El planteamiento del nuevo libro de Daniel Innerarity (Bilbao, 1959) no resulta, a priori, especialmente seductor. Cuando los ciudadanos se alarman ante procesos políticos sin precedentes, una economía que los economistas no pueden predecir, imbricados mecanismos supranacionales y la paralización de las mejoras sociales, el catedrático de Filosofía Política va a la contra. No deberíamos querer una democracia más sencilla, sino abrazar la complejidad de la existente y mejorarla a través de esa complejidad. Eso defiende en su último ensayo, Una teoría de la democracia compleja (Galaxia Gutenberg), donde defiende que la ruptura política solo puede resolverse con "la sutura entre democracia y complejidad", dos terminos que no son contradictorios en sí mismos, sino que hemos vuelto contradictorios.
Pregunta. El libro ofrece una idea que puede resultar contraintuitiva: la idea de mejorar la democracia haciéndola más compleja o aceptando su complejidad. ¿Por qué resulta contraintuitivo y por qué no lo sería?
R. Hay muchas ideas contraintuitivas en el libro. Yo pienso que la vida es contraintuitiva, y dentro de la vida la política es de las actividades más contraintuitivas. En política, muchas veces uno genera poder limitándolo, o genera confianza creando mecanismos para desconfiar.
Hay dos problemas de simplificación de la política que me parecen muy perjudiciales, uno conceptual y otro pragmático. El conceptual me parece incontrovertible: la mayor parte de los conceptos que manejamos en política —poder, territorio, soberanía...— vienen de hace más o menos 300 años. Una época en la que las sociedades eran homogéneas, autárquicas, en que se manejaban unas tecnologías incipientes y de muy poca sofisticación. Todo eso ha cambiado, y nos permitimos el lujo de seguir como si no lo hubiera hecho. Por eso, la primera complicación positiva de la política que tenemos es repensar unos conceptos que fueron pensados en épocas de gran simplicidad.
La pragmática: muchos agentes políticos están interesados en simplificar los problemas hasta unos límites casi caricaturescos. Esto, además, tiene poco que ver con la derecha y la izquierda: hay simplificadores de derechas que dicen que no hay alternativa y ofrecen una panacea tecnocrática, y un populismo de derechas y de izquierdas que establece una limitación entre nosotros y ellos rígida y absoluta, en un momento en que la confusión de intereses, porque estamos entreverados en un horizonte de interdependencias, es muy fuerte.
P. Pero nuestra relación con la complejidad como electores no es muy buena. ¿Por qué comenzar a verla como algo positivo?
R. Aquí habría que recurrir a la distinción entre complejidad y complicación. Una cosa compleja puede ser una cosa relativamente fácil de explicar y de entender; una cosa complicada no puede explicarla el autor ni entenderla ningún destinatario. Una playa de arena puede ser compleja, porque está formada por millones de granos, pero no tiene ninguna complicación; una fórmula matemática puede ser exactamente lo contrario. Es decir, no hay que oscurecer los mensajes, ni la gente tiene que estudiar Derecho constitucional a la hora de votar.
Pero es evidente que en la política hoy en día se puede inflamar un escenario con la crispación, arengando a las masas. La relación gobernantes-gobernados debe ser también más sofisticada y esto tiene que ver con la complejidad. Pensar que el tipo de reformas que como sociedades tenemos que hacer, para mejorar nuestra educación, para enfrentarnos a la crisis climática o a la robotización, es algo que podemos resolver con decretos de Gobierno o con manifestaciones en la calle, es una forma muy simple de entender las cosas que no va a funcionar. Uno de los grandes problemas que tienen las sociedades contemporáneas es que somos capaces de generar grandes oleadas de protesta y de insatisfacción, a derecha e izquierda, y eso tiene muy poco que ver con la realización de una transformación social, para lo cual se requiere de una intervención más duradera y de mayor implicación con la sociedad civil.
P. Si pensamos en la relación entre representantes y representados, ¿cuáles son los puntos centrales esenciales si se quiere hacer frente a la complejidad y descartar la simplificación?
