Poco antes del amanecer en Caracas, el 30 de abril de 2019, el presidente de la Asamblea Nacional, Juan Guaidó, anunció en un vídeo profusamente difundido en redes sociales el comienzo de la Operación Libertad, una maniobra que busca provocar el final del Gobierno de Nicolás Maduro a través de un levantamiento popular. Guaidó instó a la población a salir a las calles acompañado de algunos efectivos militares, que fueron llevados al lugar mediante engaños, y del dirigente opositor, Leopoldo López, en prisión desde 2014, aunque desde julio de 2017 se encuentra en arresto domiciliario custodiado por el Servicio Bolivariano de Inteligencia. Leopoldo López, junto a María Corina Machado y Antonio Ledezma diseñó el plan La Salida, una serie de manifestaciones que en muchos casos derivaron en concentraciones de carácter extremadamente violento, y lo puso en marcha desde inicios de 2014, apenas nueve meses después de la victoria de Maduro en las elecciones presidenciales de 2013 en las que el actual presidente venezolano derrotó a Henrique Capriles por un punto y medio de diferencia, y dos meses después de la derrota de la oposición en las elecciones municipales, celebradas el 8 de diciembre de 2013.
La oposición declaró que las elecciones presidenciales de 2013 habían sido un fraude, pero la Misión de Observadores de la Unión Europea, en 2005, y la Fundación Carter, en 2012, definieron el sistema de voto de Venezuela como “el más avanzado del mundo”. El plan La Salida fue impulsado por un Leopoldo López exasperado, que trataba así de ganar en las calles la victoria que las urnas negaron a la oposición una y otra vez, puesto que el presidente, Hugo Chávez, resultó vencedor en 13 de los 14 procesos electorales que convocó. Como resultado de su llamamiento a los “jóvenes universitarios para que articulen mecanismos NO PACÍFICOS para poder expresar su frustración” con el fin de derrocar a un presidente elegido de manera democrática se produjeron una serie de manifestaciones que, entre febrero y mayo de 2014, dejaron 43 muertos, 600 heridos y más de 3.500 detenidos tanto entre los chavistas como entre los opositores. En el transcurso de las protestas, que tuvieron lugar de forma mayoritaria en los barrios de clase media alta y clase alta, también fueron destruidos innumerables bienes públicos y mobiliario urbano.
En septiembre de 2015, la Justicia venezolana condenó a Leopoldo López a más de 13 años de cárcel. Diversas organizaciones de defensa de los Derechos Humanos como Amnistía Internacional criticaron duramente la sentencia al considerar que estaba motivada por razones políticas. Franklin Nieves, uno de los fiscales encargados del juicio de Leopoldo López, denunció haber recibido presiones de Nicolás Maduro para que inventase pruebas falsas contra López; del mismo modo, Luisa Ortega, Fiscal General del Estado, también denunció presiones, en este caso del vicepresidente, Diosdado Cabello, para acusar a López de forma directa por la muerte del líder estudiantil, Bassil da Costa y del líder del colectivo Leonardo José Pirela, Juan Montoya.
Leopoldo López pertenece a una de las familias más ricas y poderosas de Venezuela, esas que no padecen ni de lejos los efectos del desabastecimiento y que solo se han convertido en defensores de una democracia de la que siempre han recelado cuando han considerado que el chavismo ha amenazado sus intereses de clase. López se licenció en Sociología en el Kenyon College de Gambier, en el estado de Ohio, una escuela de negocios privada. Posteriormente, estudió en la Kennedy School of Government de Harvad, una institución vinculada a la CIA como centro de captación de agentes que luego operan en sus países de origen a favor de los intereses de Estados Unidos. En 2008 fue inhabilitado por dos delitos de malversación de caudales públicos, uno en la petrolera estatal PDVSA, en 1996 y otro en la Alcaldía de Chacao, en 2004. El consejero político de la embajada de Estados Unidos en Caracas, Robin D. Meyer, hablaba de él como una “figura que causaba divisiones dentro de la oposición venezolana. Suele ser descrito como arrogante, vengativo y hambriento de poder, pero sus compañeros de partido aseguran que tiene una popularidad que ha perdurado en el tiempo, carisma y talento organizativo”. López, con su concepción del ejercicio del poder, vertical y autoritaria, ha dinamitado varias de las organizaciones políticas en las que ha militado.
