‘The End’, un desconcertante musical apocalíptico para los tiempos de Elon Musk

La pequeña Tootie, interpretada por Margaret O’Brian, le decía a su hermana “lo maravilloso que era haber nacido en su ciudad favorita”. Como su hermana tenía el rostro de Judy Garland, quien en El mago de Oz ya había dicho aquello de que “como en casa en ningún sitio”, la conexión entre esta producción de 1939 y Cita en San Luis, estrenada cinco años después, era evidente. Ambos musicales, de apoteósico Technicolor, compartían un fuerte amor por el hogar —por Kansas y por aquella ciudad de Misuri— que podía extrapolarse al espíritu nacional estadounidense a lo largo de la II Guerra Mundial. Cita en San Luis se estrenó justo antes de que terminara el conflicto y de que, a partir de entonces, EEUU fuera sin duda “el sitio en el que estar”.
El apego al terruño de El mago de Oz y Cita en San Luis —la satisfacción de sus personajes por estar donde debían, sin que el viaje a Oz o una amenazante mudanza a Nueva York pudieran comprometerla— suscribía entonces, a nivel ideológico, la confianza con la que EEUU se situaba en el nuevo tablero mundial. La prosperidad de su hegemonía, la fortaleza de sus principios. Teniendo en cuenta la importancia de estas películas en la configuración del musical clásico, no quedaría otra que proponer que el musical como género, entendido en su forma puramente cinematográfica, ha de suscribir por fuerza el esplendor del relato patriótico estadounidense.
Una premisa muy jugosa solo con exportarla al presente, cuando una película como Wicked —que vuelve a El mago de Oz no solo con una fotografía adecuadamente gris, sino también queriendo extraer sentido político tras los colores brillantes— se estrena previa a la reelección de Trump y poco después el declive de EEUU, consecuentemente, se acelera. Cuando EEUU se va al carajo, el cine musical lo nota. El derrumbe matiza su brillo, revela las imposturas, y la seducción que pueda ofrecer el género queda coartada. Pero The End no es un musical tan árido por culpa de este colapso. Lo es porque Joshua Oppenheimer, su ingenioso director, está trabajando a partir del colapso.
The End es un musical donde apenas hay coreografías y muchos diálogos son cantados. Hay quien lo ha querido comparar por eso con Los paraguas de Cherburgo de Jacques Demy —que con una apuesta estética similar partía en los 60 de un paradigma clásico plenamente asimilado—, solo que más relevante que la forma de estar y cantar de los intérpretes es el escenario en que lo hacen. Cita en San Luis sería entonces un referente más oportuno, pues la familia protagonista de The End también está encantada de convivir en un sitio concreto, y la mayoría de sus canciones gira en torno a lo mucho que se quieren o a su optimismo colectivo.
Como en Cita en San Luis nunca abandonamos este escenario y van transcurriendo las estaciones. La peculiaridad de The End reside en que dicho escenario es un búnker en el fin del mundo, y la familia protagonista —igual de reticente a abandonar el hogar que la familia Smith— está integrada por los supervivientes de un apocalipsis del que nunca quieren hablar abiertamente. Bien porque no lo han conocido —el hijo, George McKay, ya nació dentro del búnker— o porque podrían haber tenido algo de responsabilidad en su desarrollo. Michael Shannon, la figura paterna, es un antiguo empresario de “combustibles fósiles” que está escribiendo sus memorias mientras omite detalles a placer. Como esas memorias no las leerá nadie, se lo puede permitir. Él controla el relato.
La convivencia de esta familia, sustentada en el autoengaño —el síndrome de culpa del superviviente confluye con la angustia por asegurar la inocencia propia—, se verá desafiada cuando otra superviviente (Moses Ingram) llegue de pronto al búnker, y pugne por reventar la mentira a base de dudas y preguntas. El relato identitario de la familia, que tenían bajo control, empezará a temblar, y The End irá dejando entrever cómo se ha construido a partir del sufrimiento de otros. Del de sus víctimas, en realidad. The End, de esta forma, comparte los postulados de La zona de interés de Jonathan Glazer y los proyecta a un futuro distópico donde Elon Musk y otros popes tecnológicos han logrado lo que siempre quisieron: aislarse del daño que le causan al planeta.
The End comparte actualidad con un planeta amenazado por lo que Naomi Klein y Astra Taylor denominaban recientemente “el fascismo del final de los tiempos”: la asunción por parte de las élites económicas de que el mundo se acaba y han de pensar cómo prosperar a partir de ahí, acelerando el proceso. Cada ángulo de la obra revela entonces un apesadumbrado diagnóstico y, sí, aquí también incluiríamos su adscripción al musical: una apuesta llena de problemas que condena irremisiblemente la película al aburrimiento. No porque la música de Josh Schmidt sea mala o flaqueen los cantantes —McKay, sumando otro proyecto arriesgadísimo tras La bestia, está particularmente excelente—, sino por lo cerebral de su manufactura y su enclave en la farsa.
Del musical se suele decir que, cuando los intérpretes cantan, es porque están desvelando sus auténticos sentimientos. En The End es al contrario. Los personajes discurren melódicamente a través de los sentimientos que creen que deberían tener, estableciendo una distancia irónica frente a la catástrofe que dejan atrás. Con lo que también es de admirar la coherencia de Oppenheimer: este director estadounidense radicado en Dinamarca se dio a conocer por sus documentales sobre el genocidio de Indonesia, y su salto a una ficción tan estrafalaria marida bien con lo que, por ejemplo, quiso hacer en The Act of Killing. Un “documental sobre la imaginación”.
'La cita', un thriller flojo que no aprovecha la tensión que se genera cuando quedas con una cita de Tinder
Ver más
Entre 2005 y 2011 Oppenheimer le pidió a varios responsables de los asesinatos en masa de los años 60 que recrearan sus crímenes. Estos asesinos no solo accedieron con alegría —y, aparentemente, sin remordimiento alguno—, sino que dicha recreación acababa persiguiendo el parentesco con los géneros clásicos de Hollywood: el cine noir y, en efecto, el musical. De los desquiciados bailes de los gánsgters de The Act of Killing pasamos a las agónicas canciones de The End. La película aúna valientemente las enseñanzas de lo registrado en Indonesia —la habilidad sobrehumana para huir de la culpa— con una defenestración del sistema ideológico que vertebró el musical clásico justo cuando el país originalmente emisor del mismo se ha propuesto matarnos a todos.
Hay coherencia para dar y tomar en The End, en resumen. Lo que no hay —Oppenheimer no deja que lo haya— es una comunicación fértil con el espectador. The End se abisma en el ensayo y la performance de forma desmesurada, colocando a quien lo ve en la compleja tesitura de apartarse del atractivo musical —habría ayudado que las canciones, como en Emilia Pérez, fueran palmariamente horribles— para leer entre las líneas de una tesis con bastantes capas, pero que desde luego no compensa dos horas y media totalmente arrítmicas.
The End está tan atrapada en su búnker discursivo como sus protagonistas, lo que impide que el visionado sea agradable a la vez que no deja de alumbrar una curiosa posibilidad: ¿acaso este es el único tipo de ficción responsable ahora mismo? ¿Una ficción sin asideros, hiperconsciente, que rechace la inmersión y el vértigo en aras de su angustia por el desastre? Sin duda estamos al final de algo.