Me sonrojó levemente la vergüenza ante la confesión que estoy a punto de hacerle al folio blanco que me observa indiferente dispuesto a consentirme los desvaríos cotidianos. Un secreto de amor desnudado ahora aquí, palabra a palabra, recuerdo a recuerdo, encaramado entre un párrafo y otro. Ahora que en los días soleados del ocaso, solo por unos segundos suelo recordar si era el viento del norte el que soplaba sobre mis mejillas besucón o era la velocidad frenética de mi vida la que me hacía sentirme de proa al viento, recuerdo la primera vez que contemple en su esencia mi unicornio; recuerdo su rostro, sus ojos enormes sonrientes siempre, su sonrisa gigante que babeaba flores por la comisura de los labios rosas.
Segundos más tarde, cuando entierro un recuerdo y vienen los dolores de parto del siguiente, tengo un pensamiento para aquel genio cubano espadachín del verbo, comandante del verso libre, que aseguraba haberlo perdido, aquel Silvio de apellido tan original como Rodríguez, que proclamaba a los cuatro vientos anuncios de búsqueda de su unicornio azul, el unicornio que yo robé. Confieso que en un lugar de La Habana de cuyo nombre no puedo acordarme porque aquella noche yo paseaba descalzo por las nubes y el ron era de pipa clandestina y era mitad guarapo mitad orujo diabólico y el tabaco de fumar era incienso para dioses Orishas, lo vi nadar chapoteando magia y cuando alargo su mano ofreciéndose no tuve duda, lo cogí, di gracias al firmamento y guardé silencio hasta el día de hoy.
Confieso, pero sin arrepentimiento, admito delito de robo, pero no culpa, porque yo no sabía, yo desconocía, que aquel unicornio de color azul amanecer plagado de caballitos de mar era de alguien, alguien que no fuera el universo estrellado, que no fueran los dioses trashumantes que acampan en los sueños de las muchedumbres, ¿quién podría suponer que ella perteneciera a un solo hombre, cuando su hechizo se puede propagar por todo el mundo? Sí, ella, porque el unicornio azul de Silvio siempre ha estado vestido de mujer, siempre ha sido en terminación femenina, porque en una selva de acantilados peligrosos, llena de callejones con barricadas de rocas afiladas, llena de cosas masculinas que tiene la vida cotidiana un unicornio azul solo puede ser milagroso, mágico y medicinal siendo... ella. Yo desde que dejé que su cuerno hechicero de cristal brillante fuera el segundero de las horas de mi vida la llamo por su nombre de verdad, por el más conocido, por su nombre popular, Esperanza.
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Este es el auténtico secreto, la confesión real, el unicornio azul perdido no era animal mitológico, sino llave maestra a miles de puertas que encierran, mundos y sueños, que abren noches de bodas con futuros felices, era un prodigio incomprensible creado por fantasías y sentimientos humanos, llamado Esperanza. A mí, la Esperanza, mi Esperanza, me miró coqueta aquella noche de hace siglos, en que vivir la fiesta de su sonrisa era la mejor de las excusas para ser ladrón del mejor de los tesoros, un tesoro que nadie desde entonces me ha podido quitar, ella, la Esperanza, un unicornio que no tiene precio y que es cabalgadura para a diario levantarse a pesar de ser yunque o martillo y esperar que del cielo caigan clavos. La Esperanza mía, que como buen unicornio siempre tiene alas multicolores abiertas para volar y me deja pasearme por los cielos, hacer cabriolas en las nubes del destino y mirar con sus ojos de águila los montes y valles de mi vida pasada para poder descubrir los oasis en el desierto de la vida futura con ella, con Esperanza.
Mi Esperanza que es también, lo reconozco, el unicornio perdido de toda la humanidad, ahora que se peina las canas con mi mismo peine es cada día más querida y necesitada, más órgano vital, más latido en el pecho. No quiero devolverla, ni a Silvio ni a la humanidad. Así es que, ahora que ha prescrito el delito por defunción de los siglos y que mi Esperanza y yo hace años que somos pareja de hecho y amantes de la vieja Verona si alguno de los presentes quiere, o le interesa, puede enviar misiva o epístola al señor Rodríguez, don Silvio, y explicarle que, en realidad su unicornio azul, no era suyo, ni era él, sino ella y que nadie se lo llevó, ni se perdió, sencillamente, su unicornio se llamaba Esperanza, era de toda la humanidad y yo cogí mi trozo.
José López es socio de infoLibre
Me sonrojó levemente la vergüenza ante la confesión que estoy a punto de hacerle al folio blanco que me observa indiferente dispuesto a consentirme los desvaríos cotidianos. Un secreto de amor desnudado ahora aquí, palabra a palabra, recuerdo a recuerdo, encaramado entre un párrafo y otro. Ahora que en los días soleados del ocaso, solo por unos segundos suelo recordar si era el viento del norte el que soplaba sobre mis mejillas besucón o era la velocidad frenética de mi vida la que me hacía sentirme de proa al viento, recuerdo la primera vez que contemple en su esencia mi unicornio; recuerdo su rostro, sus ojos enormes sonrientes siempre, su sonrisa gigante que babeaba flores por la comisura de los labios rosas.