Una kelly pasa la mopa en el escenario del Teatro Real. Es una imagen reconocible, actual. La encarna la mezzosoprano Karine Deshayes como protagonista de La Cenerentola (La Cenicienta), la ópera de Rossini con la que la institución madrileña estrenó la temporada. La kelly (literalmente, la que limpia) comienza sola sobre las tablas, limpiando, y acaba igual. Entre medias está la orgía de luz y color que no se sabe si limpia o, acaso, imagina solamente mientras empuja su pesado carro en soledad.
La ópera bufa sonó este jueves como un pinchazo contundente de una vacuna contra la solemnidad, ahora que la pandemia parece remitir (por fin, un respiro), o como una institucional declaración de intenciones de que la ópera también debe ser carnaval. Hay mucho desenfreno en el montaje del noruego Stefan Herheim, que hace más digerible la ópera para un público actual llenando el escenario de gags, autoironía y teatro dentro del teatro, pero también varias imágenes que de gran poder evocador, como la chimenea inicial (que expulsa cenizas —La Cenicienta— y a los personajes principales).
Seamos sinceros: tres horas (con descanso) del cuento de La Cenicienta se pueden hacer eternas con solo tomarse la trama un poquito en serio. Más vale asumir desde el principio la farsa (o incluso la farsa dentro de la farsa) y así poder disfrutar de la música de un Rossini que la compuso con 24 años y que, seguramente, también buscaba divertirse además de crear una música absolutamente eléctrica.
Esta Cenicienta no es Disney, sino una mezcla entre Alicia en el país de las maravillas y las temporadas más eficaces de Aquí no hay quién viva. Todo es fácil, aquí no hay grandes y complejas tramas ni imágenes inaccesibles que hacen de la ópera tan a menudo un arte exigente y pretendidamente sesudo. Encaja sin esfuerzo, incluyendo el recurso dramatúrgico más logrado. Se trata de la presencia del propio Rossini, encarnado por el padre tosco y folclórico (por momentos, parece una madama) y, también por un coro de clones de la estampa del compositor. Con su pluma, el músico va dirigiendo la orquesta, haciendo bailar a los cantantes o brindándoles el libretto para que lean directamente la trama en vez de representarla.
Pero hay más: desde el encendido de las luces y la proyección en el fondo del escenario de las butacas del teatro, a modo de espejo de los propios espectadores, hasta la inclusión del director musical, Riccardo Frizza, en el escenario por sorpresa al comenzar el segundo acto, pasando por las proyecciones y constantes efectos visuales.
Todo vale para quitarle hierro al asunto y reírse de las pretendidas lecciones morales que, en realidad, no pueden ser tomadas en serio por más que el libretto original viniese orlado por el lema “la bondad triunfa”. Pero ni antes, ni ahora. Y para muestra, la kelly, un símbolo de la precariedad laboral que acaba en el punto de partida, desposeída de todas sus hazañas como princesa de cuento. Por ella, como por un colectivo tan castigado, el distinguido público del estreno, ministros y líder de la oposición incluidos, quizás pudieran hacer algo en sus horas de trabajo, de modo que probasen, esta vez sí, que “la bondad triunfa”.
A Rossini tampoco parece preocuparle y el vendaval de su música devora a los propios personajes, esclavos de la partitura, y a la propia trama. En sus continuas progresiones, en sus arias imposibles, llenas de texto escupido a toda velocidad, o en su derroche de virtuosismo se puede medir sin mucho esfuerzo la calidad de orquesta y cantantes. En el foso, Frizza demuestra autoridad y experiencia pese a que no siempre todo funciona como un reloj. La sincronía con las tablas no es fácil y a veces la ligereza y sencillez del compositor se pierde, otorgando un peso a la música que no le conviene, pero el saldo es, sin duda, positivo.
Karine Deshayes, muy aplaudida, cumple con creces su papel como una Cenicienta solvente y quizás demasiado cauta o tímida en más de una ocasión. Las españolas Rocío Pérez y Carol García, en el papel de sus hermanas, le ganan en recursos actorales y gracia. Un peldaño por debajo de la mezzo francesa está Dmitry Korchak, con unas dotes vocales envidiables que, sin embargo, no acaban de cuajar. Destaca Roberto Tagliavini por su solidez, con un papel mucho más modesto que el que interpreta Florian Sempey, este último no siempre claro en su línea vocal y simplemente correcto en su papel de bufón. En el segundo reparto su papel lo interpreta Borja Quiza, quizá con más garantías.
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La reina Sofía durante la inauguración de la temporada 2021/2022 del Teatro Real con la representación de la ópera La Cenerentola, este jueves en Madrid. | EFE
El público aplaudió y bien la función, aunque menos que en el preestreno para jóvenes de hasta 35 años. El hedonismo se hace cuesta arriba o se convierte en una aventura furtiva cuando la noche es encorsetada y está salpicada de grandes personalidades que previamente pasaron por el objetivo de los paparazzi. La reina Sofía presidió el acto y el público la aplaudió a su llegada, durante la interpretación del himno nacional y a su salida (sin duda más que a los actuales reyes cuando acuden), sin que quedase claro si era por su popularidad, por su conocido apoyo a la música clásica o quizás en solidaridad por sus visicitudes como reina consorte, conocidas tras la abdicación de Juan Carlos I. Todas las explicaciones son posibles y, quizás, alguna de ellas no del todo confesable en un patio de butacas ocupado por buena parte del poder económico y político.
Al lado de la reina emérita estuvo el ministro de Cultura, Miquel Iceta, la de Justicia, Pilar Llop, o el presidente del Senado, Ander Gil, se ocuparon de una representación gubernamental de alto nivel. La oposición no fue menos, con Pablo Casado, el alcalde de Madrid, Martínez Almeida, o Inés Arrimadas, líder de Ciudadanos.
Una kelly pasa la mopa en el escenario del Teatro Real. Es una imagen reconocible, actual. La encarna la mezzosoprano Karine Deshayes como protagonista de La Cenerentola (La Cenicienta), la ópera de Rossini con la que la institución madrileña estrenó la temporada. La kelly (literalmente, la que limpia) comienza sola sobre las tablas, limpiando, y acaba igual. Entre medias está la orgía de luz y color que no se sabe si limpia o, acaso, imagina solamente mientras empuja su pesado carro en soledad.