¿De quién son los muertos?

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Fernando Pérez Martínez

No es una pregunta retórica. Una vez que el individuo fallece y por tanto deja de pertenecerse a sí mismo por inexistencia del antiguo propietario, ¿a quién corresponde la propiedad, la responsabilidad de los restos mortales? Normalmente a los familiares que le sobreviven. Pero se da el caso de que la familia se inhibe por desavenencias con el difunto o por falta de recursos. La propiedad de un cadáver significa hacerse responsable de una serie de gastos más o menos crecidos según sean las circunstancias del óbito. Sucede en ocasiones que se desconoce a quién corresponden los restos. Hay por ahí familias dolientes que tienen un lugar dispuesto para honrar a sus queridos difuntos, pero que no saben dónde están, y por tanto no pueden hacerse cargo, como quisieran, de los restos. La última Guerra y el atávico carácter violento de los españoles proporcionan muchos ejemplos de sepulturas vacías y difuntos abandonados, desperdigados en anónimas localizaciones.

Los familiares, víctimas del secretismo de los enterramientos ilegales, sienten como un secuestro la dificultad que desde instancias políticas, judiciales, religiosas, militares… consolidan el impedimento de recuperar los cuerpos de quienes en vida fueron sus madres, padres, abuelas, abuelos. El máximo responsable de este cruento desencuentro de miembros de la misma sangre, yace, por decisión de los responsables del estado en un descomunal y suntuario enterramiento que contraviene todas las leyes, las de la justicia y las de los sentimientos. ¿De quién es ahora ese muerto? ¿Quién tiene derecho sobre esos restos?

El Ayuntamiento de Madrid se inmatriculó los huesos presuntos de don Miguel Cervantes para exhibirlos en un túmulo, en una posta del circuito cultural de la ciudad en el que también se muestra la casa de la calle del León donde don Miguel residió, junto con otras curiosidades que atañen a otros protagonistas del Siglo de Oro. Nadie reclamó aquellos huesos. Ni los herederos del apellido, ni el consistorio de la ciudad que pasa por ser cuna del literato póstumamente laureado, ni los usufructuarios de quienes sufragaron el enterramiento de caridad del prodigioso Manco de Lepanto. Llegó una instancia de la Administración del Estado e hizo y deshizo a su conveniencia, por el interés general se supone, ante el silencio aquiescente de los españoles.

Hoy los sempiternos contendientes de las dos Españas del poeta Antonio Machado, que por cierto descansa en tierra extranjera no quiero recordar merced a quién, disputan como ajedrecistas en un tablero de tumbas en lugar de escaques, quién y dónde se deshará de los restos del dictador y genocida que desparramó con su “legalidad” de bando de guerra, decenas de miles de sepulturas ignoradas en ilegales y despiadados rincones de esta tierra desabrida llamada España, doliente aún tantísimos años después. Se me ocurre que es justo reconocer el derecho de los mentores que hicieron posible el ascenso del sangriento tirano, sosteniéndolo con armas, Alemania e Italia, con hombres Marruecos, con petróleo, créditos y vehículos los USA, con estrategia política el Reino Unido de la Gran Bretaña y Francia, con diplomacia la Ginebra de la Sociedad de Naciones, con la declaración de Cruzada por el Dios de la Iglesia Católica Apostólica y Romana, la Ciudad del Vaticano. Todas ellas tomaron parte en el nacimiento del engendro político que sepultó a España con su imprescindible colaboración durante tres generaciones en el dolor de la ilegalidad criminal y la vergüenza del escarnio a los derechos humanos. Justo sería aventar sus cenizas para que el general difunto reposara en todas ellas.

Fernando Pérez Martínez es socio de infoLibre

No es una pregunta retórica. Una vez que el individuo fallece y por tanto deja de pertenecerse a sí mismo por inexistencia del antiguo propietario, ¿a quién corresponde la propiedad, la responsabilidad de los restos mortales? Normalmente a los familiares que le sobreviven. Pero se da el caso de que la familia se inhibe por desavenencias con el difunto o por falta de recursos. La propiedad de un cadáver significa hacerse responsable de una serie de gastos más o menos crecidos según sean las circunstancias del óbito. Sucede en ocasiones que se desconoce a quién corresponden los restos. Hay por ahí familias dolientes que tienen un lugar dispuesto para honrar a sus queridos difuntos, pero que no saben dónde están, y por tanto no pueden hacerse cargo, como quisieran, de los restos. La última Guerra y el atávico carácter violento de los españoles proporcionan muchos ejemplos de sepulturas vacías y difuntos abandonados, desperdigados en anónimas localizaciones.

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