El plan La Salida se llevó a cabo mucho antes de la deriva autoritaria de Maduro y de su decisión de convocar unas elecciones para elegir una Asamblea Constituyente, hecho que se produjo el 30 de julio de 2017. El objetivo de esta nueva asamblea, teóricamente, era reformar la Constitución, pero la oposición no participó en estos comicios al considerar que Maduro deseaba controlar la nueva institución tras haber perdido el control de la Asamblea Nacional. Antonio Mugica, director ejecutivo de Smartmatic, una multinacional venezolana que ha suministrado la plataforma tecnológica de votación y servicios para los procesos electorales venezolanos desde 2004, declaró que se había manipulado el dato de participación durante el recuento de votos, aunque no quiso valorar el impacto de esta anomalía en la validez de esas elecciones. Además, la votación no contó con la presencia de auditores de la oposición.
Desde entonces, Estados Unidos ha aumentado su actividad para tratar de derrocar a Maduro, continuando con la larga tradición intervencionista del gigante norteamericano en América Latina: convirtiéndose, una vez más, en una herramienta tenebrosa al servicio del imperialismo, la Agencia de los Estados Unidos para el Desarrollo Internacional (USAID), a través de la Oficina de Iniciativas de Transición (OTI), ya había desplegado una intensa actividad en Venezuela en la primera década del siglo XXI y, entre 2001 y 2005, entregó 10 millones de dólares para financiar alrededor de 64 grupos y organizaciones opositoras venezolanas. En el período 2006-2010 el gasto de la USAID aumentó hasta los 57 millones de dólares, con la particularidad de que, dada la indudable fortaleza del chavismo, respaldado de forma mayoritaria por el pueblo venezolano en varios procesos electorales, se elaboró una nueva estrategia centrada en la juventud, un segmento de población que aún no había sido utilizado con el fin de erosionar la democracia venezolana. Las nuevas tácticas hacían hincapié en el uso de Twitter y Facebook. El método de financiación era prácticamente idéntico respecto al que ya había sido utilizado en países en los que las políticas económicas o geoestratégicas promovidas desde Estados Unidos habían encontrado resistencia en sus gobernantes para ser implementadas (Ecuador, Bolivia o Nicaragua), y la estrategia política consistía en respaldar a líderes e instituciones consideradas como “moderadas”, que nunca se opondrían a los intereses de Washington y que, a la vez, no tendrían reparos a la hora de desestabilizar gobiernos democráticamente elegidos.
En los meses anteriores al golpe de Estado de 2002, seis oficinas del Departamento de Estado entregaron 695.000 dólares a grupos opositores al chavismo con el fin de financiar conferencias y seminarios en los que se defendía un relato que justificaba la intervención militar. Como era de esperar, la CIA también jugó un papel activo en la intentona golpista: a través del Fondo Nacional para la Democracia, la agencia de inteligencia estadounidense hizo entrega de fondos a instituciones que se oponían al Gobierno de Chávez, entre ellas a la Confederación de Trabajadores de Venezuela, una organización con múltiples denuncias de corrupción a lo largo de su historia. La CIA también se hizo cargo de varias estancias en Washington de opositores venezolanos. En febrero de 2002, el entonces director de la CIA, George Tenet, manifestó sus preocupaciones ante el Comité de Inteligencia del Senado: “Estoy particularmente preocupado por Venezuela, nuestro tercer suministrador de petróleo”. El mismo mes, The Washington Post publicó una nota en la que un funcionario del Departamento de Estado declaraba abiertamente que Venezuela “está en una posición precaria y peligrosa” y que “si Chávez no arregla las cosas pronto, no terminará su mandato”. Este lenguaje, más propio de matones que de líderes de países democráticos, es el que utilizan los mismos que luego reivindican la democracia como un valor sagrado e inviolable.
