Sumar más que el conjunto de las partes Cristina Monge

Intuía que en cualquier momento se darían cuenta de lo beneficioso que les resultaría sacar con renovado vigor, en las actuales circunstancias nacionales e internacionales, el quizás principal bulo de la historia española. Y ya está. El cónclave ultra de Madrid ha sido la mejor oportunidad imaginable.
Al enterarme, lo primero que hice fue buscar un artículo del gran historiador José Álvarez Junco, que hace seis años me llamó poderosamente la atención. Lo acabo de releer con igual admiración que entonces. Titulado La Reconquista, se publicó en El País el 27 de enero de 2019.
Álvarez Junco nos recuerda que el término es un invento del siglo XIX. Me tomo la libertad de citarle al respecto:
El concepto de Reconquista, y el término mismo, son modernos. Los cronistas de Alfonso III presentaron, sí, la guerra contra los musulmanes como un intento de restablecer la monarquía visigoda. Pero los historiadores (Ocampo, Morales, Mariana) usaron, como mucho, la palabra “restauración”. Nadie habló de reconquistar, sino de tomar, ganar o conquistar, una ciudad a los musulmanes. Sólo a principios del XIX apareció ese término, de la mano de Modesto Lafuente, quien lo refirió a un conjunto de guerras, o a una guerra intermitente, de ocho siglos. Y sólo en la segunda mitad del XIX se consagró el nombre de “Reconquista” para todo aquel periodo histórico.
Confieso no haber consultado la muy voluminosa obra en cuestión de Lafuente, Historia General de España (1850–1867), editada en seis tomos y treinta volúmenes. Pero me fío de Álvarez Junco.
¡Una “Reconquista”, cuidadosamente planificada, que dura ochocientos años! Un día hubo que deshacer el bulo. Por algo Antonio Gala se burlaba, como él sabía hacerlo, de quienes eran capaces de creerse el esperpento. Se trataba de una auténtica locura.
Por cierto, me imagino que pocos españoles de derechas estarán dispuestos a aceptar la etimología del nombre de la patria que tanto les llena la boca. Pero, quieran o no, filólogos “objetivos”, tanto españoles como “guiris”, parecen estar de acuerdo sobre la cuestión y nos dicen que el topónimo, de origen cartaginés, significa ni más ni menos que “territorio muy poblado de conejos”. El animalito no se conocía, por lo visto, en el norte de África, y los comerciantes de Cartago, que recorrían en sus eficaces barcos las costas que hoy llamaríamos andaluzas, se sorprendieron tanto ante su proliferación al otro lado del Estrecho que bautizaron el territorio con su nombre. De allí lo tomaron luego los romanos, añadiéndole la “H” inicial, y se quedó en Hispania. De modo que, cuando los que se creen los únicos españoles auténticos gritan, de voz en cuello al estilo de Tejero, el nombre sagrado de la nación, están en realidad articulando el de un pequeño mamífero de grandes orejas, rápido correr y vida doméstica subterránea.
Hace unos meses releí, con inmenso placer, El poema de myo Cid. Allí, por mucho que busquen el señor Abascal y los suyos, no encontrarán la palabra “reconquista”, y mucho menos con “R” mayúscula. Pero sí notarán que al Campeador y sus secuaces solo les interesa la “ganancia”, es decir el oro y la plata, las tierras y las mujeres, que se les acumularán con la conquista del próximo castillo “moro”. En el poema hay decenas de versos relativos al proceder. Cinco muestras:
Grandes son las ganançias que priso por la tierra por do va.
En este castiello gran aver avemos preso;
los moros yazen muertos, de vivos pocos veo.
Traen oro e plata que non saben recabdo,
refechos son todos esos christianos con aquesta ganançia.
Alegravas el Çid e todos sus varones
que les creçe la ganançia ¡Grado al Criador!
Sobejanas son las ganançias que todos an ganadas.
