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Desde Cannes, día 1

Alberto Mira

Cannes —

No hay por qué eludir el tópico. Cannes es el lugar por donde tiempo ha, en un día de mayo, uno podía ver a Fellini, Visconti, Truffaut, Godard, Antonioni, Malle, Penn, Welles, codo con codo con Romy Schneider, la princesa Grace y Marcelo Mastroianni. La elegía se canta sola: hoy no sólo se trata de figuras cada vez más olvidadas, sino que lo que representaron, un arte del que toda una sociedad estaba pendiente, se encuentra en una situación cada vez más precaria. De hecho es precisamente el cine que representa Cannes, un cine de autor, artísticamente ambicioso, el que acusa la crisis actual: mientras que películas de superhéroes siguen trayendo público a las salas, el cine que desarrolla otra relación, acaso tan profunda, quizá menos ruidosa, con su público está en retroceso. Es el cine que el espectador prefiere ver en su casa.

No es el fin de las narrativas audiovisuales. Cannes sigue sin dejarse convencer por el modelo Netflix, pero grandes paneles que anuncian la aplicación TikTok se erigen burlones, frente al Palais des Festivals, lanzando un reto, declarando que ellos son “ahora”. Y sí, vemos tantas historias en imágenes como siempre, y sería un poco injusto no reconocer que cualquier tiempo pasado no fue tan bueno, que lo que inspiró debates o deslumbramientos era la punta de un iceberg mayormente prescindible. Y sin embargo, sin lo prescindible, lo imprescindible era imposible. Y el cine tuvo dificultades para imponerse como un arte legítimo hasta que realmente nos dimos cuenta de que era irremplazable. No sólo contaba muy bien ciertas historias, establecía perfectamente unas relaciones entre lo público y lo privado en grandes salas donde uno no podía apretar la pausa. El cine demandaba atención y nos arrebataba cuando la concedíamos. Y por eso Fellini y los suyos dominaban la cultura.

Pero aunque la centralidad que tuvo no sea recuperable, la 75 edición del Festival de Cannes llega con muchas ganas después de dos años en clave menor. No podemos esperar que Cronenberg, Denis, los Dardenne, Hazanavicius, Serra, Park o Mungiu tengan las ambiciones artísticas o culturales de sus antecesores. No tiene por qué ser así. Y Cannes es más que una serie de películas que juzgamos en redes a veces con poca reflexión o generosidad. Hoy alguien en mi vuelo comentaba que Cannes es al cine lo que un campo de golf es al mundo de los negocios: es el lugar donde todo el mundo cierra tratos. También es el lugar donde el cine importa, donde el cine cree, durante diez días de mayo, que es central a la cultura, a nuestros intercambios como sociedad. La energía es palpable. Uno pasea por el Marché y ve las tendencias, los proyectos, esquinas de la narrativa audiovisual que no sabe que existen, pero que en algún lugar llegarán a alguien.

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Las dos películas que he visto hoy creo que ilustran muy bien el potencial del cine para capturar la atención de manera irremplazable. En la sección , que quiere ser cada año un muestrario sobre el mundo que vivimos, la coproducción franco-senegalesa Tirailleurs/ Father and Soldier de Mathieu Vadepied nos habla de una parte de nuestra historia que conocemos y que no conocemos: la de los soldados africanos que lucharon por Francia durante la Primera Guerra Mundial. Secuestrados de sus poblados, vivieron un verdadero shock cultural y sufrieron un brutal racismo. La historia se centra en un padre y su hijo senegaleses que tiene que adaptar su relación, basada en lazos tradicionales, para sobrevivir en el ejército francés. En poco menos de dos horas, se desgranan ideas y emociones, y por si fuera poco está el magnetismo de Omar Sy, que interpreta al padre. Como Sy ha dicho durante la presentación, el tema es, además, de triste actualidad.

Le Otto Montagne, la película italiana de la competición oficial de Charlotte Vandermeersch y Felix Van Groeningen, empieza mostrando la amistad entre dos niños, uno que vive en las montañas, otro en la ciudad. Los niños crecen y su amistad, complicada, casi obsesiva, sobrevive a amantes, crisis, a la ruina y a años de silencio. Pero esto es solo la trama. Le Otto Montagne nos muestra lugares deslumbrantes, que son paisajes del alma, que nos hablan de la gente que los habita, que los ama y que se deja penetrar por ellos. Le Otto Montagne tiene lo mejor de Luca y lo mejor de Brokeback Mountain y dudo que la novela en que se basa nos pudiera impresionar de la misma manera. El cine hace con el espacio lo que ningún otro arte hace.

No podemos resignarnos a que este modo de contar historias y esta relación con el público desaparezca. Y yo estoy convencido de que va a ser un gran año para el cine.

No hay por qué eludir el tópico. Cannes es el lugar por donde tiempo ha, en un día de mayo, uno podía ver a Fellini, Visconti, Truffaut, Godard, Antonioni, Malle, Penn, Welles, codo con codo con Romy Schneider, la princesa Grace y Marcelo Mastroianni. La elegía se canta sola: hoy no sólo se trata de figuras cada vez más olvidadas, sino que lo que representaron, un arte del que toda una sociedad estaba pendiente, se encuentra en una situación cada vez más precaria. De hecho es precisamente el cine que representa Cannes, un cine de autor, artísticamente ambicioso, el que acusa la crisis actual: mientras que películas de superhéroes siguen trayendo público a las salas, el cine que desarrolla otra relación, acaso tan profunda, quizá menos ruidosa, con su público está en retroceso. Es el cine que el espectador prefiere ver en su casa.

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