuncio de su despedida como comentarista de la actualidad política, Iñaki Gabilondo, entrevistado por infoLibre, de forma respetuosa e independiente, señas de identidad de las que impecable siempre hace gala (aunque a muchos les pese), realizó unas declaraciones que creo haber citado antes en un artículo en este diario digital y dignas de ser enmarcadas.
Sin rodeos, de forma precisa y rotunda, Iñaki Gabilondo calificaba de patología antidemocrática la oposición del PP: “Estamos aceptando todos en España con la más absoluta naturalidad que una oposición tiene por misión demoler todo lo que le rodea y eso me parece un verdadero error. Es una patología de la política. Un país no puede pretender vivir con el arrastre de medio país viviendo todos los días con el sueño de ver si se hunde todo lo que el Gobierno haga. Es absurdo. Es la depravación final de la democracia”.
La coyuntura es inquietante, y su salida complicada de persistir el PP enrocado en su aberrante labor de oposición; contribuyendo con su actitud a la degradación de la democracia. Alimentar el resentimiento ciudadano contra un Gobierno de coalición, legítimo y democrático, sin dar tregua como hace el PP enloquecido ideológicamente es, como señala Iñaki Gabilondo, una anomalía política, una versión patológica de la democracia, rayana con el fanatismo.
Poniendo palos en las ruedas en la búsqueda de un proyecto que palie la dura realidad socioeconómica de tantos españoles, con el único objetivo de reventar el gobierno de coalición; el PP, víctima de su paranoia, se autoexcluye y autoubica en la marginalidad del sistema democrático. Al hacerlo, lo más grave, renuncia a su obligado y legítimo papel constitucional de contrapeso y control del gobierno. Una tarea que ejecutada de forma exigente pero responsable es esencial en cualquier democracia que se precie.
Frente a esta deriva patológica y antidemocrática del PP, a los ciudadanos progresistas y comprometidos, independientemente del pelaje ideológico de cada uno y sea cual sea el partido nodriza de cada cual, solo nos queda la opción de prestar apoyo decidido, crítico y constructivo a las decisiones en extremo complejas de consensuar en el seno del gobierno de coalición, y de este, con los partidos que le prestan apoyo democrático impecable... y legítimo.
Hacer frente al peligroso desafío del PP va a exigir de políticos, instituciones y ciudadanos concernidos por aquél una actitud de transparente rigor democrático y compromiso ético. Haciendo gala de un espíritu cívico cooperativo y de una responsabilidad política ineludibles siempre, pero más en los tiempos turbulentos que corren.
Una “competencia virtuosa” (concepto atribuido a Iñigo Errejón) que genere expectativas de un progreso equitativo... ¡para todos!, y devuelva la confianza de los ciudadanos en el estado, las instituciones... y la política. Tarea nada fácil, pero no imposible. La alternativa, de momento (no hay otra) es inquietante. Ya que la versión patológica antidemocrática de un partido como el PP, hoy marginal, debiera ser por el prestigio de la democracia, puesta en cuarentena democráticamente.
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Amador Ramos Martos es socio de infoLibre
Cada vez más, la democracia es vista como un mero ritual. Se diría que, en cierto sentido, las sociedades occidentales en general viven una crisis del carácter democrático y del ejercicio activo de la ciudadanía. (Vaclav Havel)