Uno de los personajes principales del poema es el obispo matamoros Jerónimo, que, no contento con haber despachado personalmente a muchos de ellos en la conquista de Valencia –suprema meta del Cid, garantía de su futuro poderío–, dice una misa que define claramente su manera de entender la religión de Jesús:
El que aqui muriere lidiando de cara
prendol yo los pecados e Dios le abra el alma.
A la hora de discurrir sobre los mitos del nacionalismo, que mucha gente necesita para tener algo de fe en el país donde les ha tocado nacer, hay que agradecer la lucidez de Álvarez Junco y la cofradía actual de historiadores honrados.
No hay español que no tenga una mezcla sanguínea en las venas. España es un crisol, una aleación, donde se funden diversos componentes orientales y occidentales... y de alguno más
Cabal entendido en la materia es también José Luis Villacañas, cuyo libro Imperiofilia y el populismo nacional-católico. Otra historia del imperio español (Lengua de Trapo) –contestación al best-seller alucinante de Elvira Roca Barea Imperiofobia y la leyenda negra– me parece encomiable. Su lectura me ha recordado mis conversaciones con Ernesto Giménez Caballero, cuando, hace ya varias décadas, preparaba mi libro sobre José Antonio Primo de Rivera. Autor de Genio de España (1932), breviario del fundador de la Falange, Giménez Caballero, a diferencia de otros muchos, nunca renegó de ser fascista. Razonaba, sin vergüenza alguna, que el mundo es para los fuertes, que la Madre Naturaleza no quiere saber nada de débiles, impotentes y “maricones”, que el deber del macho es conquistar a los inútiles bárbaros que no tienen derecho a las riquezas de su territorio nativo. O sea, que el Imperio es lo único que vale. Quien fue, durante los años veinte, director de La Gaceta Literaria, la revista cultural española más ambiciosa y difundida de la época, se convirtió, durante los treinta en un auténtico energúmeno mussoliniano. Los enemigos de España le habían robado su Imperio, y ahora había que recobrarlo, reconstruirlo o forjarse otro, físico o espiritual. Y punto.
¿Y la sangre pura? No hay español que no tenga una mezcla sanguínea en las venas. España es un crisol, una aleación, donde se funden diversos componentes orientales y occidentales... y de alguno más. Habría que entenderlo como enorme potencial cultural, ya explorado en el pasado (la Córdoba de al-Andalus, la Escuela de Traductores de Alfonso el Sabio en Toledo....). No puedo olvidar, en este contexto, las palabras vanagloriosas que Lope de Vega hace pronunciar al protagonista de Peribáñez y el comendador de Ocaña:
Yo soy un hombre,
aunque de villana casta,
limpio de sangre y jamás
de hebrea o mora manchada.
¿De dónde saca Peribáñéz, campesino iletrado, la certidumbre de no tener “mancha” en la sangre, de ser cien por cien “cristiano viejo”? ¿Y por qué le importa un bledo el asunto, si Dios y su Hijo son judíos? Ante el terror de que se les descubriera precisamente una posible mezcla de sangres, o se les acusara de tal, los españoles vivieron durante siglos y siglos con el terror en el alma, mintiendo sobre sus orígenes o tratando de ocultarlos, con la fabricación de falsos linajes incluida (todo un negocio para los especialistas del ramo). ¿Resultado? Una sociedad con un gravísimo problema identitario que, empeorado por la larga dictadura franquista, persiste hasta hoy, como estamos viendo.
Volviendo al señor Abascal, supongo que se contempla con frecuencia en el espejo, porque se le notan síntomas de creerse un hombre guapo. Sobre todo a caballo, como el otro Santiago, patrón de España, que por cierto nunca puso los pies en la península (una fake news más a añadir a la lista). A lo mejor es hombre bien parecido a su manera, no lo sé. Pero, desde luego, sus rasgos son indudablemente “moros”. Lo cual a mí me parece estupendo, ¿pero a él? ¿Ha hecho un test de saliva para comprobar su abolengo, su procedencia, por si acaso? Me imagino que no.
