Cuando arranca El año del descubrimiento, el espectador no sabe dónde está. La textura de vídeo crepita, con esas características bandas que tiemblan en pantalla. En los primeros minutos, una voz situará al espectador en Cartagena, Murcia, en un bar de barrio. Toman cafés y cañas jóvenes y mayores, trabajadores, jubilados y parados. Se ven vasos de tubo, el humo de un cigarro. ¿Pero en qué año estamos? Esa es una de las preguntas que este documental de Luis López Carrasco busca que se haga el público. Porque el bar funciona como una cápsula del tiempo, una puerta abierta a un año clave, 1992. Clave no por los Juegos Olímpicos ni por la Exposición Universal; esas cosas sucedían lejos. Clave por la reconversión industrial que afectó a medio millar de empresas y miles de trabajadores y que en muy poco tiempo cambió por completo la vida de la ciudad. El 25 de julio de ese año, el arquero Antonio Rebollo prendería la llama del pebetero olímpico. El 3 de febrero, unos manifestantes anónimos que protestaban contra despidos colectivos en toda la región habían incendiado la Asamblea murciana.
"A mí me parecía que la reconversión industrial era un tema muy poco tratado y reducido a unos patrones determinados", dice el cineasta Luis López Carrasco, nacido en Murcia en 1981. Cuando se puso a preguntar en su entorno, la clase media de la capital, qué recordaban unos y otros de aquel año, "nadie recordaba absolutamente nada". La cosa cambió, claro, en cuanto volvió a Cartagena, la ciudad de sus abuelos. Allí, los nombres de Bazán, Peñarroya y Fesa-Enfersa no son una nota en un periódico. El derrumbe de estas tres grandes empresas, dedicadas a la construcción naval, la metalurgia y la química, acabó con cientos de empleos que pronto se convirtieron en miles, en cuanto la crisis se extendió por la región. Quienes habían estado en el Parlamento, o en alguna de las 127 manifestaciones celebradas a lo largo de 180 días, viven aún ahí, o lo han contado a sus hijos o nietos. "En Cartagena, evidentemente, todo el mundo lo recuerda", dice López Carrasco.
También evidentemente, el discurso que quedó de 1992 no fue el del desempleo, la lucha obrera y su fracaso (parcial). Fue el de los fuegos artificiales de la Expo de Sevilla y los aplausos de las Olimpiadas de Barcelona. ¿Por qué ese olvido? "Las miradas, a nivel general, estaban puestas en ese deseo de esperanza y de ilusión, la ilusión de que todo saliese bien en Sevilla y Barcelona para demostrar que España había salido de su atraso milenario", lanza el cineasta. "Todo lo que se alejase de ese discurso de modernidad y ostentación no interesaba". El año del descubrimiento sí parece interesar. Gran Premio del Jurado en el Festival de Cine Europeo de Sevilla, Gran Premio en el certamen francés Cinéma du Réel, premio en el Cinespaña de Toulouse, en Tesalónica... y recién nominado a los primeros premios de la alfombra roja española, los Forqué, galardones de los productores. Todo esto para un documental de 3 horas y 20 minutos, muy alejado de los clásicos bustos parlantes y poblado esencialmente por gente anónima. Es imposible no pensar en cierta justicia obrera. En 1992, dice el director, "había una idea muy generalizada de que nos habíamos vuelto demócratas y clase media de la noche a la mañana", por tanto lo que sucediera a la clase trabajadora industrial "se miraba con distancia y desinterés".
El joven equipo que está detrás de la película no quería resignarse. Si a principios de los noventa la conversación sobre la reconversión se reducía, dicen, a tachar a quienes se oponían a ella de contrarios a un progreso inevitable, ellos pretenden rescatar ese debate y ensancharlo. Todo el documental es una gran tertulia que abarca desde las secuelas físicas del trabajo manual hasta la igualdad de género en las cuadrillas, de la dificultad de educar en unos barrios degradados al papel de los sindicatos en el mundo laboral presente, de las estrategias de la lucha sindical en 1992 a las consecuencias ecológicas de la industria en la región. En su propósito de "sumar muchísimas voces", la película se les acabó "desbordando". El debate se transformó en "un fresco popular de esos barrios obreros desde el franquismo hasta la actualidad". Luis López Carrasco lo llama "la cara b del debate" mantenido en 1992. "Habíamos sido presos de un relato que no se corresponde con la realidad", dice, "y que además tiene consecuencias en la actualidad".
