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Anabel Alonso: "Twitter es una jauría de lobos"

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María Granizo Yagüe

No tiene ni ocho ni ningún apellido vasco pero su niñez tiene olor, color y sabor a la desembocadura de la ría de Bilbao. A sus 55 noviembres, el recuerdo de su infancia se envuelve en la misma bruma por la que se abrían camino las embarcaciones del puerto al caer la noche para iluminar las aguas del Abra del Nervión y atraer a las sardinas a las redes que los arrantzales echaban hasta el alba. Y cuando aún Anabel niña dormía soñando con escenarios y aplausos, las sardineras ya esperaban en el alto de Mamariga la posición de alzada de los redeños para cargar la captura e ir a la lonja a venderla. Como aquellas mujeres de pecho acogedor, de lengua suelta, trabajadoras y curtidas en mil batallas, creció en Santurce esa niña, hija de salmantino y argentina, que 25 años después comenzaría a escribir su nombre en la historia de las artes escénicas, del humor y la televisión de nuestro país.

Anabel nunca fue Alonso ni siquiera Gómez para las monjas del colegio en el que estudió. “Entre traviesa y graciosa”, desparpajo sobrado y travesuras continuas le ganaron el apodo de la traviosa. Pese a huir de la infiel distorsión de la nostalgia, Anabel Alonso aún recuerda el sabor del pan de puño, amasado y boleado, tapado con manta y paño y arropado varias veces por harina, “que merendaba con chocolate mientras jugaba en la calle a la goma, ¡me encantaba!, a la comba y a las canicas”. Una “infancia egebera” que se cobró más de un capón monjil cuando desesperaba “a Sor Luisa porque me costaba aprender a dividir por dos cifras”. “La zapatilla voladora” de su ama también frenó más de una trastada.

Hoy, aquella madre, con nombre de isla de exilio napoleónico, María Elba, rostro afable que aún con 91 años asoma belleza y pliegues en la piel testimonio de mucho trabajo y de las dolorosas pérdidas de un marido y dos hijos, pone nombre al corazón y a la inquietud de Anabel: “Llevar a mi madre a una residencia fue la decisión más difícil de mi vida. No tengo más hermanos y al estar yo sola y tener este trabajo que tengo, tanto viaje y tanta cosa, meter a mi madre en una residencia ha sido una cuestión vital que me ha costado y me cuesta mucho”. El ensañado azote de la pandemia en quienes nos enseñaron a ponernos de pie y caminar, “me ha quitado el sueño preocupada por mi madre” pero Anabel, “de natural positiva”, reconoce que con el confinamiento “he aprendido, de verdad, que, con las necesidades mínimas cubiertas, lo importante no son las cosas sino la gente, la familia”.

Con apenas 15 años, la traviosa estrenó adolescencia descubriendo que “la vocación existe”. Como en las novelas de aquel 1970, delante de la mesa camilla, Anabel soltó aquello de “mamá, quiero ser actriz”. Pese al disgusto familiar, ni siquiera amortiguado porque la niña siempre hubiera apuntado maneras “imitando cuanto veía en la tele”, tuvo claro que no iba a renunciar a “la llamada del teatro”. Si una de sus admiradas heroínas, vasca como ella, La Pasionaria, “luchó como el viento del Cantábrico” y después de mucha guerra, sólo una neumonía pudo con ella a los 93 años, Anabel sin tener que encarar fascismos, no iba a doblegar un sueño, “no iba a rendirme”. Estudiar una carrera, Turismo, fue el peaje para salirse con la suya: “Era un plan B pergeñado por mi padre, yo me tiraba sin red pero él quería que tuviera algo seguro si esto no salía adelante, lo que según la ley de probabilidades era lo más probable. Se lo he agradecido mucho”.

Con un título universitario guardado en el aparador del aita y de la ama, la traviosa aplazó el plan de “trabajar en un hotel o distraer a jubilados en Benidorm”. Con maleta rígida en mano, incertidumbre y veinticinco años de ilusión, Anabel dejó atrás la brisa rebelde del Cantábrico, “mi mar favorito”, para descubrir en la capital la rebeldía de quienes parieron La Movida. La música de muchas vidas cegadas por el humo pero guiadas por la creatividad de aquellos años 80 se convirtió para siempre en “la banda sonora de mi vida: Desde Alaska y los Pegamoides, y luego con Dinarama, a Aviador Dro, Peor Imposible, Un Pingüino en mi Ascensor, … Cada vez que los escucho me pego un viajazo increíble, una maravilla”.

Sin más rastro de las sardinas santurzanas que las tapas de los bares de Madrid, Anabel se perdió por cafés-teatros, por cines, por salas de conciertos, por el tumulto de la gente que impulsaba un géiser cultural. Y perdida entre tanto ingenio encontró su sitio. La vasca que, siempre se dejó cautivar por la gestualidad de Buster Keaton y la genialidad de los Hermanos Marx, tomó la palabra de Groucho: “Me parece buena idea no pasarse la vida intentando complacer a los demás. Si no te complaces a ti mismo, acabarás sin complacer a nadie. Pero si te complaces a ti mismo, quizás complazcas a alguien más”. Y no complació a alguno sino a muchos. En 1987 debutó en La Bola de Cristal y amparada por la seguridad que da una profesionalidad no basada en ser la chica del físico diez, descubrió que Los ladrones no van a la oficina hablando de tú a tú con Fernando Fernán Gómez, con José Luis López Vázquez y con Agustín González: “son los actores más grandes con los que he trabajado y, al mismo tiempo, los más sencillos y humildes”.

