A pocos días de las elecciones del 28A, la mayoría de las encuestas demoscópicas indican que el PSOE de Pedro Sánchez tendría más fácil un pacto con Ciudadanos que con Podemos y nacionalistas. O dicho de otra manera, parece que es más verosímil que haya mayoría de centro derecha que mayoría progresista. Pero la volatilidad de esos sondeos de intención de voto es enorme y los resultados, por tanto, muy cambiantes. Serán unas votaciones muy inciertas. Hasta la derecha más radical (el trío Cs, PP y Vox) podría resucitar al modo de las elecciones andaluzas.
Sobre todo para la izquierda, más allá de la socialdemocracia, la duda está en que el voto útil o inútil no les satisface del todo, y con sus múltiples facciones andan a la gresca. La pluralidad de las opciones electorales se disparan en un batiburrillo de numerosos grupos políticos con matices apenas diferenciables de ideologías y de programas. Es el famoso cainismo de la izquierda y eso de mirarse continuamente su maravilloso ombligo. Las derechas son más pragmáticas para esas cuestiones de los comicios electorales.
Este presumible escoramiento de los socialistas hacia el centro-derecha, con Cs, es más creíble si las fuerzas de Unidas Podemos y otras afines flaquean y pierden muchos escaños, como pronostican.
Primero Sánchez en su vorágine de compromisos promete reformas de la Constitución a tutiplén, por ejemplo que se que blinden los acuerdos del Pacto de Toledo. Y cuando la izquierda le dice que eso no, que lo que debe blindar son unas pensiones públicas dignas con su IPC real y su sostenibilidad financiera, va y también lo promete. Todo sea por alcanzar la mayoría y seguir en el poder.
Con estas expectativas, muchísimos exvotantes socialistas que huyeron a Podemos entre el 2014 y 2016 por la pésima gestión anterior de Zapatero y Rubalcaba en la crisis económica, están aún dudando en si vuelven, otra vez, al redil socialista o seguir con Unidas Podemos y cía. Y si es así lo harían con muchas dudas —y a regañadientes— porque también algunos dirigentes de Podemos les han decepcionado, bien sea por un cierto radicalismo inoperante, o ya sea por sus comportamientos autoritarios, caudillistas y centralistas.
Sánchez reclama un 30% de los votos por su moderación y para que no llegue la involución. Y teme —por lo bajini— que la derecha tenga aún un considerable voto oculto. Iglesias aspira solamente al umbral mínimo del 15% de los votos para seguir influyendo y que su alternativa no caiga en el olvido. Y lo hace arengando primero a los propios militantes convencidos para animarlos; luego a los indecisos para pedirles otra segunda oportunidad, y después a los críticos, desilusionados de él, y abstencionistas.
También tenemos la elección de no votar, o sea, el abstencionismo. Entonces, ¿a las urnas o al sofá? Bastantes analistas políticos hablan de esa “abstención activa, consciente y responsable” que ejercen muchísimos ciudadanos, una importante proporción de la población española, que deslegitima el actual régimen del bipartidismo y abriría un sistema constituyente de más libertad y más partidos. También hablan de que el abstencionismo es más propio de los jóvenes y de las barriadas de las grandes ciudades más pobres y de clase baja. Pero la opción abstencionista, militante, es la tradicional entre la izquierda más radical. Acusados estos de utópicos y serviles de la pureza de las políticas socioeconómicas, son considerados como ineptos para formar gobiernos estables. Ahora nos inducen a votar sea como sea y a quien sea de la izquierda. Si no es así, nos viene el sopapo de la derecha trifálica con la rebaja de derechos y el acogotamiento del Estado del Bienestar.
Nos recalcan hasta la saciedad que aprendamos de las elecciones de Andalucía y vayamos a votar, nada de abstención. Primera engañifa. ¿Y si votamos a unos y nada, no sale bien la cosa, o no pasan de 35 escaños para sumar? ¿O si se vota a los otros, ganan y se crecen arrogantes? Esto significa que a la primera de cambio nos la juegan, como de costumbre últimamente, y que seguirán con sus múltiples promesas incumplidas.
Sin embargo, dicen los entendidos, la izquierda debe votar en masa para que no llegue la derecha y sus demonios al Gobierno del país. Y nos aconsejan votar al "menos malo", pero esto no es de recibo. La fragmentación excesiva de partidos y de alternativas obligará seguramente a gobiernos de coalición. Y en este caso serán los dirigentes de los partidos, si no lo hace el Ibex35 y los poderes fácticos —no los militantes ni los ciudadanos— los que elijan o dimitan a gobiernos. ¿Es más racional o más emocional —más primitivo— votar que no hacerlo? Aclaremos que en democracia no hay votos útiles o votos del miedo. Todo voto es razonable y el no votar es tan razonable como el hacerlo. Pero ¿se debe ejercer el voto como un acto de compromiso —deber cívico— apoyando al sistema que se ve amenazado por las acometidas y exabruptos de la derecha ultra?
Vamos, que se nos exige como una servidumbre democrática el votar por ser miembros de la comunidad política.
Ver másElecciones: los sueños viables
Pues eso, a quién votar. Pero, ¿ellos cumplirán sus contratos con nosotros realmente? Mucho me temo que no. Y el caso es que aún no sabemos si tendremos libre el sofá de casa ese fin de semana.
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Ángel Lozano Heras es socio de infoLibre
A pocos días de las elecciones del 28A, la mayoría de las encuestas demoscópicas indican que el PSOE de Pedro Sánchez tendría más fácil un pacto con Ciudadanos que con Podemos y nacionalistas. O dicho de otra manera, parece que es más verosímil que haya mayoría de centro derecha que mayoría progresista. Pero la volatilidad de esos sondeos de intención de voto es enorme y los resultados, por tanto, muy cambiantes. Serán unas votaciones muy inciertas. Hasta la derecha más radical (el trío Cs, PP y Vox) podría resucitar al modo de las elecciones andaluzas.