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Y si… aquella tarde noche de hace 40 años

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Jesús María Montero Delgado

Las décadas van cayendo de forma impenitente y ya casi mis neuronas se alteran y colisionan cuando regreso a la tarde aquella de febrero de 1981. Tenía entonces 17 para 18 años y ahora al escribir escucho Volver a los 17, de Violeta Parra. Entonces, en aquellos tiempos de transición, yo llevaba casi un trienio de militancia juvenil comunista en Santander. Un curso académico después de salir de los Salesianos, en junio de 1977, había acudido a una reunión de las Juventudes Comunistas (UJCE) en un piso de la calle San José, frente a las viviendas militares, donde el PCE estuvo clandestino durante la dictadura franquista; y ya legalizado su sede fue por pocos años más, antes del traslado a la calle de Alcázar de Toledo, a un viejo edificio rehabilitado por los camaradas albañiles, presos y torturados, Julio Vázquez y Ángel Vejo. Este último, campurriano como yo, era familia lejana de mi madre, aunque tardé más tiempo en saber su padecimiento y también el de su mujer, Julia Ruiz, desde 1941 como enlaces que eran de la guerrilla en la comarca cántabra de Campoo; cosas del silencio impuesto en las familias españolas durante los cuarenta años de pesadilla franquista.

Fui a la reunión con otro compañero del instituto, Toribio, que había hecho unas caricaturas de Pinochet y Videla para unas jornadas que la organización juvenil en plena reconstrucción, tras expulsiones y abandonos, pretendía realizar para retomar la actividad. De aquella reunión salimos él como responsable de propaganda y yo de estudiantes; él dibujaba muy bien y yo era delegado en el INB José María Pereda. Hay que decir, para ser rigurosos, que fuimos como simpatizantes y salimos militantes porque ya queríamos serlo; pero lo de “dirigentes” fue porque éramos pocos y a todos los que estábamos en la reunión nos tocó una responsabilidad.

En la nueva sede, a los jóvenes comunistas, después de haber ayudado como peones, subiendo y bajando cubos de escombros, nos dieron la buhardilla, que decoramos con un mural nudista, dibujado por Toribio, con Marx y Engels de la mano, desnudos con las colitas al aire, que Jordi Solé Tura, el padre comunista de la Constitución, al verlo durante una visita explotó en alegres carcajadas. Menos gracia hizo a algunos de los veteranos antifranquistas nuestros escarceos con la “liberación sexual”, pues el mural les parecía una frivolidad y por muy ateos que fueran también lo consideraban un sacrilegio a los padres fundadores, a los santos varones de Don Carlos y Don Federico, redactores del Manifiesto Comunista…

Pero volvamos a aquella tarde, noche, madrugada y amanecer del 23 al 24 de febrero de 1981. A aquel 23F, el primero de mis acrónimos, antes incluso que el 15J y no digo el 11S, porque siempre será para mí 11 de septiembre y no el guarismo norteamericano –Allende vive; Allende hoy–. Volvamos, entonces, a aquella madrugada en que dormí unas horas después de escuchar el mensaje del rey comunicando su orden de acatamiento de las fuerzas armadas al sistema constitucional, y a quién cuatro años más tarde saludé en el marco de una audiencia real al Consejo de la Juventud de España.

Como todas las tardes desde que había asumido la secretaría política de la Juventud Comunista de Cantabria (JCC), el 23F al salir del instituto fui a la sede. Iba por la calle Cisneros cuidándome mucho de no pasar por la acera donde estaba la tienda de electricidad de Fuentes, el capo local de los Guerrilleros de Cristo Rey (GCR) de la época, y que años más tarde terminaría balaceado por el narcotráfico colombiano. Entré en una tienda de ultramarinos a comprar un donut y todo se volteó. El dueño de la tienda tenía puesta la radio, probablemente sería RNE, siguiendo la votación de ese día en el Congreso. Mientras esperaba a ser atendido un ruido raro en las ondas sacudió mi interior. Todos nos pusimos nerviosos al oír con claridad disparos en el hemiciclo. Alguien exclamó: “¡Dios mío!”. No recuerdo si compré mi merienda, pero sí que salí sin decir nada y bajé corriendo la calle Peñas Redondas, donde estaba la sede de la CNT, muy próxima al nuevo local del PCE.

