Cultura
Alberto Conejero vuelve a casa
Alberto Conejero, nacido en Vilches, Jaén, en 1978, no es de Vilches. Tampoco es de Madrid, ciudad a la que se trasladó su familia cuando él era aún un bebé. O no exactamente. Es de Vilches como puede serlo alguien que ha pasado allí los largos veranos de infancia y adolescencia, y de Madrid como puede serlo alguien cuya familia está enterrada en otra tierra. La geometría del trigo, obra de la que es autor y con la que se estrena en solitario en la dirección, supone también un regreso a casa, a un paisaje rural de minas y olivos, y a una anécdota compartida por la madre del creador que se quedó flotando como un enigma. Quizás por todos esos elementos, y sobre todo por la incursión de Conejero en una nueva labor, el estreno de la pieza este miércoles en el Centro Dramático Nacional llegaba más de año y medio después del comienzo de los ensayos, allá por mayo de 2017.
Resulta obvio decir que La geometría del trigo tiene mucho que ver con los orígenes, también los geográficos. En la obra, Joan (José Bustos) y Laia (Eva Rufo), una pareja de arquitectos tocada por la crisis —estamos en 2010— viaja desde Barcelona, donde se crió el primero, a Vilches, el pueblo familiar. Acaba de morir su padre, al que nunca conoció. Allí tendrá que enfrentarse a una historia familiar jamás contada que le hará comprender sus orígenes y cambiará la manera en que aborda el futuro de su relación de pareja. Conejero cuenta que la historia nace de una anécdota que le contó su madre y que implicaba a unos amigos de juventud, pero también asegura que "esto no es autoficción". No es la historia del autor, responsable de textos como La piedra oscura o El sueño de la vida, versión de la lorquiana Comedia sin título. Tampoco es la de sus progenitores. Y sin embargo...
Sin embargo, algo hay de exploración en ese viaje que hizo el elenco a Vilches, una particular residencia artística —que continuaría durante cinco meses en la madrileña sala Cuarta Pared—. "Nos quedamos en su casa", recuerda Consuelo Trujillo, que da vida a Emilia, abuela de Joan. "Estuvimos conociendo las minas, los olivares, nos impregnó de la atmósfera que contiene La geometría del trigo". Fue voluntad de Conejero que gran parte de los actores fueran andaluces —"aquí el acento no es impostado", presume— y que Joan y Laia cambien de tanto en tanto del catalán al castellano, sin sobretítulo alguno. Influye que él pase parte del año en Barcelona. "Me emociona ser un autor andaluz que está en Madrid", dice, con una obra "escrita en castellano pero dicha en andaluz" en la que el catalán se introduce con tanta normalidad como lo usan los protagonistas. "Pensamos que las lenguas deben habitar de manera natural. Es muy bonito oírnos como nación para entendernos como sociedad", reclama Eva Rufo. Es cierto lo que dicen: habitual, no es. Pretenden hacer gira, aunque esto no está cerrado, en parte para que empiece a serlo.
Pero hay otro regreso que cruza la obra: el de Samuel (José Troncoso), amigo de infancia de Antonio (Juan Vinuesa), padre de Joan, y emigrado a Francia con sus padres republicanos. Él, con una educación y un dinero que los que se quedaron no tienen, vuelve para ajustar cuentas con el pasado. Estamos en 1978 y Samuel ha logrado recuperar el molino de aceite que perteneció a su familia y que les "robaron", adivinamos, los del bando fascista. Beatriz (Zaira Montes) celebra que ya no haya que callar, que se pueda hablar de política, del pasado. Aunque quizás sea demasiado optimista. "Toda generación necesita un relato comprensible del pasado para poder encarar el futuro", apunta Conejero. "También dentro de las familias. La cuenta del silencio es terrible. Estar en una casa en la que no se puede hablar es peor que estar en una en la que se grita".
Aunque en La geometría del trigo no se habla expresamente del sufrimiento de la Guerra Civil y las largas décadas de dictadura, su peso se siente en toda la obra. Los personajes se mueven entre el deseo de cambiar y el miedo —y la vergüenza— a hacerlo, y para ellos el futuro acaba estando muy lejos de lo que habían pensado. El gris que acaban de dejar atrás todavía les hace sombra, y enfrentarse al pasado supone todavía un verdadero riesgo. Como respondiendo por adelantado a la senadora del PP que criticaba que se destinen 15 millones de euros a "desenterrar unos huesos" —la conservadora Esther Muñoz haría estas declaraciones al día siguiente de la presentación de la obra—, el director añade: "Cuando los muertos no son cuidados, siguen sufriendo".
Alberto Conejero, Premio Nacional de Literatura Dramática
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Pero, ah. Estamos en 1978, los viejos aconsejan guardar silencio y hay muchas, muchas cosas que aún no pueden ser nombradas. Como según qué amores. Más allá de la dictadura del spoiler, no sorprenderá a nadie que en esta obra de conejero, editada en 2018 por el sello LGTB Dos Bigotes, aborde la orientación sexual y su lugar dentro de la socierdad, un tema que es uno de sus pilares como creador. El amor en sus diferentes formas se convierte en el eje en torno al que pivotan los distintos personajes. El amor materno-filial o paterno-filial, el amor que se descubre, el que parece que se acaba... En estas historias transgeneracionales, aquí entrelazadas, el autor parece poner de relieve las huellas de los traumas familiares, de las heridas nunca curadas. Conejero habla, por ejemplo, del lastre de la "educación emocional" recibida durante el franquismo, que se refleja incluso en "la violencia machista": "Durante 40 años este país ha considerado a la mujer como algo secundario".
Pero La geometría del trigo no es derrotista. Al contrario. La obra señala el "vínculo" —familiar, romántico...— como una forma de resistencia, como la respuesta a una sociedad individualista que genera soledades e identidades diluidas. Conejero no tiene miedo de sonar almibarado porque tiene la convicción de que lo que dice es combativo: "El capitalismo nos quiere tan sin raíces, tan fungibles, que creo en el amor como una vivencia trascendente. Nunca estamos más cerca de la inmortalidad que cuando amamos".