Apenas cinco meses antes y en una actitud claramente coercitiva, la Casa Blanca había llamado a consultas a su embajadora en Caracas, Donna Hrinak, como una manera de disuadir a Venezuela por las críticas de Hugo Chávez a la intervención estadounidense en Afganistán. Tres semanas antes de la intentona golpista de 2002, Hrinak fue sustituida como embajadora por un “halcón” de Washington, Charles S. Shapiro. Buena muestra de los intereses que dominan las relaciones internacionales fue la postura de España y Estados Unidos cuando se produjo el golpe de Estado contra Chávez en abril de 2002: el Gobierno de Aznar saludó al golpista, Pedro Carmona, como nuevo presidente del país, a la vez que daba instrucciones precisas al embajador en Caracas para que mantuviera reuniones con el embajador de EEUU y con el propio Carmona, y acordó con el Gobierno estadounidense una declaración conjunta que se convirtió en un ejemplo supremo de hipocresía y en una demostración de cómo, en ocasiones, las naciones democráticas se comportan como las peores dictaduras: “Los Gobiernos de Estados Unidos y de España siguen los acontecimientos que se desarrollan en Venezuela con gran interés y preocupación, y en contacto continuo”. Los dos gobiernos “declaran su rechazo a los actos de violencia que han causado una cantidad de víctimas”, “expresan su pleno respaldo y solidaridad con el pueblo de Venezuela” y “expresan su deseo de que la excepcional situación que experimenta Venezuela conduzca en el plazo más breve a la normalización democrática plena”. En la declaración no hay una sola palabra de condena hacia el levantamiento militar contra Chávez, un presidente elegido de forma democrática.
Volvamos a la actualidad: al amanecer del día 30 de abril las redes sociales ardieron con la información de que Guaidó se encontraba en la base militar de La Carlota y que contaba con el apoyo de altos mandos del Ejército venezolano para derrocar a Maduro. Pero vivimos en un mundo en que las imágenes tienen un impacto decisivo y, precisamente, la imagen que otorgaba categoría a la noticia era la presencia de Leopoldo López junto al presidente de la Asamblea Nacional. No se sabe aún con certeza cómo consiguió Guaidó que los guardias de inteligencia que lo custodiaban permitieran su salida. Lo cierto es que Guaidó y López no se encontraban dentro del recinto militar de La Carlota, sino en la principal autopista de la capital venezolana, concretamente en el distribuidor Altamira, un punto que en los últimos años se ha convertido en lugar de manifestaciones opositoras. Pese a la pretendida importancia que el propio Guaidó otorgaba a la revuelta, el autoproclamado presidente del país no contaba con un apoyo militar decisivo ni por número de miembros del ejército ni por la importancia jerárquica de los mismos. Entre los militares que acompañaban a Guaidó estaba Ilich Sánchez-el de mayor graduación-coronel de la Guardia Nacional encargado de la seguridad de la Asamblea Nacional de Venezuela. Posteriormente, un grupo de 25 militares de baja graduación pidieron asilo en la embajada de Brasil en Caracas, según informó el portavoz del Gobierno brasileño, Otávio Rego Barros.
El presidente de la Asamblea Nacional Constituyente, Diosdado Cabello, declaró que la situación en los complejos militares era de tranquilidad, aunque se produjeron disturbios en el exterior de la propia base aérea de La Carlota, una instalación que ha sido asaltada por manifestantes en varias ocasiones. No es necesario recalcar la magnitud de la imprudencia de Guaidó al convocar a las fuerzas opositoras en las cercanías de una base militar porque todos sabemos lo que puede ocurrir en cualquier país del mundo cuando sus fuerzas del orden son testigos del intento de intrusión en un recinto de esas características.
Más allá del escaso apoyo obtenido por Guaidó por parte de unos pocos militares, no parece que exista una división real en el ejército, no al menos para considerar de forma seria que exista una amenaza de levantamiento militar contra Maduro. El Ejército incurre de continuo en prácticas de corrupción relacionadas con la distribución de alimentos y medicinas, una prerrogativa otorgada por el propio Maduro que, en la práctica, ha supuesto entregar a las Fuerzas Armadas el dominio del mercado negro. Los militares también controlan la totalidad de los puertos y las fronteras, a través de las cuales se trafica continuamente con bienes de todo tipo y con oro. La actitud del Ejército, especialmente en sus cuadros altos, es conservadora con el fin de prolongar sus privilegios dentro de la sociedad venezolana, luego resulta ilusorio pensar que desde las Fuerzas Armadas se pueda producir un levantamiento contra el Gobierno. Son los mandos medios quienes podrían ser más receptivos a las proclamas de Guaidó porque sus intereses son menores respecto a los de aquellos generales nombrados por Maduro, que no han accedido a su cargo por méritos, sino por lealtad al Gobierno.