Aprendida la lección de que la sencillez y la verdad forman la mejor pareja, Anabel, convertida en La Pruden ganó el Fotogramas de Plata a la Mejor Actriz de Televisión. Y mientras soñaba con seguir soñando, explorando universos futuros con tantas pantallas como desplegó Ridley Scott en Blade Runner, su cinta favorita, llegó el cine. La llamada de Almodóvar para que acompañara a Kika la hizo un poco más inmortal, tanto que, en el 2000, alcanzó 7 Vidas, “mi serie favorita”. Durante los seis años que le duraron tantas vidas, Anabel se convirtió en Diana, una lesbiana que vivía en la ficción su sexualidad con tanta naturalidad como ahora ella presume de siete años de noviazgo con una dramaturga argentina que, en estos días, casi ya, va a parir a su primer hijo: “el nacimiento de mi bebé va a ser, sin duda, el momento más importante de mi vida. He tenido muchos pero yo sé que éste te cambia la vida. Es un punto de inflexión que no tiene nada que ver con nada”.

Mientras vive la dulce espera semiconfinada en Madrid, recordándonos cada tarde que Amar es para siempre, insiste en que “seguir nadando con humor es la clave para ser feliz”. Lo aprendió de Dory, la pececilla desmemoriada nacida en Disney que se vistió de encanto cuando Anabel le cedió su voz. Como aquel montón de píxeles azules al que acabamos cogiendo cariño, la actriz no tiene memoria para las afrentas: “Las reconozco, me duelen, puedo mosquearme, pero no baso mi energía en devolverla o en odiar. Eso no significa que permita que todo el mundo se vaya de rositas pero no gasto más energía que lo indispensable”.

Inteligente, perspicaz y comprometida con una fama que entiende como una responsabilidad social, alzando su voz en Twitter, “eso que a veces es una jauría de lobos”, se ha convertido en “el azote de la derecha y de las injusticias”. Sin tapujos y al grano, ha llamado “apesebrado” al líder de Vox. Ha recordado a esa formación su doble moral respecto a las banderas (“Con lo que gustan las banderitas, pero la del colectivo LGTBI no”). Ha tirado de sarcasmo para responder también a Abascal cuando usa despectivamente el término titiriteros refiriéndose a los actores (“Voxotros. Ni cultura, Ni agricultura. Nostalgia de dictadura”). Ha mantenido la mirada a José Mª Aznar cuando el presidente de FAES afirmó que “con el Gobierno de Pedro Sánchez no habríamos entrado en el euro” (“por ti entramos en una guerra inventada y eso sí que es un hecho”). Ha desplegado ironía para recordarle a Pablo Casado que tenía “que haber ido a clase” para conocer la auténtica definición de “colonizar” y le ha preguntado “por qué no se ilegalizan los partidos condenados por corrupción” cuando el líder de los populares pidió que se ilegalizara a los partidos independentistas. Ha llamado “camaleónicos” a los dirigentes de Ciudadanos y ha dado más de un zasca a quienes reclaman la eliminación de la Ley Contra la Violencia de Género: “¿Qué os parece que cada vez que utilicen el término FEMINAZI utilicemos MACHISTASESINO? Yo creo que debe molestar”.

Algunos la llaman “pisacharcos” por sus mediáticos tirones de orejas, pero “más allá de esa tendencia fratricida que tenemos, como en el cuadro de Goya en el que están dos enterrados hasta la rodilla dándose de palos, lo mejor de nuestro país somos los españoles. Lo peor, en este momento, son nuestros políticos. Les falta talla, les falta enjundia, les falta ser políticos de altura, saber que te tienes que entender con el diferente. Eso lo echo mucho de menos”.

Convencida de que “hay que mojarse porque a veces el silencio es peor que la mentira”, Anabel bloquea en su cuenta a “troles e indocumentados”. Con astucia e inconfundible sabor, “con esta crispación, lo mejor es poner un poco de humor a la vida”, raspa y espinas que se hacen notar, pero no pinchan, Anabel Alonso despide su Playlist chupete en mano confirmando que “una sardina, una sola, es todo el mar”.

No tiene ni ocho ni ningún apellido vasco pero su niñez tiene olor, color y sabor a la desembocadura de la ría de Bilbao. A sus 55 noviembres, el recuerdo de su infancia se envuelve en la misma bruma por la que se abrían camino las embarcaciones del puerto al caer la noche para iluminar las aguas del Abra del Nervión y atraer a las sardinas a las redes que los arrantzales echaban hasta el alba. Y cuando aún Anabel niña dormía soñando con escenarios y aplausos, las sardineras ya esperaban en el alto de Mamariga la posición de alzada de los redeños para cargar la captura e ir a la lonja a venderla. Como aquellas mujeres de pecho acogedor, de lengua suelta, trabajadoras y curtidas en mil batallas, creció en Santurce esa niña, hija de salmantino y argentina, que 25 años después comenzaría a escribir su nombre en la historia de las artes escénicas, del humor y la televisión de nuestro país.

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