Nervios. Tensión. Caras serias. Idas y venidas por el amplio local… “¡Joder!… Otra vez, igual... Este país no tiene solución...”. Y cuando sobre las 8 de la tarde supimos del bando de Milans del Bosch, más tensión, más nervios. No era para menos, oyendo por la radio el ruido de los tanques rodando sobre el asfalto de Valencia en medio del silencio de la noche. El bando imponía la jurisdicción militar, prohibía las actividades públicas y privadas de los partidos políticos y las huelgas (consideradas, sedición) y establecía un toque de queda desde las 21h hasta las 7h de la mañana. Milans asumió el control del poder judicial y administrativo y agrupó a todos los cuerpos de seguridad del Estado bajo su autoridad. "Estas normas estarán en vigor el tiempo estrictamente necesario para recibir instrucciones de S.M. el Rey o de la superioridad", rezaba el bando militar.

Los más veteranos, curtidos en la larga y dura dictadura, trataban de calmar a quienes estábamos más nerviosos y más vehementes. Cosas de la juventud. Cómo no estar preocupados si hacía 15 días nos habían puesto una bomba en la puerta del local, durante una visita de Santiago Carrillo a Santander el sábado 7 de febrero que incluyó un acto público en el paraninfo del palacio de la Magdalena… –por la noche recuerdo asistir a una cena en el restaurante Cormorán del Sardinero, donde descubrí a los 17 años ese postre tan parisino del souflé–.

Aquella tarde del 23F la dirección regional del partido estaba reunida y en contacto con la Trini, sede del Comité Central del PCE en la calle Santísima Trinidad de Madrid, desde donde Enrique Curiel, que había conseguido salir del Congreso asaltado, coordinaba en esas horas la dirección comunista. Nosotros en la buhardilla nos mirábamos y de vez en cuando entre tacos pensábamos qué hacer, mientras esperábamos a que la dirección del Partido nos diera instrucciones. Ya sabíamos la gallardía de Gutiérrez Mellado, al que no pudo zancadillear el traidor Tejero. También, claro, que Santiago Carrillo había permanecido, como Suárez, sentado en su escaño, sin echarse al suelo, con su sempiterno cigarrillo en la boca. Orgullo sentimos, en la buhardilla de la sede: “Qué cojones, los del viejo, tío”.

La consigna era no echar más leña al fuego. Había que esperar acontecimientos y organizarse. Se tomaron algunas medidas de seguridad, como sacar de la sede los archivos de la afiliación, y cinco dirigentes pasaron a la clandestinidad: Martín Silván y Vitoriano Fernández –con ambos volví a coincidir en la primera hora de Podemos–, Ezequiel Casuso y Fernando Pérez –a quien siempre he considerado mi padre político desde aquella primera reunión de mi ingreso en la UJCE, por más que nuestras trayectorias políticas se separasen hace algunos años– y un quinto miembro que no he sido capaz de recordar o documentar. Desde el primer momento se estableció la coordinación con la dirección de Comisiones Obreras, con su líder histórico José López Coterillo a la cabeza, y también se buscó refugio para el entonces secretario general, Ambrosio San Sebastián, que formaba parte de aquel círculo de exiliados comunistas en París y que moriría cuatro años más tarde.

Como en el caso del piso clandestino frente a las viviendas militares, el piso de seguridad de la dirección clandestina esa noche estaba, digamos –tampoco hace falta precisar todo– en el entorno del paseo que empieza en la segunda playa del Sardinero y acaba en Castelar frente a la bahía. La eficacia de la organización clandestina del PCE es lo que permitió sostener ininterrumpidamente la lucha contra la dictadura de Franco a pesar de detenciones, torturas, presos y fusilamientos. Por eso los pisos no se tenían donde los esperaban la policía, sino donde les pareciera inimaginable; como frente a las viviendas militares durante la dictadura en Santander o como el piso de seguridad del 23F en la zona rica de la capital cántabra.

Nosotros preparamos una octavilla para repartir en los institutos al día siguiente, pero no le dimos a la multicopista porque hubiera hecho falta el cliché, y este nos lo hacía Emiliuco Rodríguez, un camarada que trabajaba en una imprenta de offset y cuyo oficio había aprendido después de haberse encargado de la vietnamita dentro del clandestino aparato de propaganda, una de las estructuras más peligrosas si te pillaban durante la dictadura. En la octavilla, alineada con el manifiesto que había redactado la dirección del Partido, llamábamos a defender la Constitución, convocar asambleas y prepararse para una huelga general si el golpe triunfaba. No las imprimimos. Tampoco fue necesario repartirlas.