Como sucede de forma recurrente desde la llegada al poder de Hugo Chávez, en 1999, Estados Unidos, en coordinación casi perfecta con los movimientos opositores y las oligarquías venezolanas, retoma la idea de influir en la política venezolana por razones geoestratégicas que nada tienen que ver con los motivos pretendidamente humanitarios que esgrime la diplomacia estadounidense. Chávez nacionalizó el petróleo, y esa decisión, incluso en el contexto de unos Estados Unidos menos dependientes de las importaciones de crudo, es lesiva para los intereses de las empresas petroleras estadounidenses. Aunque Estados Unidos es casi autosuficiente en esta materia desde el final de la presidencia de Obama, algo que no sucedía desde 1973, el 7% del petróleo importado procede de Venezuela. De forma constante, Washington utiliza la misma retórica para referirse a la situación en Venezuela, manifestando su deseo de “iniciar una transición hacia la democracia”. Se olvidan de explicarnos que el imperialismo continúa vigente con formas diferentes a las utilizadas en el pasado y con el objetivo de construir democracias a medida de sus intereses estratégicos y económicos. Se olvidan también de señalar por qué oscuros motivos la democracia y los Derechos Humanos no son conceptos tan importantes en otros lugares del planeta donde los intereses de Estados Unidos no se ven amenazados.
Pese a que Guaidó hablase “en nombre de todos los venezolanos”, las manifestaciones a su favor en las calles son menos numerosas de las que él esperaba y, del mismo modo, se producen concentraciones de decenas de miles de chavistas a favor de Maduro rodeando el Palacio de Miraflores. Venezuela es un país capitalista en el que la libertad de mercado, como ya ocurrió en Brasil durante los Gobiernos de Lula da Silva y Dilma Rousseff, no ha sido cuestionada más allá del debate ideológico. Los Gobiernos de Chávez llevaron a cabo una redistribución de la riqueza, desconocida en el contexto venezolano, que reveló el odio de clase de las élites del país hacia los ciudadanos más desfavorecidos y tradicionalmente apartados de cualquier beneficio social por un sistema esencialmente injusto y desigual.
Para que todo este proceso se lleve a cabo es necesaria una manipulación continua en los medios de comunicación y en unos corresponsales profundamente irresponsables que nos hablan de algunos problemas de la economía venezolana como el desabastecimiento o la escasez sin hacer referencia explícita a los empresarios que acaparan bienes con el fin de que esa escasez aumente los precios y genere inestabilidad política, por poner un ejemplo. Tampoco se dice una palabra de los ataques especulativos a los que el bolívar es sometido de forma constante ni se muestra dato alguno respecto a la guerra económica de las élites venezolanas contra su propio país.
Es indudable que Venezuela padece graves problemas de corrupción, ineficiencia y desigualdad, problemas agravados por la falta de legitimidad democrática de Maduro desde la creación de la Asamblea Nacional Constituyente, pero también lo es que, de forma sesgada, se nos informa acerca de la realidad venezolana ocultando las causas de todos los problemas, y este sesgo es la principal característica de la información que nos llega del país caribeño. Una información que, cuando critica de forma inmisericorde al Gobierno venezolano es aceptada y difundida sin el menor ejercicio de investigación periodística y hasta sin pruebas. Del mismo modo, se produce un ejercicio de falta de rigor periodístico al achacar todas las muertes en el país a la violencia policial sin distinguir entre los muertos provocados por el alto índice de delincuencia, los asesinatos políticos de chavistas u opositores o las personas asesinadas en el contexto de la violencia ejercida por los colectivos en los barrios más pobres. Seis millones de venezolanos votaron por Maduro un año atrás, pero sus testimonios apenas encuentran eco en la prensa occidental.
