'La cita', un thriller flojo que no aprovecha la tensión que se genera cuando quedas con una cita de Tinder

Meghann Fahy en 'La cita'

Pocas personas en Hollywood más capacitadas para hacerse cargo de Scream que Christopher Landon. No ya por su holgado currículum escribiendo entregas de Paranormal Activity, sino ante todo por cómo ha demostrado dominar a la perfección los mecanismos reflexivos y autoparódicos que guían la saga de Ghostface. Se da el caso incluso de que Landon, remitiendo directamente a Wes Craven y Kevin Williamson como creadores originales de Scream, ha sido capaz de insuflar un genuino angst juvenil a sus últimas películas, logrando que su energía prime por encima de ese batiburrillo posmoderno en el que tan cómoda se encuentra la gente de Radio Silence.

La dupla que forman Matt Bettinelli-Olpin y Tyler Gillett responde a este apodo y es la que ha dirigido con apabullante éxito comercial las dos últimas entregas de Scream. De cara a Scream 7 decidieron marcharse para hacer Abigail y Paramount le ofreció la película a Landon, así que el momento había llegado: el director de Feliz día de tu muerte demostraría lo interiorizadas que tenía las reglas del meta-slasher al tiempo que podía intentar que los protagonistas de la saga, para variar, expresaran algo. Pero la actual industria de Hollywood, si bien receptiva a mantener a flote lo máximo que se pueda un fenómeno como Scream —marcado por la constante regurgitación iconográfica—, también es más vulnerable que nunca a inestabilidades geopolíticas e identitarias. 

Todo se torció cuando Paramount despidió a Melissa Barrera por denunciar el genocidio palestino. Más tarde se le unió Jenna Ortega, y el mismo Landon tuvo que abandonar asegurando que el sueño de dirigir una película de Scream “se había convertido en una pesadilla”. Por supuesto Scream 7 va a salir adelante —Williamson será quien dirija tras limitarse hasta ahora a escribir, mientras vuelven todos los rostros conocidos posibles para compensar la enajenación industrial a fuerza de nostalgia—, pero Landon está fuera y acaso algo cansado de la fórmula que le puso en el radar de los productores de la saga de Ghostface. La cita es la película que ha dirigido como respuesta.

Y no es exactamente un punto y aparte. Landon ha vuelto a los brazos de Blumhouse —estudio especializado en terror de bajo presupuesto— para esta jugada. Además resulta que su músculo creativo va más allá de Paranormal Activity, de Feliz día de tu muerte y de la que bien puede ser su película más lograda, Freaky —titulada en España Este cuerpo me sienta de muerte—, pues cuando en los 2000 era únicamente guionista coqueteó con la comedia coral y la experiencia gay, y también escribió en 2007 un thriller protagonizado por Shia LaBeouf titulado Disturbia. De entre todos sus proyectos previos a las comedias de terror, La cita retrotrae sobre todo a este último: una película influenciada por Alfred Hitchcock al punto de emular el esquema de La ventana indiscreta.

Así que La cita es un film de suspense desarrollado casi por entero en un único escenario: un restaurante en el que una madre soltera (Meghann Fahy, llegada de la segunda temporada de The White Lotus) va a desvirtualizar por fin a su ligue de Tinder (Brandon Sklenar, Romper el círculo). La protagonista ha dejado a su hijo al cuidado de su hermana (Violett Beane), y de repente la cita es interrumpida por unos mensajes que le revelan que alguien está vigilando su casa y que, a menos que haga lo que le dicen, matará a su familia. La posterior hora y media se invertirá en resolver esta situación endiablada, con la pobre madre intentando ser más lista que quien la está chantajeando mientras trata de disimular frente a un apuesto hombre que podría estar en el ajo. O no.

El planteamiento de La cita ilustra entonces un regreso de Landon a la imaginería hitchcockiana, toda vez que retrotrae a discípulos más tardíos como Última llamada o la recentísima (y magnífica) Equipaje de mano de Jaume Collet-Serra. Frente a estas historias de extorsiones telefónicas el guion de La cita añade un curioso avance tecnológico como es el AirDrop de Apple, que justifica el título original del film (Drop). Esta función permite enviar archivos entre dispositivos cercanos de forma inalámbrica y es la que posibilita la comunicación entre la protagonista y el villano, haciendo más sugerente la tensión espacial por cuanto el envío de estos mensajes indican que el chantajista debe de estar cerca. Sentado en algún rincón de ese mismo restaurante, probablemente.

Una parte significativa de esos mensajes son memes boomer que ansían intimidar al personaje de Fahy y, sin embargo, no suponen una adición que conduzca el enredo hitchcockiano a lugares inéditos. El guion de Jillian Jacobs y Christopher Roach —que al igual que Landon han trabajado a menudo con Blumhouse solo que para las películas más inanes de la compañía, como son Verdad o reto y Fantasy Island— no hace nada relevante con el dichoso AirDrop más allá de jugar un rato con la identidad de los sospechosos, y se muestra cómodo con que la trama nunca remonte el vuelo lejos de los giros más timoratos que nos podamos imaginar.

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Así las cosas construye a los protagonistas al mínimo —con una dramática falta de carisma— y solo disemina aquí y allá algún apunte excéntrico para facilitar risitas incómodas. Es un libreto que trasciende lo funcional o lo conservador para articularse prácticamente como un inerte esqueleto, de forma que al poco de despegar la trama conjure una sensación inquietante: la de que una pantalla de cine debería cobijar cosas un poco más apañadas. La sombra del telefilmazo se abate sobre La cita —también la del estreno semanal de Netflix, para que entonces nos acordemos de que Equipaje de mano se estrenó en Netflix y la desazón se pronuncie—, y la única esperanza de resistirla recae sobre Landon. Su puesta en escena es lo único que podría marcar la diferencia.

¿Lo hace? No demasiado. A medida que se acumulan los mensajes amenazadores Landon decide que estos aparezcan sobreimpresos en el plano para agobiar visualmente a Meghann Fahy. O juega a menudo con el sonido y los silencios, o practica travellings vistosos aquí y allí para abrillantar la disposición geográfica. También, cuando la trama no precisa ninguna artimaña visual, se enfanga en veloces planos-contraplanos de un indigesto descuido, sintomático al cabo de la mediocre ejecución formal que verdaderamente guía la propuesta.

Landon nunca ha sido un gran director, y por eso La cita no funciona en casi ningún momento —algún pasaje simpatiquete hay, sobre todo al final— como ejercicio de suspense. Sus puntos fuertes como cineasta habían residido en encuadrar la gracia y la humanidad de unos personajes atrapados —al igual que lo estaba él— en simulacros de ficciones: escenarios de terror de convenciones saturadas donde Landon se esforzaba por extraer briznas de autenticidad. Este repliegue al thriller de toda la vida, sin trampa ni cartón, parece paradójicamente impostar la voz mucho más de lo que lo hacían sus films previos. Trabajos más listillos, menos honestos, pero más adecuados para un cineasta que ha trabajado mejor cuanto más ha aceptado su condición coyuntural.

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