Ahora que ha muerto y cualquier emoción se antoja a la vez insuficiente y exagerada, varias imágenes de David Lynch acuden a nuestra memoria. Imágenes que pueden sorprender por lo contradictorio. David Lynch es aquel ciudadano de Los Ángeles que aprovechó el confinamiento en 2020 para empezar a dar hilarantes partes meteorológicos en su canal de YouTube. También es el actor de algunas de sus obras, interpretando al memorable agente Gordon Cole en Twin Peaks, o a otro firme policía que tenía que interrogar a un mono sospechoso de asesinato en el corto What Did Jack Do? Roles fundamentalmente cómicos, que acaso quisieran matizar ideas enquistadas sobre su carrera. Lynch también dobló a un personaje animado en El show de Cleveland.
Son gestos tan rompedores como la alegría genuina que transmitía a cada aparición pública —en un momento dado combinó la meteorología casera con la orgullosa exhibición de sus trabajos de carpintería—, y desde luego el amor irredento que le profesaba la cinefilia a lo largo del mundo, arrojado a un éxtasis indescriptible cuando encima Lynch accedió a interpretar a John Ford en Los Fabelman. Este amor emanaba, y aquí está lo curioso, de haber experimentado cosas que no tendrían mucho que ver con esta criatura entrañable, presa de una suerte de “mascotización” mediática en los últimos años de su carrera. Porque Lynch, ante todo, es el arquitecto de los lugares más aterradores a los que ha llegado el audiovisual estadounidense en las últimas décadas.
En nuestra memoria, así, están tan presentes los arrebatos de optimismo de Lynch —hace pocos meses ya nos emocionó lo suyo por su actitud cuando le diagnosticaron un enfisema pulmonar, asegurando que no iba a dejar de trabajar y que no se arrepentía de lo que adoraba fumar—, como la obra sombría y desasosegante que vino poniendo en pie desde los años 70. Pensar en Lynch también es, evidentemente, pensar en la escena del callejón de Mulholland Drive, donde la narración del personaje sobre una pesadilla recurrente encadenaba con un susto histórico que, inevitablemente, también se convertiría en nuestra pesadilla recurrente a partir de entonces.
Esta contradicción constante entre luz y oscuridad tuvo una plasmación directa en otro rincón de su carrera, posiblemente su punto de inflexión. Terciopelo azul fue la segunda película que le produjo Dino De Laurentiis, luego de la fatídica experiencia que fue para Lynch dirigir un blockbuster de alto presupuesto como Dune a mediados de los 80. Dune motivó el voluntarioso alejamiento de Lynch de la industria para conservar su independencia artística —desde entonces cada nuevo proyecto sería una lucha constante—, y precedió una declaración de principios tan rotunda como la escena que clausuraba Terciopelo azul. “Es un mundo extraño, ¿verdad?”, decía Laura Dern.
Parecía un final feliz, parecía que esa frase era admirativa y parecía que el lecho sonoro de Mysteries of Love, con la angelical voz de Julee Cruise, solo ansiaba refrendar la belleza esquiva de nuestro mundo. Y en efecto ese pájaro que contemplaban los personajes era muy bonito. Tanto como para pasar por alto el escarabajo que se retorcía de dolor en su pico, a punto de ser devorado.
David según David
David Foster Wallace partió de Terciopelo azul y de esta secuencia en concreto para proponer una tesis sobre el cine de David Lynch. Una tesis que por cierto nadie le había pedido: la revista Premiere le había enviado al rodaje de Carretera perdida en verano de 1996 con el encargo de hacer un reportaje periodístico. Pero al autor de La broma infinita esto no le interesaba y apenas llegó a intercambiar palabra con él: la primera vez que le vio estaba meando tras un árbol y no le quiso molestar, y luego a la hora de elucubrar un perfil solo se le ocurrió apuntar que Lynch bebía muchísimo café (y que por eso tenía que orinar tan a menudo).
Esta distancia enmarca David Lynch conserva la cabeza, el artículo que finalmente salió de la visita de Foster Wallace. El desdén del escritor por conocer en persona a Lynch no excluía lo muchísimo que le apasionaba su obra, en su opinión no tanto una equilibrada mezcla de cine comercial y cine de arte y ensayo —hay quien justifica así su éxito popular— como ocupante de un tercer territorio. El ímpetu de Lynch trascendería estas categorías en función al propósito central del cineasta: según Foster Wallace, incrustarse despóticamente en nuestro cerebro. “A Lynch le importa penetrar en tu cabeza más que lo que vaya a hacer cuando está dentro”.
Asumiendo esto, Foster Wallace creía haber divisado un propósito para estas operaciones, y en su artículo estrictamente no-periodístico aseguró que este era un “diagnóstico del mal”. “Lynch no apoya o mitifica el mal sino que lo diagnostica: lo diagnostica sin el cómodo caparazón de la desaprobación y con un reconocimiento al hecho de que es tan poderoso porque tiene una vitalidad repulsiva y es imposible no mirarlo fijamente”. A tenor de esta idea, Foster Wallace rechazaba las lecturas críticas canónicas sobre Terciopelo azul: esas que apoyándose en el plano de la oreja pudriéndose en el césped apuntaban a una exploración del mal oculto en una sociedad idílica.