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Omitir datos de la realidad para mostrar tan solo una parte de la misma es una manipulación deliberada, y hacerlo mientras se apela a la libertad de expresión resulta ser una práctica bastante obscena. Fue un medio tan poco sospechoso de ser socialista como la CNN el que reconoció que existió un complot para asesinar a Maduro mediante el uso de un dron en agosto de 2018, hecho que fue ampliamente ridiculizado en la prensa occidental y tratado casi como una invención del Gobierno venezolano con el fin de distraer la atención. De la misma manera, el diario The New York Times demostró que la quema de dos camiones con “ayuda humanitaria” que esperaban en la frontera entre Colombia y Venezuela, en Cúcuta, realizada por el Gobierno de Maduro, según la prensa española, fue obra de un miembro de la oposición que lanzó un cóctel molotov que terminó impactando sobre los dos vehículos. Esta es una de las notas de The New York Times: “Era una narrativa que casaba bien contra las críticas por autoritarismo contra el Gobierno venezolano: las fuerzas de seguridad, siguiendo órdenes del presidente, Nicolás Maduro, prendieron fuego a un convoy de ayuda humanitaria mientras millones de personas en su país padecen enfermedades y hambruna”. El vicepresidente, Mike Pence, escribió que el “tirano en Caracas bailó” mientras sus secuaces “quemaban comida y medicinas”. El Departamento de Estado estadounidense publicó un vídeo en el que se afirmaba que Maduro ordenó la quema de los camiones. La oposición venezolana se refirió a las imágenes de la ayuda en llamas reproducidas por medios y televisiones en toda América Latina, como evidencia de la crueldad de Maduro”. “Pero hay un problema: parece que fue la misma oposición —y no los hombres de Maduro— quien accidentalmente prendió fuego al camión”.
La historia de América Latina está marcada a fuego por tres hechos: una desigualdad sangrante, la corrupción de sus élites y las continuas injerencias de Estados Unidos, que incluso en pleno siglo XXI no duda en conspirar contra cualquier proyecto político contrario a sus intereses que se desarrolle en la región. El relato periodístico se hace para tratar de demostrar que los proyectos socialistas democráticos son inviables y para justificar una intervención estadounidense en Venezuela, lo que corrobora, una vez más, el largo historial de violencia del gigante norteamericano, disfrazado en los últimos tiempos de ayuda humanitaria y de preocupación por los derechos democráticos que tantas veces ha pisoteado. Produce indignación comprobar cómo dirigentes cómodamente instalados en sus despachos son capaces de llevar a otro país a una guerra civil en la que morirán los de siempre para favorecer los intereses de unos pocos. Es más necesario que nunca que Venezuela salga de la agenda de las grandes potencias y se convoque una reunión en el marco de la ONU con el fin de celebrar elecciones con plenas garantías democráticas. ____________________
Eduardo Luis Junquera Cubiles es socio de infoLibre
Poco antes del amanecer en Caracas, el 30 de abril de 2019, el presidente de la Asamblea Nacional, Juan Guaidó, anunció en un vídeo profusamente difundido en redes sociales el comienzo de la Operación Libertad, una maniobra que busca provocar el final del Gobierno de Nicolás Maduro a través de un levantamiento popular. Guaidó instó a la población a salir a las calles acompañado de algunos efectivos militares, que fueron llevados al lugar mediante engaños, y del dirigente opositor, Leopoldo López, en prisión desde 2014, aunque desde julio de 2017 se encuentra en arresto domiciliario custodiado por el Servicio Bolivariano de Inteligencia. Leopoldo López, junto a María Corina Machado y Antonio Ledezma diseñó el plan La Salida, una serie de manifestaciones que en muchos casos derivaron en concentraciones de carácter extremadamente violento, y lo puso en marcha desde inicios de 2014, apenas nueve meses después de la victoria de Maduro en las elecciones presidenciales de 2013 en las que el actual presidente venezolano derrotó a Henrique Capriles por un punto y medio de diferencia, y dos meses después de la derrota de la oposición en las elecciones municipales, celebradas el 8 de diciembre de 2013.