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El genio tras 'Drive my car' lanza con 'El mal no existe' un incómodo y bellísimo alegato ecologista

Fotograma de 'El mal no existe'.

Puede que no haya mucha discusión a la hora de considerar Drive my car como una de las mejores películas de los últimos años, y sin embargo hubo en su día una fracción del público que se mostró ambivalente. Un espectador, en concreto, le confió a su director Ryûsuke Hamaguchi que esta adaptación libre de Haruki Murakami le habría parecido perfecta de no ser por su final. A lo que Hamaguchi replicó que la había terminado así, precisamente, “para que fuera un poco imperfecta”. Los últimos minutos de Drive my car fueron considerados anticlimáticos porque —tras tres horas donde se habían compartido dudas de alcance universal sobre el amor, la soledad o la comunicación— mostraban a uno de los protagonistas lidiando con la crisis del coronavirus.

Hamaguchi había bañado su ficción en el aliento atemporal de Antón Chéjov y Tío Vania y quizá el público se había sentido demasiado cómodo hasta entonces, sin el imperativo de conectar lo que estaba ocurriendo con su presente inmediato: antes de regresar a su mundo, Drive my car le golpeaba con la revelación de que nunca había llegado a despegarse de él. También, coronando así las vivencias de Yūsuke y su chófer Misaki, Hamaguchi manifestaba la necesidad de reequilibrar nuestras vidas en esta nueva época —como teóricamente las habían reequilibrado ellos—, de forma acorde a las verdades afectivas y humanas que debiéramos haber interiorizado en los minutos previos. Más que un regreso a la realidad, era un desafío. ¿Estaríamos a la altura de este mundo?

Por muy desconcertante que pudiera resultarnos ese prematuro regreso al angustioso día a día, el final de Drive my car encaja a la perfección con el discurso de Hamaguchi y, de hecho, es una antesala tremendamente orgánica para El mal no existe, su siguiente película. En la carrera de este director japonés han confluido dos sensibilidades: el teatro improvisado —Happy Hour, la película que le dio a conocer internacionalmente, surgió de un taller con actrices no profesionales— y el documental —durante varios años se embarcó en un proyecto que registrara las consecuencias del terremoto y el tsunami que habían arrasado Japón en 2011—, que acaso podrían ser una en su común necesidad de observar con atención, y registrar serenamente los diversos giros que marcan nuestras vidas frente a algún tipo de fuerza esotérica, capaz de definirlas.

Esta fuerza bien podría parecerse al devenir histórico en Drive my car, pero las esquivas imágenes de El mal no existe desvelan rápido que quizá lo que a Hamaguchi le interesaba verdaderamente era la naturaleza. Nuestra relación con ella, o más bien la huella que no hemos dejado de horadar en pleno Antropoceno. El coronavirus, sostuvo Drive my car, era una oportunidad de reflexionar sobre esta relación, y El mal no existe cuestiona —sin ningún temor a ser demasiado explícita— el resultado. Durante los días de la pandemia, ante el peligro masificado de las ciudades, se habló mucho de un inminente repliegue al campo, un regreso al mundo rural que reestructurara los flujos poblacionales. Hoy que va quedando claro que nunca llegó a haber tal repliegue, la trama de El mal no existe se sustenta en un único y diabólico término para aglutinar causas: glamping.

El glamping es un camping con glamour, complejos hoteleros al aire libre. La empresa malvada de turno quiere instalar un glamping en el pueblo de Mizubiki, chocando con la comunidad residente. Una secuencia de diálogo particularmente larga de El mal no existe presenta las objeciones de sus miembros frente a la demagogia desinformada de los relaciones públicas que ha enviado la empresa —los responsables ni siquiera se han dignado a aparecer—, y se enumeran las diversas formas en que la turistificación empeoraría la existencia de los seres vivos locales. Por encima de la discusión se traza una suerte de derrota: puede que el coronavirus nos hiciera cuestionar el modo de vida urbano, pero ese cuestionamiento fue cooptado al instante por el mercado y la fractura metabólica que pronosticara Karl Marx —sobre el antagonismo potencialmente insostenible entre la ideología del capital y el mundo físico— se siguió ensanchando.

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A la hora de defender esta tesis, y por muy expositiva que sea la secuencia descrita, Hamaguchi no cae en los vicios previsibles. No comete, por ejemplo, el error de demonizar o despachar con trazo grueso a los emisarios del glamping. Hamaguchi dedica otro momento fastuosamente dialogado a las dudas éticas de los relaciones públicas (Ryuji Kosaka y Ayaka Shibutani), donde se deja entrever tanto la impotencia que sienten por su trabajo como la tentación de fetichizar la naturaleza, de verla en sí misma como una solución para las insatisfacciones del grisáceo presente. Es quizá, en este aspecto, donde Hamaguchi muestra con mayor contundencia su genio, y la auténtica complejidad de un pensamiento que rechaza de pleno ecofascismos o aceleracionismos: el director de Asako I y II entiende que somos humanos, que somos débiles, que hacemos lo que podemos.

Así que, alineado con nuestra subjetividad, se complace en entregar las estampas naturales más radicalmente bellas, más grandiosas cuanto más se preocupan por reflejar comuniones esporádicamente felices: ahí está ese conmovedor travelling que une a Takumi (Hitoshi Omika) con su hija Hana (Ryo Nishikawa) por los bosques nevados. Tal riqueza plástica acapara El mal no existe —sobre todo en su tramo inicial—, que la película parece dar la razón al hastiado salaryman que interpreta Kosaka, o a todos esos consumidores pandémicos que según empezaron a teletrabajar vieron en el medio rural un paraíso perdido al que volver, sin tener que dar nada a cambio.

Pero claro. La naturaleza no funciona así. Y el cine de Hamaguchi, siempre mutando en tiempo real, siempre sobreponiéndose a nuestras expectativas con juegos de puntos de vista y estallidos de incomprensión inmediata, lo sabe. En cierto punto al director le da por recordarnos que su maestro fue Kiyoshi Kurosawa —el gran autor del terror existencial japonés—, y cuando toca atender a la necesidad de un equilibrio no teme lanzar el relato a unas lógicas sorprendentemente violentas, bastante difíciles de digerir. Un tramo final que podría ser capaz de desbaratar toda la delicadeza construida anteriormente o bien de identificar su verdadero signo. Un tramo final que nos devuelve, nuevamente, a Drive my car y a Tío Vania. Ese “y viviremos, y viviremos” que podía ser leído desde el optimismo, y a la vez desde todo lo contrario.

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