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‘Drive My Car’: ¿Cómo pudo aburrirse Boyero con esta prodigiosa película?

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Llega por fin a los cines españoles la que muchos consideraron la gran joya del último Festival de Cannes, una película que Boyero calificó de soporífera. Pocas cosas son más ilustrativas de lo que podemos esperar al entrar en una sala de cine (aquellos que tenemos interés, valentía y dinero para seguir haciéndolo, que evidentemente no somos muchos): Drive My Car, producción japonesa con metraje de tres horas y poca acción, no va a batir récords de taquilla, pero con toda seguridad se quedará aparcada durante un tiempo en la memoria de quienes la vean (entera, a diferencia de Boyero).

Yûsuke Kafuku es un actor y director de teatro que tiene una vida plena y satisfactoria junto a su mujer Oto, guionista de televisión que vive oleadas de inspiración después del sexo. Oto aprovecha estos momentos para contar cuentos que, si son tan buenos como para permanecer en la memoria de Yûsuke, pasará a escrito al día siguiente.

 Ese es el punto de partida de la nueva película de Ryûsuke Hamaguchi, quien ya destacó en Cannes en 2018 con Asako I & II y ganó el Oso de Plata en Berlín el año pasado con La ruleta de la fortuna y la fantasía. Drive My Car, para muchos su obra más redonda hasta el momento, está basada en un relato corto homónimo de Haruki Murakami. Es mejor no desvelar mucho de la trama, que acaba su primer acto con un golpe de efecto que pone a su protagonista en un viaje, físico y emocional, junto a una misteriosa joven que ejerce como su chófer, Misaki. 

Se pueden decir muchas cosas sobre esta extraña road movie en la que el viaje por carretera no es lineal sino circular. Tiene uno de los planos más bonitos del cine reciente y una de las escenas finales más demoledoras, seguida de un epílogo muy discutible. En Cannes se llevó tres galardones: al Mejor guion, el Premio FIPRESCI y el del Jurado Ecuménico (la Palma de Oro se la arrebató la ardiente y revolucionaria Titane). También fue la mejor película extranjera en los desprestigiados Globos de Oro y pinta a que estará muy presente en las nominaciones de los Oscar que se anunciarán el próximo martes 8 de febrero. 

Dura tres horas, pero tiene más chicha que cualquiera de las series de diez capítulos que estrena Netflix cada semana. En Drive My Car confluyen la sensualidad de Murakami, del que Hamaguchi y el coguionista Takamasa Oe han incluido otros dos relatos de la compilación Hombres sin mujeres, la elegancia de Yasujirō Ozu y por supuesto la mirada de Antón Chéjov, cuya obra Tío Vania posee a la película como un espíritu cuando el protagonista recibe el encargo de ponerla en escena. Incluso se puede oler un Almodóvar destilado en este melodrama lleno de soliloquios y atravesado por capas de ficción y teatralidad (una inspirada transición en la que se fusionan las dos ruedas del coche en movimiento con la bobina de un cassette podría haber salido de cualquier película del manchego). 

Y por supuesto hay algo de la vida de Hamaguchi. Mientras escribía el guión leyó y releyó de forma compulsiva tanto el relato de Murakami como la obra de Chéjov, pero no pudo evitar volcar en el texto algo de sí mismo. “La forma en la que el espacio de un coche crea conversaciones íntimas es un misterio, pero realmente me ha pasado a mí en mi vida”, le dijo a Cineuropa. Haciendo unos documentales sobre el Gran terremoto de 2011 pasó mucho tiempo en un coche y se acostumbró a sentarse en el asiento del copiloto y hablar con el conductor. “Me di cuenta de que a menudo hablábamos de cosas con las que no nos habríamos sentido cómodos en otra situación. Sentía que los paisajes compartidos y el entorno que nos rodeaba estaban ayudando a mover la conversación, además de que el coche creaba un espacio cálido, seguro e íntimo”. 

En ese sentido, Drive My Car plantea el carpooling como una vacuna contra la soledad; es una oda al transporte compartido como un espacio donde establecer vínculos hondos y sinceros y acabar sanándonos, a nosotros mismos y los unos a los otros. El coche titular es para Hamaguchi un confesionario con ruedas y el salto de fe y confianza que necesitamos dar para entregarnos a los demás, pues uno pone la vida en manos del otro cuando le deja el volante del coche. Pero esta película es mucho más que el anuncio perfecto de BlaBlaCar. 

Este mes Blanca Portillo ha estado llenando la sala principal del Teatro Español con Silencio, un monólogo en el que escenifica el discurso de Juan Mayorga al ingresar en la Real Academia Española. En dicho discurso Mayorga a través de Portillo, o viceversa, dice lo siguiente sobre lo que llama la “incomunicación chejoviana”: “Entre muchas palabras en los dramas de Chéjov, las más importantes aparecen, si el espectador está atento para escucharlas, en el espacio entre las réplicas. Taciturnos o parlanchines, los personajes de Chéjov están en silencio. Sus palabras expresan soledad en medio de los otros, que se hallan aquí pero infinitamente lejos”. 

No es casualidad que Yûsuke, en Drive My Car, se proponga levantar una representación de Tío Vania en la que coinciden actores más o menos amateur de diferentes orígenes. La obra se ensaya y se monta mezclando el japonés con el mandarín, el tagalo, el inglés e incluso el lenguaje de signos coreano, obligando a los intérpretes a entenderse y fusionarse con herramientas que están más allá de la palabra, más allá de lo hablado. Las líneas de Chéjov, dice Yûsuke, tienen el peligro de sacar la verdad de quien las declama. Hamaguchi a través del autor ruso, o viceversa, construye un relato sobre el silencio que nos une, un alegato por el acercamiento y el entendimiento en un momento en el que vivimos divididos, polarizados y aislados en nuestras propias burbujas.

 Tampoco es casual que la obra se represente en Hiroshima, ciudad llena de fantasmas por la que el protagonista y su chófer se mueven arrastrando los suyos propios (más aún, la voz de uno de esos fantasmas está grabada en la cinta que escuchan en bucle en sus viajes). Gracias al coche y al silencio Yûsuke y Misaki irán encontrando las palabras exactas que necesitan decir, y oírse decir, para curar sus heridas y dejar atrás la soledad. ¿Cómo pudo aburrirse Boyero con semejante prodigio? Si él también va, como Chéjov, Murakami, Portillo y Hamaguchi, en este coche que alguien conduce por nosotros.

Llega por fin a los cines españoles la que muchos consideraron la gran joya del último Festival de Cannes, una película que Boyero calificó de soporífera. Pocas cosas son más ilustrativas de lo que podemos esperar al entrar en una sala de cine (aquellos que tenemos interés, valentía y dinero para seguir haciéndolo, que evidentemente no somos muchos): Drive My Car, producción japonesa con metraje de tres horas y poca acción, no va a batir récords de taquilla, pero con toda seguridad se quedará aparcada durante un tiempo en la memoria de quienes la vean (entera, a diferencia de Boyero).

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