Kirsten Dunst se enfrenta en la distópica 'Civil War' a la política que no se moja y a un guion escaso de ideas

Roland Emmerich estaba convencidísimo de cuál debía ser la imagen que centrara la promoción de Independence Day: la Casa Blanca volando por los aires por culpa de un ataque extraterrestre. La gente de 20th Century Fox no lo veía tan claro por cómo podía recordarle al público el reciente atentado de Oklahoma en abril de 1995, donde habían muerto 168 personas. Ante la inquietud por que resultara una decisión insensible, Emmerich replicó “pero eso no lo hicieron los aliens, ¿verdad?”, y poco después el spot de Independence Day se emitió durante el descanso de la Super Bowl generando todo un fenómeno popular. La Casa Blanca destruida se complementó con unos anuncios que se hacían pasar por boletines informativos, de forma que el efecto llegara a recordar a aquella adaptación radiofónica de La guerra de los mundos efectuada por Orson Welles en 1938.

Más de medio siglo después volvió a haber gente pensando que de verdad nos invadían los marcianos —en España Telecinco hizo un trabajo admirable al respecto—, sobrecogida por el poderío de esa imagen: la Casa Blanca, símbolo de EE.UU. y del orden occidental, reducida a escombros. Todo para vendernos al final un blockbuster patriótico y puramente noventero, con Will Smith consagrándose como estrella de la época. La Casa Blanca ha sido destruida otras veces desde entonces, apareciendo igualmente bajo ataque en el avance de Civil War. La promoción del film de Alex Garland, como Independence Day, ha jugado con la afloración de imágenes que violenten nuestra percepción del país más poderoso del mundo, y ante el sugerente póster con el detalle de la Estatua de la Libertad cabe preguntarse, entonces, qué se nos quiere vender ahora.

Suponemos que, para empezar, la imaginación apocalíptica de Garland. Este londinense fue considerado en su día, con la publicación de su novela La playa, un estandarte de la Generación X. Parecía poseer el nihilismo apropiado para ello, y aunque pudiera llegar a matizarlo cuando se pasó a los guiones —caso de Sunshine—, lo que más fácil le podemos asociar es el vagabundeo de Cillian Murphy por un Londres desértico al inicio de 28 días después. La civilización habiendo colapsado, las ruinas urbanitas como escenario que evidencia nuestro fracaso como especie, y en resumen un fetiche al que Garland siempre parece dispuesto a volver: poco antes del estreno de Civil War ha anunciado su reunión con Danny Boyle para una nueva entrega de 28 días después.

Hace poco Garland también ha anunciado su cansancio de la dirección —a partir de ahora volvería a limitarse a escribir— y abordado pacientemente el sustrato político de Civil War. Su cuarto largometraje como director describe unos EEUU embarcados en una Segunda Guerra  de Secesión, y al estrenarse en pleno año electoral se ha visto obligado a negar que tenga agenda alguna, prefiriendo hablar de “polarización” y de los peligros de convertir el eje izquierda-derecha en “bueno-malo”. También, lo que es más interesante que cualquier equidistancia, ha admitido que EEUU es el escenario de su historia no por sus particularidades nacionales, sino por su importancia a nivel global. Así que EEUU sería una extrapolación, el signo de una presunta totalidad.

Con lo que Garland querría distanciarse del cúmulo de ficciones que en los últimos años prueban a cartografiar el malestar de la sociedad estadounidense. Chuck Palahniuk riéndose de las “políticas de identidad” y anticipando el asalto al Capitolio en su novela El día del ajuste. El film La caza de Craig Zobel imaginando a élites progresistas cazando “deplorables”. O las películas de La purga, cuya última entrega ya presuponía antes que Garland una guerra civil. Todas estas obras compartirían la preocupación de Garland por la “polarización”, pero pensando en coordenadas específicamente estadounidenses que no temieran ser frívolas o irresponsables. 

No es lo que le interesa a Garland, frenando cualquier opción de que el mundo de Civil War dialogue directamente con el nuestro. Por eso Nick Offerman afirma no haber tenido en cuenta a Donald Trump —hoy muy cerca de recuperar la Casa Blanca— a la hora de interpretar al presidente del film, y por eso esta segunda guerra civil presenta una excéntrica alianza de California y Texas —estados tradicionalmente antagónicos— contra el poder de Washington. Garland juega la carta de la abstracción, replegándose frente a la actualidad a un entorno propio donde solo persisten referencias vagas al destino del FBI o el movimiento Antifa, y un bagaje cultural aún más vago: la fotógrafa de Kirsten Dunst se llama Lee como referencia explícita en el guion a la fotógrafa Lee Miller, famosa por su trabajo durante la Segunda Guerra Mundial.

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¿A qué conducen todas estas decisiones? A que Civil War sea, acaso a propósito, totalmente irrelevante. La ligereza con la que Garland ha escogido EEUU como escenario también se rastrea en la omisión de cualquier exterioridad al margen del país, y llegado un punto en el que una película titulada Civil War —al igual que cierta aventura muy querida del Capitán América— resulta no querer ser ni política ni geopolítica, la pregunta pasa a ser, desesperada, qué diablos quiere ser. La pista nos la da el vínculo de Dunst con Lee Miller, porque para Garland la Segunda Guerra Mundial sería como una Guerra de Secesión. Como cualquier guerra, porque las guerras son un asco en cualquier circunstancia. No solo nos deshumanizan, sino que también nos insensibilizan a través del caudal de imágenes de la barbarie con las que nos comunicamos y traficamos.

La importancia del reporterismo de guerra refuerza esta idea básica de Civil Warla única que tiene, a decir verdad—, y por supuesto es una idea con la que todos vamos a estar de acuerdo. ¿Qué pegas le podría poner nadie? Civil War se ambienta en los EEUU de un futuro distópico como se podía haber ambientado en cualquier país en cualquier época, y esto de por sí no sería malo si no fuera porque las únicas virtudes realmente reseñables del film residen en su aparataje audiovisual. El mismo aparataje que se supone critica el guion —esa obsesión sensacionalista por la imagen, que no documenta un relato tanto como lo crea—, y que Garland administra con una sofisticación muy meditada, al tiempo que tan atemporal como sus presupuestos: la creencia de François Truffaut en que no puede existir un cine verdaderamente antibélico —ajeno a la seducción lúdica o el impacto terrorífico— lleva medio siglo en el aire. Y Civil War tampoco hace nada con ella.

Así que a nivel de suspense, de ritmo, de diseño de sonido, está clarísimo: Civil War es una película espectacular. Tan espectacular, por lo menos, como Independence Day.

Roland Emmerich estaba convencidísimo de cuál debía ser la imagen que centrara la promoción de Independence Day: la Casa Blanca volando por los aires por culpa de un ataque extraterrestre. La gente de 20th Century Fox no lo veía tan claro por cómo podía recordarle al público el reciente atentado de Oklahoma en abril de 1995, donde habían muerto 168 personas. Ante la inquietud por que resultara una decisión insensible, Emmerich replicó “pero eso no lo hicieron los aliens, ¿verdad?”, y poco después el spot de Independence Day se emitió durante el descanso de la Super Bowl generando todo un fenómeno popular. La Casa Blanca destruida se complementó con unos anuncios que se hacían pasar por boletines informativos, de forma que el efecto llegara a recordar a aquella adaptación radiofónica de La guerra de los mundos efectuada por Orson Welles en 1938.

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