Cementerio incivil

Le debo a Dámaso Alonso mi iniciación, hace ya más de sesenta años, en el disfrute de las geniales Soledades de Luis de Góngora. Fue una satisfacción inmensa poder agradecérselo personalmente. Me refiero a su versión en prosa de dichos poemas, sin la cual sus complejidades metafóricas, alusiones míticas y enrevesada sintaxis habrían estado entonces fuera de mi alcance, empezando con los versos inaugurales de la primera composición de la trilogía:

Era del año la estación florida

en que el mentido robador de Europa

media luna las armas de su frente,

y el Sol todos los rayos de su pelo 

luciente honor del cielo,

en campos de zafiro pace estrellas.

¿Mentido robador de Europa? ¿Paciendo estrellas en campos de zafiro? El poeta de Hijos de la ira vino en mi ayuda: “Era aquella florida estación del Año en que el Sol entra en el signo de Tauro (signo del Zodíaco que recuerda la engañosa transformación de Júpiter en toro para raptar a Europa). Entra el Sol en Tauro por el mes de abril, y entonces el toro celeste (armada su frente por la media luna de los cuernos, luciente e iluminado por la luz del Sol, traspasado de tal manera por el Sol que se confunden los rayos del astro y el pelo del animal) parece que pace estrellas en los campos azul zafiro del cielo”. 

¡Albricias!  D. Dámaso me salvó de mi desesperación y, desde entonces, soy fervoroso admirador del cordobés.  

¿Cuántos europeos, amenazados de rapto por el monstruoso toro a quien han elegido presidente los descarriados transatlánticos, conocen el origen del  nombre de nuestro querido continente, hoy en tan grave peligro? Me imagino que no muchos. Don Luis,  erudito latinista y profundo conocedor de la antigüedad grecorromana y sus mitos, además  de tener su lado popular andaluz, sí está al tanto. Desde lo alto del Olimpo, Zeus/Júpiter el libidinoso ha espiado a la joven Europa, quizás en Fenicia, y, sin pensárselo dos veces, se convierte en resplandeciente astado blanco y se presenta, todo mansedumbre, en la pradera donde juega con sus amigas. Fascinada, la muchacha  lo acaricia y cubre de flores, y el dios,  viendo que se sale con lo suyo, se arrodilla, invitándola a subir. Y sube. Y pasa lo que pasa. El toro se levanta,  se va corriendo con ella a la playa, se mete entre las olas y, nadando a toda prisa, desaparece de vista rumbo a Creta. Allí, reasumido su aspecto habitual, le explica quién es. Le pide que se case con él –aunque ya tiene esposa, la celosa Juno–  y la chica, ante coyuntura tan inesperada y repentina, dice que sí. ¡Ay de ti, Europa, lo que te espera!      

En España nunca hay ni ha habido acuerdo sobre casi nada. Da pena ver los miserables ademanes en el Congreso de personas como Gamarra, Bendodo, Semper y compañía

Estamos, unos miles de años después, en otro inicio de estación florida. Hace una semana oí los primeros silbidos de los vencejos sobre los tejados de la capital española. ¡Qué alegría constatar su vuelta para anidar entre nosotros! Para mí, estas criaturas  oscuras, entre las aves más veloces (y acrobáticas) del mundo, son el anuncio anual de que, pese a la bestialidad y egocentrismo de los seres humanos, la Madre Naturaleza sigue resistiendo.     

Estar ya a comienzos de abril me ha recordado no solo a Góngora sino a Antonio Machado y sus maravillosos poemas inspirados por el paisaje abrileño soriano:  

La primavera besaba

suavemente la arboleda,

y el verde nuevo brotaba

como una verde humareda...

El contacto con aquellas tierras cruzadas por el Duero significó un cambio profundo en la poesía machadiana. Casi de repente se desvanece el jardín interior de su primera época, tan en deuda con el simbolismo francés, y se fija en lo que hay allí fuera, delante y alrededor de él. “A orillas del Duero”, inspirado por su inaugural visita a Soria en 1907, para tomar posesión de su cátedra de francés en el Instituto, lo dice todo. Luego será el milagro de Leonor, con su atroz desenlace, y la poesía elegíaca quizás más hermosa y enternecedora del idioma, compuesta en el duro exilio de Baeza.     

