Cultura
La conciencia crítica
La gira comenzó en Milán. "Supergrupo de escritores británicos contra el Brexit", tituló algún medio. Ken Follett, Jojo Moyes, Kate Mosse y Lee Child se habían reunido para llevar su protesta por la salida del Reino Unido de la UE a varias capitales europeas.
En su condición de superventas, que los convierte de algún modo en intocables ("Nuestro problema no es el dinero; cualquiera de nosotros tiene suficiente para vivir cómodamente en cualquier lugar, aun perdiendo lectores por nuestra actitud", dijo Follett), hablan con la libertad de los que no tienen nada que perder, ni que temer.
"Si tuviera delante a [Nigel] Farage, le daría una patada en los testículos", dijo Lee Child en la escala madrileña del tour. "También yo le daría una patada en los testículos, y además con las botas de punta que llevo ahora", añadió Moyes.
The Friendship Tour, que así se llama la iniciativa, tiene un objetivo que el autor de Los pillares de la tierra resumió así: "Los cuatro tenemos millones de lectores en España, en Francia, Alemania... Y nos sentimos avergonzados de que nuestro país rechace Europa. Así que hemos venido aquí para deciros que os queremos". Fue él, Follett, quien tuvo la idea y no le costó mucho que sus colegas, "abochornados y dolidos" por lo que están viviendo, se sumaran al peregrinaje.
La idea es extraordinaria por lo que tiene de viajera: un grupo de escritores se une no ya para manifestar su posición y lanzar su crítica en forma de manifiesto en su propio país, en el que piensan quedarse ("Mi responsabilidad como ciudadana del Reino Unido es quedarme y luchar para que el país permanezca en Europa", declaró Moyes), sino que se organizan para salir fuera y dar a conocer sus opiniones. No aspiran sólo a revertir o encauzar (con un segundo referéndum) el proceso, sino que quieren que quienes viven en el continente (entre ellos, muchos de sus lectores) conozcan su punto de vista. Lo novedoso, por tanto, es la gira.
Y, quizá, también es novedosa la contundencia en la manera de expresarse, que es signo de unos tiempos protagonizados por personajes de dudoso pedigrí político, tiempos en los que la sofisticación ha dejado de ser una virtud.
El amigo americano
El ascenso y triunfo de Donald Trump trajo consigo algo mucho más visceral que el tradicional posicionamiento de tantos intelectuales en favor del candidato demócrata porque, como reconoció Margaret Atwood, "saca la mierda de lo peor de todos nosotros, de nuestro miedo". Y por eso, al posicionarse en su contra, los escritores franqueaban una barrera que en otros momentos no se habían atrevido a traspasar: "Estoy muy decepcionado con el país —dijo Stephen King—. Creo que Trump representa a ese americano que lamenta que la mujer ha abandonado su rol tradicional y que se está dejando entrar en el país a demasiada gente con el color equivocado. Trump es extremadamente popular porque a muchos les gustaría vivir en un mundo que no cuestionase la supremacía del estadounidense blanco".
Un pensamiento que se completaba con el expresado por Junot Díaz: "La supremacía blanca es algo consustancial a este país, así que Trump no es algo completamente nuevo. En realidad, se explica como reacción a la decadencia de esa supremacía blanca antes mencionada, a la crisis económica, y por el descubrimiento de lo fácil que resulta culpar a los inmigrantes de origen latino, y describirlos como 'violadores' y 'asesinos'".
La apoteosis presidencial del hombre naranja suscitó una reacción en cadena que hacía pensar en la provocada por el triunfo y la persistencia en el poder de Silvio Berlusconi, cuyo magnetismo sobre el electorado resultaba incomprensible para tantos. "Hay una Italia que tiene el derecho y el deber de hacerse ver y elevar su voz. Una Italia que cree en las normas y en la legalidad", proclamó Roberto Saviano cuando escritores, profesores universitarios e intelectuales italianos salieron a la calle para llamar a la rebelión contra un primer ministro "que padece una obsesión sexual senil, paga a chicas menores, miente al Estado y huye de los tribunales". Oponerse era, añadió Umberto Eco, un deber: "Estamos aquí para defender el honor de Italia". Lo que expresaban no era una discrepancia ideológica: era un reproche ético, una censura cívica.
España no es una excepción
Sin embargo, la influencia de los intelectuales sobre la opinión pública no es algo que deba preocupar a los políticos, más bien al contrario: el Brexit está a punto de consumarse, Trump llegó a la Casa Blanca y el imperio político-deportivo-mediático de Berlusconi marcó la vida italiana durante tres décadas.
El escritor, que en algún momento pudo ser tenido por una autoridad moral, paulatinamente ha dejado de serlo, en un principio quizá porque la extensión de la alfabetización lo despojó de su condición de dueño y señor de las palabras, y ahora porque en determinados círculos la opinión de cualquier indocumentado tiene el mismo valor que la del más meritorio de los premios Nobel.