El golpe había fracasado, aunque hubo efectos políticos como la LOAPA, ese polvo de la armonización del proceso autonómico, del que vienen los lodos actuales del conflicto territorial, y otros ajustes vendrían para consolidar el régimen bipartidista, como “nombrar” a un jefe de la oposición, estatus no constitucional inventado por González para blindar la alternancia entre el PSOE y el PP. No comparto las críticas que se hacen a la transición de la dictadura a la democracia. Me parecen injustas y adanistas. El problema no está en la transición, sino en la consolidación democrática desde el 82, liderada por González y rematada por el suboficial de las Azores, the friend Ansar. Es en esos 14 más 8 años donde se construyó una democracia desmoralizada, de moral baja en palabras del profesor Aranguren, cuya máxima expresión es el hilo continuo de casos de corrupción política desde aquel director general de la Guardia Civil y aquel presidente del Banco de España, pasando por Filesa, hasta la orgía pepera en un desenfreno solo explicable por un convencimiento de impunidad –solo hay que mirar la situación jurídica, salvo tres o cinco, del primer Consejo de Ministros de José María Aznar–. Es en esas legislaturas donde se hizo la lectura inmaculada de la transición, donde se olvidó la memoria de los republicanos y de los luchadores y luchadoras antifranquistas y se blanquearon las biografías de políticos del régimen dictatorial.

Pero el shock no nos lo quitaba nadie al anochecer el 23F, aunque la camaradería de la organización nos hacía sentirnos seguros y decididos. No tengo muchos recuerdos, como si una niebla los ocultase o borrase; como si el miedo paralizase la memoria de aquellas 18 horas hasta el amanecer del día siguiente. En la televisión había música militar; mal asunto, peor presagio. Un objeto de lujo fueron los transistores en esas horas, en ese tiempo-ahora (jetzteit) del que hablaba Walter Benjamin, y no retransmitían partidos de futbol, aunque la sección deportiva de Hora 25 que llevaba José María García era la fuente de información nocturna.

No recordaba, por ejemplo, que no fui a dormir esa noche, con la lógica preocupación de mis padres, a los que llamé a la hora de la cena para que estuvieran tranquilos y ya por la mañana cuando fui al instituto. Y qué hice, qué hicimos desde las 8 de la tarde a las 8 de la mañana. Nos dividimos en pequeños grupos de cuatro, cinco, seis camaradas, y nos dedicamos a pasear por la Comandancia de la Guardia Civil en la calle Alta, el Gobierno Civil y Militar de la Plaza Porticada, y el Regimiento Valencia con su unidad militar ABQ, preparada para la guerra atómica, biológica y química, ya ves tú. El cuartel estaba en el camino del Alta, de Pornillo a Miranda, y llamada desde 1937 calle General Dávila. Una ignominia ser la única ciudad del mundo que tiene dedicada una calle al felón general que dirigió los bombardeos de la Legión Cóndor y la aviación italofascista sobre la población de Santander durante la guerra.

Yo subí en el grupo que fue al cuartel militar, porque era mi zona y la conocía bien, muy bien. Incluso conocía la distribución interna del cuartel, pues desde las ventanas del campanario de la iglesia María Auxiliadora de los Salesianos o desde la azotea del edificio de Formación Profesional cuando subíamos para descender rapelando, muchas mañanas de sábado de boy scout veíamos la distribución del cuartel, dónde estaba por ejemplo el edificio donde guardaban armamento y elementos de cuero, o el garaje de los camiones o las cocinas. Antes de subir la cuesta de la Atalaya hasta el Regimiento, nos pasamos por el Ayuntamiento para observar la comisaría de la policía municipal; no presentaba signos externos preocupantes. En el cuartel vimos reforzada la vigilancia en todas las garitas y en la puerta principal, además de un ir y venir de reclutas a los que habían retirado el pase pernocta y los permisos de la tarde.