R. Hay quien está pensando la relación entre representantes y representados, en un lado y otro del espectro ideológico, como una relación de obediencia. Yo me rebelo contra eso. Para la derecha tecnocrática, el problema es que la gente no obedece suficientemente las indicaciones de los Gobiernos, y no entiende la sofisticación de las medidas económicas. En el otro lado, hay quien piensa que en el fondo el gran problema de la política es que las élites no están escuchando a la gente, que, sabia e inocente, conoce lo que hay que hacer. Para ellos, el Gobierno debería ser una mera correa de transmisión, sin ninguna mediación deliberativa, de la espontaneidad que aparece en la sociedad.
P. ¿Y si no es una relación de obediencia, qué tipo de relación es?
R. Es una interacción. Igual que los seres humanos, cuando comunicamos, estamos emitiendo señales y recibiendo feedback, y que eso es un diálogo, una conversación, no es un choque de bolas de billar, una arenga, una amonestación. Además, según cómo los consideremos, podemos cambiar de lugar entre gobernantes y gobernados; primero, porque uno puede ocupar un puesto político y dejar de ocuparlo, pero también por la configuración de esa soberanía. No sería adecuado concebir la soberanía como se formula en esas teorías de la democracia muy simplificadas según las cuales uno ya sabe lo que quiere y simplemente trata de imponerlo o de negociarlo en un proceso de transacción. Yo me adhiero a la tradición de la teoría deliberativa de la democracia, que es una teoría según la cual lo que uno es y le interesa no está preconcebido con anterioridad al proceso político, sino que se descubre en un proceso político en el que hay, por supuesto, elementos de conflicto. ¿Por qué dialogamos en democracia? ¿Para dañar al interlocutor? No, dialogamos porque no sabemos lo que queremos. Pero intuimos que la identificación de lo que nos conviene solo la podemos hacer de manera social, colectivamente, como animales políticos que somos.
P. Pero en el libro defiende que si el funcionamiento de la democracia está dañado no es solo por la ausencia de ciertos interlocutores; es decir, que no bastaría solo con introducir cuantos más interlocutores políticos, mejor.
R. Para que la democracia funcione bien, hace falta que estén presentes los interlocutores, pero también que estos tengan unas disposiciones específicas. Y con unos agentes sociales absolutamente convencidos de que sus intereses son innegociables, la cosa no puede funcionar. En el capítulo en el que hablo de las competencias que la ciudadanía tendría que tener para que la democracia funcionara bien, no me refiero a competencias de tipo intelectual o académico, sino a un tipo de sensibilidad. Si uno tiene una empatía hacia el débil y se siente orgulloso de vivir en una sociedad que no deja a nadie atrás y que tiene cauces de solidaridad, y que es abierta, integradora y acogedora para el que viene de fuera, uno no tiene que saberse el Derecho tributario del país. Ya sabe el 90% de lo que hay que saber.
P. Parece que hay un descabalgamiento entre los principios que uno tiene y la imposibilidad de hacer una política regida por ellos, consecuencia en parte de esa complejidad. ¿Qué falla entre ambos polos?
R. La clave de que las cosas funcionen bien en una sociedad, y esta es una de las tesis fuertes del libro, no está en que los individuos que la componemos seamos listos, buenos o solidarios, sino que se trata de generar inteligencia colectiva. Vivimos en sociedades cuya interacción es tan intensa que podemos conseguir un milagro y un desastre al mismo tiempo, o que estamos pasando de uno a otro en breves lapsos de tiempo. Se puede dar la circunstancia de que individuos muy inteligentes e intachables moralmente establezcan entre sí una interacción que les vuelva estúpidos, es decir, que la interacción sea más estúpida que los miembros, y al revés. La democracia está para conseguir que la interacción de individuos medios, sin esperar demasiado de sus virtudes ni temer demasiado de sus vicios, dé un resultado mejor que la mera suma de sus partes. Ese es un sistema inteligente, y es en realidad la experiencia cotidiana que tenemos todos.
P. Cuando se ha hablado en los últimos años de complejidad y política, se ha hablado en parte de tecnocracia, esta idea de que puesto que vivimos en sociedades complejas, los votantes de a pie no pueden comprender la implicación de ciertas decisiones, y deben ponerse en manos de los expertos. ¿Cómo reconocer la complejidad sin caer en esto?
