'Anora', la Cenicienta moderna de Sean Baker que encuentra humanidad entre los despojos del capitalismo

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Los diálogos de Sean Baker tienen una cadencia especial. Son veloces y ruidosos, inmersos en una espontaneidad fácilmente achacable a que en muchas ocasiones este director estadounidense solo entrega unas ligeras pautas de hacia dónde quiere que vaya la escena, animando a los intérpretes que se muevan como prefieran en dicha dirección. La jugada tiende a salir maravillosamente bien porque, durante la mayor parte de su cine, la experiencia directa de estos intérpretes resuena sobre la de sus personajes, y es lo que conduce a la costumbre de que todos esos diálogos, independientemente de la trama o el tono escogido, compartan un mismo vocabulario. Uno, antes que callejero o simplemente vulgar, marcado por una lógica específica.

Esta lógica es la del capitalismo neoliberal. El dinero no tiene por qué mencionarse explícitamente pero los personajes de Baker siempre hablan de distintas formas de vender algo, y siempre suelen ser sus cuerpos. Una posible forma de cifrar la mutación tardía del capitalismo occidental sería plantear que, mientras en instancias anteriores un poder vertical traficaba con la fuerza de trabajo, ahora esa fuerza de trabajo es inseparable de cómo nos entendemos y no hay necesidad de que una estructura visible dictamine que así sea: nos entregamos a la transacción porque tal es el sentido común de la época, tal es la forma en que nos relacionamos. Baker así lo ha percibido, y es su preocupación por este sentido común lo que le ha llevado a detectar qué parte de la sociedad podrían representarlo mejor. Él cree, naturalmente, que es el trabajo sexual.

Preocupado asimismo por que la representación sea honesta, y no incurra en más explotaciones que las que los protagonistas convengan en ejercer sobre sí mismos, Baker se abstiene de juzgar a estos personajes y exhorta con ello a la crítica a hablar de su cine en términos de humanismo. Es tan sencillo como eso. Baker permite que sus personajes se expresen, que se equivoquen, que lo intenten, y deduce que la jugada será más transparente cuanto más fielmente se acerque la cámara a sus lugares de trabajo o más se parezcan los intérpretes a sus personajes. Es en este punto, entonces, donde surge Anora con la sospecha latente de haber traicionado esos principios. Lo hace con una Palma de Oro del Festival de Cannes bajo el brazo, así que el temor está aún más fundado.

 ¿Se ha apartado Baker de sus principios artísticos a través de una película más accesible, que tras triunfar en Europa pueda aspirar a los Oscar? No es una pregunta sencilla de responder. Lo que sí ocurre con Anora es que es una obra muy distinta a las anteriores, empezando por el hecho de que Mikey Madison no tiene mucho que ver biográficamente con la bailarina homónima (que prefiere responder al nombre de Ani). Madison es una actriz de carisma arrollador que ha enfrentado su personaje a la manera tradicional, con documentación y empatía. Un personaje a cuyas espaldas Baker deposita una apuesta ciertamente rupturista para su cine. La extrañeza más evidente de Anora llega entonces desde lo tonal, porque el metraje está integrado por tres películas diferentes que se suceden con estrépito y recontextualizan la comprensión de la propuesta.

La primera teje en torno al noviazgo entre Anora y el irresponsable hijo de un oligarca ruso llamado Vanya (Mark Eydelshteyn) una correspondencia con Pretty Woman si esta se alejara de la coartada romántica para ceñirse al hedonismo más absoluto: como si aquella escena con Julia Roberts probándose vestidos fuera inicio, nudo y desenlace. La segunda parte, que se ocupa de las consecuencias de que Vanya y Anora se casen en Las Vegas, incurre en una comedia frenética igualmente novedosa para Baker, pues antes que la sátira desesperada que inundaba su anterior película —la extraordinaria Red Rocket— aquí se practica un humor negro lindante a Scorsese o los Safdie de Diamantes en bruto, si los protagonistas de estas películas fueran buenísimas personas.

En la tercera está el salto más drástico, cuando el ritmo se apaga y los personajes —completamente agotados tras correr, reclamar placer y volver a correr— aceptan toda la gravedad, omnipresente y paciente, que había pendido sobre sus cabezas durante las casi dos horas anteriores. Es un tríptico arriesgado sin duda, también por las coordenadas espaciales que establece y lo distancian de los paisajes por los que Baker acostumbraba a tener interés. Anora, a diferencia del resto de personajes que pueblan la filmografía del director, “lo ha conseguido”. Lo consigue en el mismo momento en que el riquísimo heredero se fija en ella, al inicio de la película, con lo que accede a una serie de lujos y lugares ausentes hasta ahora en las imágenes de Baker.

La consecuencia directa de ello, y acaso el defecto más ostensible de Anora, es que rápidamente se desdibujan los condicionantes vitales de la protagonista: esos lugares de rutina y trabajo precario son dejados atrás, lo que no sería en sí mismo un problema si con ello no desapareciera también el perfilado de sus compañeras —algo que conduce por sí mismo a una misoginia rodeando al personaje titular impropia de Baker— y la propia individualidad de Anora. Baker cae en la tentación de no hacer de Anora tanto un personaje como un símbolo, limando particularidades fuera de su magnético carácter para que lo que importen en definitiva sean las connotaciones discursivas de su viaje. Qué puede enseñar Anora sobre el mundo, antes que la sencilla pregunta de quién es Anora.

Ahora bien, este viaje es apasionante. Decidido a mostrar sin abalorios cuál era la meta de la autoexplotación de todos sus protagonistas, la mirada de Baker envuelve el lujo en un manto caleidoscópico que halla en el invierno y la despiadada luz diurna sus grandes aliados. La inmensa mansión de Vanya transmite soledad y vacío, mientras que el embrujo emitido por Coney Island o Las Vegas es extirpado solo con que amanezca, desvelando construcciones grotescas que, igualmente, tampoco parece que Anora pueda llegar a asumir como propias una vez su familia política se movilice para anular el matrimonio con Vanya. Insistiendo en que no es una de ellos, y que ni siquiera habla bien ruso.

Según Anora alcanza la última parte del tríptico, la película pasa a constituirse como el retrato de la alienación proletaria más afinado y amargo que posiblemente pueda pergeñar el audiovisual estadounidense. La trama se limita a Anora y a un personaje secundario cuya interacción, si bien no ha sido cocinada hasta ahora todo lo bien que debiera, empieza a vomitar lucidez. Anora asegura que “en América nuestros nombres no significan nada”, y ejemplifica que los diálogos de Baker, si bien continúan ahogados por la lógica neoliberal, están atisbando el callejón sin salida y la apremiante necesidad de cambiar de rumbo. De buscar un afuera antes del colapso total, de probar a seguir siendo humanos en un lugar, una época, que verdaderamente lo merezca.

Los diálogos de Sean Baker tienen una cadencia especial. Son veloces y ruidosos, inmersos en una espontaneidad fácilmente achacable a que en muchas ocasiones este director estadounidense solo entrega unas ligeras pautas de hacia dónde quiere que vaya la escena, animando a los intérpretes que se muevan como prefieran en dicha dirección. La jugada tiende a salir maravillosamente bien porque, durante la mayor parte de su cine, la experiencia directa de estos intérpretes resuena sobre la de sus personajes, y es lo que conduce a la costumbre de que todos esos diálogos, independientemente de la trama o el tono escogido, compartan un mismo vocabulario. Uno, antes que callejero o simplemente vulgar, marcado por una lógica específica.

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