No recuerdo con quiénes de La Juve estuve esa noche, quizás Ana, Martín…, ni con quiénes del Partido compartimos “la imaginaria”, pero debió ser un matrimonio, porque vimos en una casa el mensaje del Rey; hoy al recordar incluso apostaría que fueron Emiliuco y su mujer Flor. A partir de ahí se me borran los recuerdos; es como si descansara de la tensión acumulada. Supongo que nos abrazaríamos y besaríamos, conscientes de que el golpe no podría triunfar tras ese comunicado, y dormiríamos algunas horas para al amanecer irnos quizás a los astilleros, que todavía ocupaban Gamazo, al lado de Puertochico, antes de su desmantelamiento en la mal llamada reconversión industrial de los gobiernos de Felipe González. Sé que compré la prensa en el primer quiosco que encontramos. Conservo aquella edición especial de EL PAÍS a las dos de la madrugadaEL PAÍS; aunque recortada por un aplicado documentalista que, durante mi mandato de secretario general de la UJCE en el segundo quinquenio de los ochenta, había hecho un dossier del 23F con mis periódicos y algunas fotocopias de otros periódicos nacionales. ¿Por qué tengo esa edición y no la definitiva?, sencillo: es la que había llegado a Santander a las 7 de la mañana. También compré la prensa regional, El Diario Montañés y Alerta. Desayunaríamos en alguna cafetería del Paseo Pereda, probablemente Frypsia, y a las 8:30 me encaminaría al instituto.

No eran las 9 cuando entré en el patio escolar, supongo que junto a Toribio. Allí estaban compañeros de estudio y de lucha, como Pachi Barrueco, Rafa Domínguez… De los fachas del instituto sólo andaba quien luego sería militante-dirigente del PP, y no quiero nombrar ahora, pero los matones de las cadenas, el dóberman y los bates de béisbol, como los de CEDADE y los de Cristo Rey, que me la tenían jurada y más de una vez me amedrentaron, no aparecieron aquel martes de Carnaval y de asalto al Congreso; ni esta vez, claro, les dio por dedicarme pintadas en el polideportivo del insti, como "Montero te vamos a matar", junto a la clásica de "Carrillo asesino". A esa hora ya sabían que habían sido derrotados.

De hecho, antes del 18 de febrero habían detenido al grupo terrorista de extrema derecha que explosionó la bomba en el local del partido el sábado 7, y responsable también de atentados contra quioscos de venta de Prensa, el incendio de la furgoneta del grupo teatral Caroca y del cine Roxy (X), el lanzamiento de un cóctel molotov contra el cine Mónaco, la voladura de una puerta del Gobierno Militar de Santander y la colocación de explosivos también en la sede de UGT. Estos atentados hacían los fachas mayores, mientras sus cachorros rompían un día y otro también los cristales de la librería de José Ramón Saiz Viadero, entonces concejal del PCE, y acosaban a chicos y chicas de estilo hippie, a quienes luchaban en el movimiento estudiantil o en los barrios y a quienes, como nosotros, aspirábamos a construir una vía democrática, nacional, pluralista, independiente al socialismo –el Socialismo en Libertad que cantaba Víctor Manuel–. Cosas de un joven eurocomunista. Durante esos años yo sabía que no podía andar por el Sardinero, como en mi pubertad, ni pasar por delante de la heladería Capri en el Paseo Pereda. Claro que había miedo, entonces; pero también determinación.

Ahora, cuando vuelvo a los 17, soy aún más consciente del peligro que pasó la democracia, que con todas sus imperfecciones y derivas bipartidistas desde “el cambio” del 82 hemos disfrutado durante 40 años, y que toca ya renovar en profundidad. Y con la democracia en peligro, también peligraron los españoles y las españolas, su libertad y su seguridad. España debe ser desfranquistizada. No hay justificacióndesfranquistizada. Ya no hay ruido de sables, aunque alguna señoría e ilustrísima toga no sólo piensa, sino que afirma con total impunidad que “un comunista no puede formar parte del gobierno”. Aún estoy esperando la dimisión del presidente del TSJ de Castilla y León; y me temo que tendré que esperar sentado. Estos “versos sueltos”, pero más generales de lo que parece, si nos atenemos a la Brigada Aranzadi, se sienten legitimados por una derecha española que no ha hecho la reconciliación nacional, que no ha roto con el franquismo. Por no hablar, también, del fracaso escolar de las academias militares y de la seguridad, a la luz del chat de militares jubilados y de la autollamada policía patriótica.