R. El concepto de complejidad que yo defiendo en mi libro es un concepto democratizador, porque la complejidad y la incertidumbre que la rodea no nos asalta solo a la gente normal, sino que asalta también a los expertos. Es verdad que, cara a los grandes problemas que la humanidad tiene en frente —crisis climática, inteligencia artificial, configuración financiera de la economía— necesitamos una gran movilización cognitiva, pero eso no significa un otorgamiento del poder absoluto a los expertos, entre otras cosas porque esos expertos tampoco están de acuerdo entre sí. Mi tesis sería: generemos el conocimiento necesario, pero seamos conscientes de que, si tenemos democracia, es porque no sabemos lo que hay que hacer, y que la justificación última de lo que vaya a hacerse será siempre una justificación popular. Sería una frivolidad entender la soberanía popular como algo absolutamente separado del juicio de los expertos, pero el juicio de los expertos sin una legitimación popular sería democráticamente inasumible. Parte de la complejidad de los procesos políticos es cómo hacemos compatibles ambas cosas: tanto la tecnocracia como el populismo son simplificaciones del campo de juego.
P. Sobre la crisis climática existe un amplio consenso científico sobre qué ocasiona el aumento de las temperaturas y qué puede producir esto en el futuro, y sin embargo nos sentimos igual de paralizados políticamente ante un fenómeno global y complejo. ¿Qué es lo que se está abordando erróneamente cuando nos enfrentamos a un problema político de este orden?un amplio consenso científico
R. El caso de la crisis climática no es un problema científico, es un problema político. Por mucho consenso que haya entre los expertos acerca de la identificación de la gravedad del problema, y de algunas de las medidas oportunas, el problema sigue siendo fundamentalmente pragmático. Los agentes políticos, que representan intereses como los Estados, las ONGs o los científicos, tienen enormes dificultades para entenderse y acordar la prioridad de medidas que suponen sacrificios asimétricos entre diversos grupos de población. La identificación de cuál es la medida justa, de cuánto es exigible recíprocamente, es un asunto en el que fundamentalmente lo que chocan son los intereses. La justicia climática es un caso de complejidad, tanto en la causación como en la afectación como en las medidas en juego.
P. Y la percepción que tenemos es que no vamos a ser capaces de superar esa complejidad, que no se ve como algo positivo.
R. Eso es lo que explica que todas las cumbres climáticas sean tan decepcionantes, y la impresión de que el ritmo de acuerdos e intervenciones es muy inferior al riesgo de degradación planetaria. Esta es la naturaleza del problema.
P. Ante problemas de este tipo, solemos asociar la toma en consideración de la complejidad de un asunto como un obstáculo, algo que ralentiza, y la radicalidad, la efectividad en la toma de decisiones, se asocia a la simplificación del problema. ¿Qué hacemos con eso?
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R. Hay que considerar que la complejidad es una aliada de la libertad. Lo vemos en la tradición liberal de los checks and balances [controles y equilibrios], nuestra queja suele ser la falta de contrapesos en el poder, la insuficiente distinción entre los poderes y su mutua contaminación. Desde la lógica institucional, la división de ámbitos de poder, bien construida, puede ser una garantía de buena política, en lugar de ser visto solo como una complicación.
En el caso de Europa, es muy exasperante la lentitud con la que se toman las medidas, y la gran capacidad de veto por una enorme cantidad de actores, pero al mismo tiempo estamos construyendo un sistema de libertad y solidaridad inédito en toda la historia de la humanidad, y posiblemente ejemplar de lo que en algún momento debería ser una gobernanza global. Europa es un sistema antiunilateral, que paga con el precio de una toma de decisiones costosa y lenta la resistencia contra la imposición. De alguna manera, es un principio republicano que yo defiendo con entusiasmo: más importante que facilitar la eficacia de la mayoría es dificultar la imposición de la mayoría. Y muchas veces hay que elegir entre ambas cosas.
El planteamiento del nuevo libro de Daniel Innerarity (Bilbao, 1959) no resulta, a priori, especialmente seductor. Cuando los ciudadanos se alarman ante procesos políticos sin precedentes, una economía que los economistas no pueden predecir, imbricados mecanismos supranacionales y la paralización de las mejoras sociales, el catedrático de Filosofía Política va a la contra. No deberíamos querer una democracia más sencilla, sino abrazar la complejidad de la existente y mejorarla a través de esa complejidad. Eso defiende en su último ensayo, Una teoría de la democracia compleja (Galaxia Gutenberg), donde defiende que la ruptura política solo puede resolverse con "la sutura entre democracia y complejidad", dos terminos que no son contradictorios en sí mismos, sino que hemos vuelto contradictorios.