Con tanto Machado manándome desde los adentros, no ha habido más remedio que volver a pagar mis respetos a su abuelo paterno, el gaditano Antonio Machado Núñez, quien, recorriendo con el niño las riberas del Guadalquivir, le había transmitido su hondo amor al medio ambiente: flores silvestres, peces, animales...  De modo que me subí al metro de La Almudena. No para entrar en el inmenso camposanto católico sino para ir subiendo, Avenida de Daroca arriba, hacia el otro. Hacia el que alberga  a los disidentes, ateos, agnósticos, extranjeros y demás ralea de la “anti-España”. Entre ellos, tres de los cuatro presidentes de la Primera República –Salmerón, Figueroa, Pi y Margall (solo falta Castelar)–, los prohombres de la Institución Libre de Enseñanza (Francisco Giner de los Ríos, Manuel Bartolomé Cossío...), Sanz del Río (el que trajo el krausismo), el director de la Residencia de Estudiantes (Alberto Jiménez Fraud), Julián Besteiro, Pío Baroja  y Américo Castro.       

En el parque que antecede al Cementerio Civil, cinco urracas muy excitadas se estaban persiguiendo, chirriaban los gorriones,  y por todo el rincón verdeaban los árboles y asomaban florecillas amarillas, blancas, malva, violeta. Me sentía feliz.  

Luego, el horror. Primero, me encontré con la tumba del abuelo Machado Núñez en un estado lamentable de conservación, con las inscripciones de la lápida ennegrecidas, ilegibles. Y lo mismo con las de la Institución Libre de Enseñanza y muchísimas más. Ello debido al moho y musgo acumulados encima, más la broza desparramada por los vetustos cipreses del lugar. Se trata, en realidad, de un cipresal en toda regla, lo cual desentona ya de entrada en un cementerio civil, donde –hay que deducirlo– la creencia en el alma y su puntiaguda ascensión al cielo más bien escasea.  

Por lo menos, libre de dichos árboles, el enhiesto mausoleo de Salmerón sigue impertérrito, con el panegírico de Clemenceau (“Dio honor y gloria a su país y a la humanidad”) y el impresionante lema “Dejó el poder por no firmar una pena de muerte”. También se libra el panteón de Pablo Iglesias.  

Estuve una hora en el rincón, a mediodía. No vi allí a un solo ser viviente. La cabina de la entrada estaba sin nadie. Ninguna indicación de las tumbas históricas, ninguna orientación para el visitante. Me fue imposible no pensar en Mariano José de Larra, autoinmolado en 1837, en sus reflexiones desgarradas y desgarradoras sobre España, ¡tan actuales hoy!, y su visión del que pudo haber sido ya el Cementerio Civil (no inaugurado hasta 1884): “Aquí yace media España, murió de la otra mitad”.

En España nunca hay ni ha habido acuerdo sobre casi nada. Da pena ver los miserables ademanes en el Congreso de personas como Gamarra, Bendodo, Semper y compañía. Sí, es verdad, González Pons, en un momento de decencia, dijo lo que dijo de Trump, pero luego se ha callado como... una tumba, de esas tumbas blanqueadas de los hipócritas que San Mateo dice que dijo Jesucristo.

Por lo menos la España progresista podría ocuparse de sus muertos ilustres, honrarles debidamente, ya que no lo van a hacer nunca los otros. ¿Sería demasiado rogar al Gobierno de Pedro Sánchez que, antes de que acabe la legislatura, tome cartas en el asunto y adecente y proteja este histórico lugar,  casi me atrevería a decir sagrado?    

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Ian Gibson es hispanista, especialista en historia contemporánea española, biógrafo de García Lorca, Dalí, Buñuel y Machado. Su último libro, autobiográfico, lleva el título de 'Un carmen en Granada' (editado por Tusquets).

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