¿Para cuándo una reforma de las enseñanzas en las academias militares, y también de las academias de Ávila de la Policía Nacional y las de la Guardia Civil en Aranjuez, Baeza, El Escorial y Valdemoro? Ochenta y cinco años después del golpe de Estado del 18 de julio de 1936 y cuarenta del intento fracasado del 23F, es hora de desclasificar secretos oficiales y derogar la vieja legislación franquista aún vigente. Y sí, también urge y es necesario un plan dotado financieramente para desenterrar las fosas de las cunetas y dejar de ocupar “la medalla de plata” del mundo en desapariciones forzadas, sin contar aquellas desapariciones de caídos en frentes de batalla o ajustes de cuentas locales. Ojo, estamos hablando de crimen de lesa humanidad; hay que salir de ese pódium, ya. Nunca he entendido cómo la Casa Real no se apuntó antes, y desde luego ahora no se apunta, la medalla de impulsar la recuperación de tantas vidas segadas por el solo delito de defender la legalidad democrática de la Segunda República. Hubiera sido, sería un gesto real de reconciliación nacional por parte de la monarquía parlamentaria. Y el aporte financiero del emérito a ello, repararía en parte su conducta a lomos de la bula de “haber parado” el golpe. Era su deber; lo contrario hubiera sido delito de traición a la Patria. Como su padre entonces, el Jefe del Estado actual, lo es también de los compatriotas, hombres y mujeres, que esperan bajo la tierra, y de sus familias que aún no han podido darles la sepultura que merecen. España no ha sido tierra leve con los desaparecidos del Franquismo. Es hora de repararlo.

Y sí, ahora al volver a los 17, sé que en la mañana del 24 de febrero volví a nacer. No hace falta que hagamos ese ejercicio metodológico de las escuelas de negocio y estrategia: And if… Porque no tengo ninguna duda que si el golpe hubiera tenido éxito, duro o blando es irrelevante, habrían vuelto las detenciones, los encarcelamientos, las torturas y las ejecuciones sumarísimas. Probablemente, mi hijo no hubiera nacido, y desde luego mi familia directa habría sufrido las consecuencias del compromiso político, desde los 15 años, de su hijo o hermano. Otra vez hubiera vuelto la burra al trigo; otra vez España un páramo y una cárcelvuelto la burra al trigo.

Pero no, no perdimos la libertad aquellos días de febrero. El viernes 27 de febrero, de Cuatro Caminos hasta los Jardines de Pereda, donde el rector de la Universidad de Cantabria leyó un manifiesto de los partidos políticos y los sindicatos, Santander fue escenario de la manifestación más numerosa desde que, en 1934, el pueblo montañés, entonces, se concentró en la capital para reivindicar el ferrocarril Santander-Mediterráneo. Como multitudinarias fueron las manifestaciones en toda España a favor de la democracia y en defensa de la Constitución aquel viernes de 1981.

Por eso, ahora al volver a los 17, con Violeta, canto a la vida, canto a la democracia, como el musguito en la piedra, ay sí, sí, sí…

Volver a los diecisiete, después de vivir un siglo

Es como descifrar signos sin ser sabio competente

Volver a ser de repente tan frágil como un segundo

Volver a sentir profundo como un niño frente a Dios

Eso es lo que siento yo en este instante fecundo

Se va enredando, enredando

Como en el muro la hiedra

Y va brotando, brotando

Como el musguito en la piedra

Como el musguito en la piedra, ay sí, sí, sí

Jesús Montero fue secretario general de la Unión de Juventudes Comunistas de España de 1984 a 1989 y es socio de infoLibre 

Las décadas van cayendo de forma impenitente y ya casi mis neuronas se alteran y colisionan cuando regreso a la tarde aquella de febrero de 1981. Tenía entonces 17 para 18 años y ahora al escribir escucho Volver a los 17, de Violeta Parra. Entonces, en aquellos tiempos de transición, yo llevaba casi un trienio de militancia juvenil comunista en Santander. Un curso académico después de salir de los Salesianos, en junio de 1977, había acudido a una reunión de las Juventudes Comunistas (UJCE) en un piso de la calle San José, frente a las viviendas militares, donde el PCE estuvo clandestino durante la dictadura franquista; y ya legalizado su sede fue por pocos años más, antes del traslado a la calle de Alcázar de Toledo, a un viejo edificio rehabilitado por los camaradas albañiles, presos y torturados, Julio Vázquez y Ángel Vejo. Este último, campurriano como yo, era familia lejana de mi madre, aunque tardé más tiempo en saber su padecimiento y también el de su mujer, Julia Ruiz, desde 1941 como enlaces que eran de la guerrilla en la comarca cántabra de Campoo; cosas del silencio impuesto en las familias españolas durante los cuarenta años de pesadilla franquista.

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