Para Foster Wallace esto implicaba una cobardía que Lynch desafiaba de forma arrogante: “Nos gusta tanto la idea de los ‘secretos’ y las ‘fuerzas malignas subterráneas’ porque nos gusta ver confirmada nuestra ansia de que la mayoría de las cosas malas y sórdidas en realidad son secretas, están ‘encerradas’ o ‘bajo la superficie’”. No hay tal cosa como un mal oculto y es lo que lleva a la conclusión obligatoria si cualquier espectador tiene curiosidad por conocer a Lynch: su obra no funciona por deducción. Los asideros de la lógica y el progreso narrativo, puntales del cine comercial, son inoperantes a la hora de experimentar buena parte de la obra de Lynch.
Tan revelador como el plano del pájaro devorando al escarabajo —donde todo estaba a la vista, simplemente no queríamos verlo— serían entonces los primeros días del Agente Cooper en Twin Peaks. El personaje de Kyle MacLachlan —recién llegado de Terciopelo azul— abandonaba muy pronto la pretensión de resolver el asesinato de Laura Palmer utilizando herramientas convencionales, propias de su oficio detectivesco. En su lugar, con esa amabilidad irresistible, decía enseguida que ya había resuelto el crimen… solo que lo había hecho en sueños.
El sueño y los soñadores
Twin Peaks es la serie cuya tercera temporada, en 2017, supuso un ejercicio de demolición de convenciones aún más virulento de lo que supusieron las dos primeras entregas en los años 90. Pero, al margen de cómo sacudiera la forma en que el público había asumido hasta entonces que eran esas series de prestigio a la altura cualitativa del cine —tras el reinado de HBO y con el incipiente liderazgo de Netflix—, Twin Peaks: The Return era una refundación de los principios lynchianos. Un nuevo esfuerzo por situar las piezas y releer todo aquel abanico de caóticas sensaciones —entre el gozo, la desorientación y nuevamente el gozo— que nos había despertado la serie.
De la dependencia del Agente Cooper de los sueños para esclarecer qué sucedía en ese pueblo pasábamos a la aparición de un enigmático personaje interpretado por Monica Bellucci, que decía lo siguiente: “Somos como el soñador que sueña y vive dentro del sueño… ¿pero quién es el soñador?”. Como en esa escena tenía a Gordon Cole enfrente era fácil pensar que dicho soñador era David Lynch, y desde luego es evocador —incluso reconfortante tras tamaña pérdida— pensar en nosotros mismos o nuestra experiencia terrenal como sueños de Lynch. Pero el soñador ha muerto y nosotros, incomprensiblemente, seguimos aquí. No puede ser tan sencillo. No funciona tal lógica.
Lo que Foster Wallace quería apuntar a su modo —y lo que quizá Lynch nos quiso confirmar al vender una y otra vez las bondades de la meditación trascendental—, es que la grandeza de esta obra residía en una suspensión del causa-efecto. La pregunta de quién es el soñador es retórica, solo es una estrategia para expandir el sueño en otra dirección y agitar certezas desde otro ángulo, finalmente explosivo por originarse en el entorno estadounidense. Que Lynch esté tan vinculado a Hollywood —y haya prestado tanta atención a los fantasmas de Los Ángeles— explica su extraña fama y esa indeterminación (tan estética como industrial) en el conjunto de su obra.
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La suspensión de la causalidad también implica poner en cuarentena las jerarquías. Se supone que Lynch es incomprensible para el espectador medio, pero mucha gente le descubrió en España a través de Telecinco. Se supone que sus narraciones son insatisfactorias, pero pocos autores como él con semejante claridad expositiva. Se supone que le interesa el mal y lo ha retratado obsesivamente, pero la reacción que despierta de forma unánime no es siquiera admiración, es alegría.
Lynch ha deambulado por la historia del cine como si esta, efectivamente, fuera un sueño. La ha entendido como un compartimento sin márgenes definidos, donde el arte en que tanto brilló podía nutrirse de otras artes. Esto explica tanto la magnificencia de todos los departamentos en cada obra —el rol clave del sonido en nuestro viaje sensorial, particularmente— como su afición por la pintura y, sobre todo, la experimentación incansable. Entre Twin Peaks, Mulholland Drive e Inland Empire —posiblemente la mejor película del siglo XXI— Lynch lo ha dejado todo desparramado, ha saboteado todos los asideros que identificaban a la realidad como real.
Algo que, en la última paradoja de todas, no ha deparado una confusión excesiva. Ya sea porque esa metódica exploración del mal ha dejado entrever automáticamente un bien absoluto enunciado en negativo, o simplemente por haber acometido ese viaje sin más pretensión que el cuño de una expresividad lúdica y honesta, el mundo que nos mostró Lynch no era al final tan aterrador como parecía. Porque, al menos, lo compartíamos con él.
Ahora que ha muerto y cualquier emoción se antoja a la vez insuficiente y exagerada, varias imágenes de David Lynch acuden a nuestra memoria. Imágenes que pueden sorprender por lo contradictorio. David Lynch es aquel ciudadano de Los Ángeles que aprovechó el confinamiento en 2020 para empezar a dar hilarantes partes meteorológicos en su canal de YouTube. También es el actor de algunas de sus obras, interpretando al memorable agente Gordon Cole en Twin Peaks, o a otro firme policía que tenía que interrogar a un mono sospechoso de asesinato en el corto What Did Jack Do? Roles fundamentalmente cómicos, que acaso quisieran matizar ideas enquistadas sobre su carrera. Lynch también dobló a un personaje animado en El show de Cleveland.