‘Beau tiene miedo’: incluso Ari Aster puede equivocarse

Es más fácil señalar lo que está bien que lo que está mal en Beau tiene miedo. La última película de Ari Aster, el director de dos clásicos modernos del cine de terror como Hereditary y Midsommar, había generado tanta expectación alrededor de su estreno —Joaquin Phoenix como protagonista, un presupuesto el triple de inflado…— que, al verla, el sentimiento de que algo falla sobreviene casi instantáneamente. Conforme pasan sus atrevidos 180 minutos, la experiencia se va volviendo más y más escarpada. La butaca, mullida al principio, empieza enseguida a molestar. Y, sin embargo, más allá de los lugares comunes del tedio y el guirigay, que los hay a espuertas, sus defectos no son sencillos de apuntar: acaban siendo tan resbaladizos como la propia película. El poso, en cualquier caso, es que todo el mundo puede equivocarse. Incluido Ari Aster.

Beau, el protagonista de la película —que se estrena esta semana en las salas—, es un hombre de mediana edad con una relación de lo más problemática con su madre. La vida del tipo, a quien interpreta Joaquin Phoenix, es tan caótica como rutinaria. Alquilado en un barrio peligroso hasta niveles absurdos, Beau vive mecido por una extraña familiaridad con la violencia, la depravación y la muerte. No obstante, ninguna de las hiperbólicas amenazas con las que comparte asfalto es capaz de trastornar su cotidianidad como una llamada de su madre, quien espera impaciente una visita que el azar no para de retrasar. Así, el personaje de Phoenix parte a su encuentro, a sabiendas de que en el viaje solo conocerá desgracias.

Ocurre exactamente así: desde el momento mismo en que hace la maleta, Beau se ve arrastrado a un verdadero viacrucis, rebotando entre personajes desquiciados y parajes surrealistas que, incluso sin el peligro de spoiler, no merecería la pena tratar de describir con palabras aquí. Valga avisar de que el filme, que inicialmente iba a durar cuatro horas pero Aster se vio obligado a montar en solo tres, da los proverbiales tumbos de una típica producción kamikaze, transitando entre capítulos-isla que componen una singladura cómicamente grotesca.

Aunque lo que ha encumbrado a Ari Aster como genio irrebatible del terror moderno es el binomio formado por las mucho más finas Hereditary y Midsommar, lanzadas ambas en los últimos cinco años, la referencia de Beau tiene miedo hay que encontrarla en sus antiguos cortometrajes, como Munchausen o el cortometraje Beau, de 2011, una versión preliminar y limitada de esta misma historia de donde el cineasta estadounidense ha cogido prestado el punto de partida para su película.

Además de la obra pasada del propio Aster, la cinta se mira en multitud de espejos, desde el Fellini más onírico hasta Miedo y asco en las vegas, pasando por Edipo, Alicia en el país de las maravillas, los escritos de Freud y la Odisea. En términos de la esclerosis de la industria cinematográfica contemporánea, sin embargo, tiene más sentido comparar Beau tiene miedo con tantos otros despeñaderos de tres horas donde se la pegan cineastas aparentemente infalibles, como Babylon.

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La última película de Damien Chazelle, un sonoro fracaso que ha dejado tiritando la reputación del director de La La Land —solo un año mayor que Ari Aster—, tropezó hace unos meses con exactamente las mismas ambiciones maximalistas que ese mastodonte a trozos que ha terminado siendo Beau tiene miedo. Parece que el modelo del exceso por el exceso solo acaba funcionándoles últimamente a los viejos dinosaurios del nuevo Hollywood y a auténticos outsiders como Leos Carax y su musical Annette. Ay, cuánto mejor sería Beau tiene miedo si sus personajes cantaran.

Habrá quien prefiera pensar que esta película no es la obra de un autor desatinado que saborea su primer y amargo patinazo, sino lo que queda de verdad cuando caen todas las caretas. Es una forma mucho menos ácida de entender el estreno de Beau tiene miedo: como ese golpe de efecto postergado que desvela por fin quién era en el fondo Ari Aster, toda vez que la necesidad de ganarse a industria y público ya no apremian. Tal vez no supimos ver el trampantojo hasta ahora.

Lo mejor es acercarse también así, entre compasivos y recelosos, a la propia Beau tiene miedo, cuyo final, como todo el tramo postrero de la cinta, es decepcionante por fuerza. No porque resulte incomprensible, sino todo lo contrario: porque al llegar a la línea de meta, al espectador se le revelan nuevas claves que rehacen el significado de todo lo previo, echando por tierra el soberano esfuerzo que requiere cruzar de un extremo a otro de la película, pero regalando, al mismo tiempo, la oportunidad de verla otra vez con ojos nuevos. Y vuelta a empezar.

Es más fácil señalar lo que está bien que lo que está mal en Beau tiene miedo. La última película de Ari Aster, el director de dos clásicos modernos del cine de terror como Hereditary y Midsommar, había generado tanta expectación alrededor de su estreno —Joaquin Phoenix como protagonista, un presupuesto el triple de inflado…— que, al verla, el sentimiento de que algo falla sobreviene casi instantáneamente. Conforme pasan sus atrevidos 180 minutos, la experiencia se va volviendo más y más escarpada. La butaca, mullida al principio, empieza enseguida a molestar. Y, sin embargo, más allá de los lugares comunes del tedio y el guirigay, que los hay a espuertas, sus defectos no son sencillos de apuntar: acaban siendo tan resbaladizos como la propia película. El poso, en cualquier caso, es que todo el mundo puede equivocarse. Incluido Ari Aster.

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