‘Novocaine’, la desternillante aventura de un hombre enamorado que no puede sentir dolor

De vez en cuando Hans Gruber llamaba “cowboy” a John McClane. Pese a que a lo largo de La jungla de cristal se percibía un creciente respeto del villano por el protagonista, no se trataba de un mote que expresara familiaridad, sino un sarcástico desdén. El personaje de Alan Rickman dudaba que ese tipo pudiera salir con vida del Nakatomi Plaza, y lo de “cowboy” subrayaba burlonamente que las pintas de Bruce Willis estaban muy lejos del ademán pétreo de los personajes clásicos de western, que parecían no sentir ni padecer. Frente a su tacañería verbal y la confianza de tenerlo todo controlado John McClane dudaba, improvisaba, hacía chistes malos. Porque se sentía superado por las circunstancias, y estas circunstancias iban dejando una huella visible en él.
La historia del cine tiene un hueco reservado desde 1988 para la imagen de Willis sangrando, descalzo y con una camiseta de tirantes mugrienta. Primero con una pistola en la mano, luego con una ametralladora que había afanado sin poderse resistir a hacer otro chiste. Clavándose cristales, lamentando no poder utilizar los zapatos de unos de sus enemigos caídos. La imagen de la vulnerabilidad, en una palabra, una vulnerabilidad que también era emocional —lo que le había llevado a ese dichoso edificio era una crisis matrimonial—, y que supuso un antes y un después para su género: para el cine de acción claro, pero también para la masculinidad.
Pocas cosas tiene McClane en común con héroes de acción actuales estilo Vin Diesel, Jason Statham o The Rock, como no sea la amenaza de la alopecia. Estos nuevos héroes están macerados en el gimnasio o reclaman de alguna forma la impasibilidad que Gruber no terminaba de ver en McClane. Tom Cruise se juega la vida una y otra vez en Misión imposible impulsado por la adrenalina, John Wick nunca se quita el traje mientras ceba el bodycount. Lo peor de todo es que la sensación de acontecimiento se pierde: todos estos tipos están haciendo lo que se espera de ellos en días normales, cumpliendo expectativas con resignación y una chulería que tampoco es la de McClane, pues esta puede sobreponerse a los contratiempos. Es el camino que lleva a los superhéroes.
Al protagonista de Novocaine justamente le espetan que es “un superhéroe” en su primera cita con la chica que le gusta. Tal ha sido la reacción de ella al enterarse de que tiene insensibilidad congénita al dolor. Su organismo es incapaz de notarlo y sin embargo Nate (Jack Quaid, visto en The Boys y más recientemente en La acompañante) no lo vive para nada como una suerte de superpoder, sino como una discapacidad. El trastorno implica que nada hay en su cuerpo que pueda alertarle de peligros externos y por tanto motive algún tipo de protección. Puede morir en cualquier momento sin enterarse de las causas, y eso ha hecho de Nate una persona temerosa e introvertida. Que huye de cualquier tensión en su vida y que, paradójicamente, tiene miedo de sentir.
La vulnerabilidad que retrata Novocaine es de lo más estimulante a efectos dramáticos —esta cerrazón sentimental estallará en una pasión instantánea por Sherry (Amber Midthunder)— y en particular a la hora de relacionarse con la genealogía del cine de acción. Pues Novocaine es, en efecto, una película de acción, que empieza a desplegarse una vez Sherry es secuestrada y Nate prefiere adelantarse a la policía para efectuar el rescate. Nate no tiene ninguna habilidad de combate —de hecho es un tirillas—, pero lo que él consideraba una discapacidad se antoja sumamente útil para abrirse paso entre sicarios, tiroteos y peleas con armas blancas diversas.
Todo esto dejará huella en su cuerpo como la dejaba en Bruce Willis, y hay alguna ocasión donde parece que Dan Berk y Robert Olsen, los directores, no pueden resistirse al juego iconográfico. En cierto momento múltiples cristales rotos mutilan su piel y él, que no siente una mínima molestia, se las apaña para usarlos como un arma. Las reyertas se suceden una tras otra y el cuerpo de Nate está cada vez más hecho polvo, mientras el auténtico dolor va no obstante por otro lado. El dolor es la angustia por el bienestar de su amada, mezclada con la inseguridad de si acaso no estará cometiendo una estupidez enorme, con la que va a terminar irremisiblemente muerto.
El guion de Novocaine, a cargo de Lars Jacobson, aprovecha de lo lindo la particular condición de su protagonista para sintonizar una frecuencia a lo Looney Tunes donde Nate, como si fuera el Coyote o el Pato Lucas, experimenta los golpes más duros sin que eso genere un impacto negativo en el público. De hecho motiva una diversión monumental, tanto por las correspondientes peleas llenas de giros ridículos como por secuencias únicamente dedicadas a exprimir todas las opciones humorísticas del asunto (la delirante escena de la tortura), y cimenta un entretenimiento modélico de corazón bien visible, a tenor de la profunda vulnerabilidad emocional del protagonista.
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Quaid, que está absolutamente encantador, es una gran baza para ello, si bien hay que volver a destacar el trabajo de Jacobson con la escritura y añadir el acercamiento de Berk/Olsen a sus personajes. En películas previas como Villains o Significant Others, este dúo de jóvenes directores había mostrado una palpable inquietud por las dinámicas de pareja, construyendo espacios tan chocantes como para matizar lo cuestionable de sus comportamientos en función al furor compartido o a la profunda interiorización de los sentimientos del otro. Hay bastante de eso en Novocaine porque el personaje de Sherry no es simplemente una damisela en apuros, y porque su relación con Nate está teñida de un fatalismo que sublima el egoísmo o la toxicidad.
Novocaine es una película estupenda que se encuentra muy cómoda en la senda de John McClane y se ajusta a un cine de acción poblado de hombres rotos y falibles, en perpetua búsqueda de afecto —la amistad con el personaje de Jacob Batalon también es sorprendentemente emotiva—. Posee tal pureza en sus intenciones y una ejecución tan eficaz como para pasar por alto alguna deficiencia del libreto —la pareja de policías, el clímax algo atropellado—, y agradecer que siga habiendo profesionales en la industria con una comprensión tan interiorizada de los atractivos esenciales.
Currantes sin grandes pretensiones pero con los suficientes arrestos como para considerar a los superhéroes un paréntesis lamentable en la historia del cine popular, y ser capaces de llevar planteamientos simpáticos justo adonde deben llevarlos, ni más ni menos. Novocaine además se ambienta en la víspera de Navidad. Como las películas de Shane Black. Como, naturalmente, La jungla de cristal. Si es que a veces es así de fácil.