Se acaba de celebrar en la ciudad de la Alhambra la grandiosa y no poco narcisista efemérides de los premios Goya, en su 39ª edición. No fui capaz de tragarla en televisión, pero he estado atento a la prensa. Quería saber si hubo alguna alusión al poeta y dramaturgo granadino (y español) más famoso y amado de todos los tiempos, que hoy sigue siendo un desaparecido más de la represión fascista de 1936. ¡Quizás el más llorado del globo! Y resultó que sí. ¡Me entero de que, en honor suyo, se interpretó durante los fastos Anda jaleo, no sé si con intención irónica por lo de los tiros, aunque me temo que no. Merecía algo más. A principios de los años treinta, le explicó a un periodista, reflexionando sobre 1492 y la llamada “Toma”: “Yo creo que el ser de Granada me inclina a la comprensión simpática de los perseguidos. Del gitano, del negro, del judío..., del morisco, que todos llevamos dentro”. También dijo, poco antes de que le callasen definitivamente la voz, que fue un “momento malísimo” que dio al traste para siempre con la Granada de distintas etnias, multicultural, diversa, para dar paso a “una ciudad pobre, acobardada; a una ‘tierra del chavico’, donde se agita actualmente la peor burguesía de España”. Firmó, con ello, su propia sentencia de muerte.
Álvarez Junco, en el artículo que ha dado pie a esta columna, termina recordando que, en efecto, nunca hubo una “Toma” de Granada, ni conquista ni reconquista, sino una entrega pactada en las famosas Capitulaciones, firmadas por Fernando e Isabel, que incluían el solemne compromiso de respetar las creencias y costumbres de la población. Las promesas no se respetaron. Fueron papel mojado. Y llegó la expulsión de los hebreos y las conversiones forzosas de los musulmanes. Unos cuarenta años después, Granada, antes floreciente reinado, se había reducido a un rincón arruinado económica y culturalmente, un espectro del pasado inmediato. Lo cual no impide que cada enero se siga celebrando allí “la Toma”, con mayor o menor fervor según el color político del Ayuntamiento.
Luego, claro, vino la desastrosa expulsión, a principios del siglo XVII, de los moriscos, quizás unos 300.000 seres humanos tan españoles como los cristianos.
Creo que es lícito acusar al nacional-catolicismo de una hipocresía absoluta al no practicar lo más elemental de la religión que alega profesar. ¿Dijo realmente Jesucristo, hostigado por fariseos y saduceos, que lo principal era amar a Dios sobre todo y, luego, amar a tu prójimo como a ti mismo? Si fue así sería en arameo, idioma que se me escapa absolutamente, y mi hipótesis es que la idea fundamental era, tal vez, respetar al otro como a ti mismo, lo cual es razonable. Sea como fuere, la recomendación ha fracasado. Jesús, según Mateo 23, no podía ver a los hipócritas, y acusó a los fariseos y afines, más atentos a la letra de la Ley que a su espíritu, de ser “sepulcros blanqueados... por fuera hermosos pero, dentro, llenos de huesos de muertos y de toda clase de impurezas”. Me parece que los católicos no harían mal en hacerle caso al Salvador.
En fin, ante la nueva cruzada que nos espera en España, y la amenaza de la horda mundial que tiene a Donald Trump como héroe e icono, casi me quedo, sin querer, con la lacónica copla andaluza:
Subí a la muralla;
me respondió el viento:
¿para qué tantos suspiritos
si ya no hay remedio?
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Ian Gibson es hispanista, especialista en historia contemporánea española, biógrafo de García Lorca, Dalí, Buñuel y Machado. Su último libro, autobiográfico, lleva el título de 'Un carmen en Granada' (editado por Tusquets).
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