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El mecanismo que ha encontrado el equipo para hacer posible esta tertulia es uno de los grandes hallazgos de la cinta. Encontraron a la mayoría de los 45 vecinos que participan en barrios obreros como La Unión o La Concepción, a través de un casting que tenía pocas exigencias: "Personas mayores de 18 años que vivan en Cartagena y que puedan contarnos cosas de su barrio y de su trabajo". El espacio casi mágico donde sucede la acción es el bar Tana, un local de los años 40 que apenas ha cambiado y que permitía crear esa ilusión de atemporalidad en la que el espectador no sabe si lo que está viendo fue grabado en 1992 o en la actualidad. Para ello, los participantes pasaron también por vestuario, maquillaje y peluquería, para que su aspecto pudiera encajar tanto en los noventa como hoy. Esa es la única ficción. Las conversaciones son reales, grabadas a dos cámaras, alimentadas por las preguntas de López Carrasco, el coguionista Raúl Liarte o la ayudante de dirección Sandra Romero, pero mantenidas por personas que hasta ese momento quizás no se conocieran de nada. Esas charlas de bar, mantenidas en 9 días de grabación, retratan la vida de una región a lo largo de décadas.
Había algunos temores que López Carrasco tenía a la hora de enfrentarse al proyecto. Primero, temía mirar de nuevo a esas cuestiones con "condescendencia", como cree que se ocuparon de ellas los medios entonces y como "a menudo pasa en el cine social": "Para mí, ha sido enfrentarme a mis privilegios, darme cuenta de que en unos años felices de mi vida, que yo recuerdo con mucho cariño, la gente estaba muy jodida". Liarte sí vivía en uno de los barrios retratados, y ha confiado en él en parte para que eso no ocurriera. Pero otro temor era el de caer en la nostalgia, dejarse llevar por esos recuerdos de infancia o por el rechazo a la situación presente para defender la situación previa a 1992. "Intentamos no idealizar el pasado", dice, "plantear la película de manera muy propositiva, hacia el futuro, para ver cuáles pueden ser nuestros problemas comunitarios, cómo enfrentarnos a ellos para no ser comidos por el mercado de trabajo y del neoliberalismo". Se fija en el testimonio de Josefina Pérez, pionera del movimiento feminista en la región, y también del ecologismo. "Desde ese lugar, yo creo que se desactivan determinadas nostalgias obreristas, conjugadas en recuperar una supuesta época dorada que no va a volver".
Y ahí está, por ejemplo, la narración de un accidente laboral a los 14 años. El recuerdo que dos trabajadores hacen de sus padres, a quienes el trabajo duro y la experiencia de la guerra llevaron a una muerte temprana. La especialización del trabajo manual, dignificada, junto a la narración de unos sistemas de turnos imposibles que acaban con la salud de los trabajadores. La integración de la mujer en los equipos y el machismo, todo a la vez. Las mejoras logradas a través del trabajo sindical y los reproches legítimos que muchos hacen hacia estas organizaciones. Las promesas de una mejor educación que no llegaron a nada, los peligros de la droga y el juego antes y hoy. El año del descubrimiento trata de crear una genealogía obrera contra el discurso de la España de la meritocracia. "Nosotros intentamos formular las preguntas adecuadas, pero no somos capaces de ofrecer la respuesta de cuál puede ser el futuro del trabajo o del asociacionismo sindical", dice Luis López Carrasco. La película se permite solo una tesis: "Que sin esa reflexión colectiva estamos perdidos".
Cuando arranca El año del descubrimiento, el espectador no sabe dónde está. La textura de vídeo crepita, con esas características bandas que tiemblan en pantalla. En los primeros minutos, una voz situará al espectador en Cartagena, Murcia, en un bar de barrio. Toman cafés y cañas jóvenes y mayores, trabajadores, jubilados y parados. Se ven vasos de tubo, el humo de un cigarro. ¿Pero en qué año estamos? Esa es una de las preguntas que este documental de Luis López Carrasco busca que se haga el público. Porque el bar funciona como una cápsula del tiempo, una puerta abierta a un año clave, 1992. Clave no por los Juegos Olímpicos ni por la Exposición Universal; esas cosas sucedían lejos. Clave por la reconversión industrial que afectó a medio millar de empresas y miles de trabajadores y que en muy poco tiempo cambió por completo la vida de la ciudad. El 25 de julio de ese año, el arquero Antonio Rebollo prendería la llama del pebetero olímpico. El 3 de febrero, unos manifestantes anónimos que protestaban contra despidos colectivos en toda la región habían incendiado la Asamblea murciana.