Las dramáticas contradicciones de ‘Barbie’, una sátira del capitalismo aprobada por Mattel

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La película de Barbie arranca con una parodia de 2001: Una odisea del espacio. La secuencia, que ya se había publicado como avance —produciendo el correspondiente escándalo en Internet entre la cinefilia más apolillada—, se apropia del imaginario de la cinta de Stanley Kubrick, de 1968, para construirse el eslogan perfecto en esta guerra de fin de semana que es el Barbenheimer: ¿Con quién vas, con los señores aburridos del siglo pasado o con la muñeca jovial y moderna?

Es un dilema falaz. Primero, porque descarta la posibilidad de disfrutar tanto de Barbie como de Oppenheimer, la cinta de Christopher Nolan con la que presuntamente rivaliza en la taquilla. Es, de hecho, lo que está ocurriendo en muchos casos: hay quien no se toma este Barbenheimer como una elección excluyente, sino que aprovecha para ir a ver ambas películas. Y segundo, es falaz porque aplana el debate, ocultando las muchas contradicciones que pueblan la película protagonizada por el juguete de Mattel.

Para ser justos, Barbie es plenamente consciente de esas contradicciones. Frente al conservadurismo desacomplejado desde el que Nolan ejecuta su retrato del padre de la bomba atómica, Greta Gerwig —la estrella del cine indie reclutada por Warner— dirige la película de la muñeca desde una posición de autocuestionamiento constante que roza la neurosis. La cinta es listilla y a la vez bonachona, ácida sin serlo demasiado,  reivindicativa pero complaciente.

Esa ristra de contradicciones es, en cierto modo, una exteriorización de la infinidad de exigencias y escrutinios injustos a los que se somete el trabajo de montones de directoras como Gerwig. Que pueda plantearse el argumento de que la cineasta se ha vendido a los grandes estudios por trabajar con la antigua casa de Nolan, Warner Bros. —mientras que al británico jamás se le recrimina el aceptar dinero a espuertas de los grandes players—, es solo el primer ejemplo de muchos.

Sin embargo, Barbie termina empuñando la ambivalencia de su discurso como carta blanca. Al fin y al cabo, no deja de ser una sátira aprobada por el mismo gigante económico al que satiriza. La enorme contradicción que navega Barbie, la de condenar el estado de las cosas desde las profundidades de la misma maquinaria que lo produce, acaba neutralizada por una interminable autoparodia: la película siente tanta ansia por desactivar cualquier posible crítica hacia ella que termina por anular también la suya propia.

No puede existir la Barbie como encarnación de los peores estereotipos machistas y, en otro plano, una película sobre ella que los impugne. No, al menos, si las licencia la misma empresa.

Gerwig —quien escribe el guion mano a mano con su pareja creativa y sentimental, Noah Baumbach— se esfuerza de lo lindo por mostrar su descontento con las grandes empresas y con la propia Mattel, con el sistema de producción, con el patriarcado y con lo que ha sido la muñeca Barbie para el mundo a lo largo de seis décadas. Se ríe del fascismo de Top Gun: Maverick, del rol de galán de Ryan Gosling y de historias de amor tradicionales y tóxicas como la de Grease. No sé, en fin, cuántas veces se dice la palabra capitalismo en Barbie.

En un momento dado de la película, de hecho, las Barbies —porque hay muchas, pese a que Margot Robbie interprete a la muñeca protagonista— llevan a cabo una revolución feminista organizada, asestando golpes de acción directa contra las estructuras que las oprimen en el mundo de Barbieland. Tal explicitud política ha conseguido asustar a algunos —como el senador republicano Ted Cruz, que la ha tildado de “propaganda comunista china”— y enfervorizar a otros, que han corrido a coronarla alegremente como una cinta anticapitalista.

Nada más lejos de la realidad: como sostiene la crítica animista, los juguetes y los sistemas ficcionales del capitalismo se generan unos a otros en bucle. No puede existir la Barbie como encarnación de los peores estereotipos machistas y, en otro plano, una película sobre ella que los impugne. No, al menos, si las licencia la misma empresa. Creer que la agria crítica de Gerwig no va a terminar haciendo que Mattel venda más muñecas es estar ciego.

De hecho, el escenario resultante será, si cabe, peor. En un Hollywood contemporáneo invadido por las películas-anuncio —ahí están Eva Longoria con sus Cheetos picantes y Ben Affleck con sus Air Jordan—, un artefacto como Barbie termina de disolver las fronteras entre el original y la copia, entre el juguete y la película, entre la crítica y el marketing.

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¿Qué margen existe realmente para ver de forma subversiva la película de Barbie si se hace dentro del marco creado por la misma multinacional que la comercializa? En varios instantes de la cinta, una autoridad abstracta —a veces en forma de voice over, otras como una pegatina censora con el sello de Mattel— se entromete en la historia. Las interferencias pretenden resultar cómicas, pero no dejan de evidenciar cómo el poder se filtra por las grietas de la crítica de Gerwig.

En uno de esos momentos, el logo de Mattel censura a una Barbie que llama a Ken “motherfucker”. Este señalamiento de lo que la multinacional considera correcto e incorrecto reaparece varias veces, con otras formas. Casi siempre son letras, como las ™ y ® que aclaran en los créditos finales que el juego narrativo está permitido en Barbie, siempre que se desarrolle dentro del patio demarcado por la empresa. O como la e de explicit, que señala como deslenguada una nueva versión encargada para la banda sonora de la película de Barbie Girl, la canción de Aqua, pese a que Mattel llevó al grupo danés a los tribunales hace dos décadas por publicarla.

Mediante sus críticas ejecutadas con permiso y sumo cuidado, como detonaciones controladas para derrumbar los vestigios machistas de la marca pero manteniendo su estructura esencial, la película termina haciendo una peliaguda defensa de la muñeca y quien la produce. A base de asumir contradicciones, Barbie se convierte en la excusa definitiva para la milonga de que el consumo nos hará libres. Será en Barbieland: en el mundo exterior, ras tanto, seguimos atascados en la misma miseria, solo que pintada de rosa.

La película de Barbie arranca con una parodia de 2001: Una odisea del espacio. La secuencia, que ya se había publicado como avance —produciendo el correspondiente escándalo en Internet entre la cinefilia más apolillada—, se apropia del imaginario de la cinta de Stanley Kubrick, de 1968, para construirse el eslogan perfecto en esta guerra de fin de semana que es el Barbenheimer: ¿Con quién vas, con los señores aburridos del siglo pasado o con la muñeca jovial y moderna?

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