Sin olvidar que, en muchos casos, el olfato político de los intelectuales ha demostrado ser muy falible y ni siquiera los grandes ilustrados se libran de expresar opiniones contrarias a la humanidad más elemental. Del apoyo de intelectuales varios a causas innobles dan buena cuenta los capítulos más recientes de los libros de historia, en toda Europa (en los que el ascenso de dictaduras de uno y otro signo vino acompañado por loas en rima y prosa de autores de mucho mérito literario) y, por supuesto, en España (donde el franquismo tuvo gran predicamento entre artistas y pensadores, por convicción, interés o miedo).
Enterrada la dictadura, la libertad de opinión y de expresión ha sido más aprovechada (al menos, más desacomplejadamente aprovechada) por autores situados a la izquierda del tablero político. Pero ha habido de todo: Aznar tuvo sus partidarios, entre ellos, un Vargas Llosa que apeló al juicio de la historia ("los historiadores pondrán las cosas en la perspectiva adecuada y entonces quedará claro que el Gobierno de Aznar ha sido un gran gobierno") y Zapatero, los suyos: Carlos Fuentes y José Saramago se sumaron a la plataforma de apoyo al socialista.
Algunos han ido más allá de la mera declaración de sustento. En la pasada legislatura, el filósofo Manuel Cruz presidió el Senado tras ganar su escaño como independiente en las listas del PSC, y Ciudadanos ha acogido a escritores como Marta Rivera de la Cruz (que, tras ser diputada, es hoy consejera de Cultura y Turismo de la Comunidad de Madrid) o Martín Casariego (concejal presidente de los distritos de San Blas-Canillejas y Vicálvaro de la ciudad de Madrid).
Los suyos son casos excepcionales: tras criticar desde la barrera, saltan al ruedo. Su arrojo tal vez merecería la aprobación de Josep Tarradellas, a quien, según contó recientemente Joan Esculies, molestaba sobremanera que los intelectuales pudieran entrar y salir de la política a placer y pretender mantenerse al margen cuando lo que ocurría les desagradaba, como si la situación no fuera con ellos. Al hilo de esa anécdota, aseguraba Esculies que para que un intelectual pueda consolidarse y actuar son necesarias dos premisas básicas: "La primera, que se le identifique y reconozca como faro. No para coincidir con él, sino para tenerle como referente a partir del cual reflexionar y sacar conclusiones propias después. La segunda, que la estructura económica le permita una independencia profesional al margen, precisamente, de los políticos, de los partidos y de los gobiernos, con sueldos en condiciones en las universidades o en centros de pensamiento y de investigación financiados al margen del dinero público o con una discrecionalidad de éste limitada". Dos condiciones, concluía Esculies, que no se daban ni en la Segunda República, ni en la actualidad. "Es por ello que el intelectual, como conciencia crítica independiente, hoy en Cataluña es una figura escasa".
Lo cual no impidió a los escritores catalanes posicionarse a favor (entre otros, Jaume Cabré, Quim Monzó, Albert Sánchez Piñol) o en contra (Mendoza o Marsé) del referéndum, a favor o en contra de la independencia.
Teoría del mal presente, y del bien que viene
En el espejo inglés
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Mencionábamos al principio a algunos líderes entre cuyas habilidades está la de soliviantar a los escritores de sus respectivos países. No es intención de quien esto escribe, ni está entre sus capacidades, absolver a los dirigentes que esas reacciones suscitan, pero quizá sea sano un cierto distanciamiento…
Tras el fallecimiento de Margaret Thatcher, Ian McEwan rememoró en un artículo la paradójica fascinación que la dama de hierro había ejercido sobre ellos. "Todos los que vivíamos desolados por la brusca aversión que era evidente que le inspiraba aquel mundo confortable y dominado por el Estado, no nos conformábamos con tenerle antipatía. Nos encantaba tenerle antipatía. Ella nos obligaba a optar, a decidir qué cosas eran verdaderamente importantes". Le resultaba curioso pensar que, durante la era Thatcher, la novela británica había gozado de un renacimiento relativamente importante. "No es habitual que un Gobierno pueda presumir de haber fomentado las artes, pero Thatcher, que siempre tuvo una actitud impaciente ante la reflexión detallada sobre la vida, llevó a los autores a nuevos terrenos. La novela prospera en condiciones adversas, y la sensación general de desolación ante el nuevo mundo que ella nos mostraba arrastró a muchos escritores a la oposición. Con frecuencia, a una postura de oposición en sentido amplio, más moral que política. Su influencia obligó a examinar con más intensidad las prioridades, una reflexión que, en ocasiones, se manifestó en diversas distopías".
No es un consuelo para el vivir cada día, pero quizá ayude a sobrellevar estos tiempos difíciles.