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'Detroit': La insoportable brutalidad del racismo

La última película de Kathryn Bigelow, la única mujer galardonada hasta ahora con el Oscar a mejor dirección, es Detroit. Detroit, por la ciudad estadounidense en la que, en 1967, se desató una rebelión por motivos raciales que acabó con 43 muertos —33 de ellos, negros—, 1.200 heridos y más de 7.200 detenidos. El filme, por tanto, se ocupa de una herida que, medio siglo después, sigue abierta. Lo atestiguan los asesinatos de Philando Castile, Michael Brown, Trayvon Martin o Eric Garner, todos jóvenes negros desarmados, a manos de la policía. O los recientes sucesos en Charlottesville, con la marcha fascista en la que un nazi atropelló intencionadamente a los participantes en una contramanifestación antirracista, matando a una mujer. O el hecho de que la mera existencia de Detroit se haya convertido en un asunto polémico. 

Pero vayamos por partes. La película de Bigelow no se ocupa del conjunto de las revueltas que se sucedieron durante cinco días, sino de un suceso muy concreto que sucedió durante en la madrugada del 25 al 26 de julio en el Motel Algiers. Durante horas, diez jóvenes negros y dos jóvenes blancas fueron torturados física y psicológicamente por al menos tres oficiales de policía. Tres chicos de 17, 18 y 19 años fueron asesinados. La directora ha confesado no haber oído jamás sobre lo que se conoce como el "incidente del Motel Algiers" hasta que su guionista habitual, Mark Boal, le habló de él cuando un policía blanco fue declarado inocente del asesinato de Michael Brown, un adolescente afroamericano, en 2014. Tampoco fueron considerados culpables los agentes del Algiers. 

"Fueron dos cosas simultáneas", contaba Bigelow al New York Times sobre su reacción inicial ante la historia. "Una es como 'Soy blanca, ¿soy la persona correcta para hacer esto?'. Y la otra es una reacción extremadamente emocional ante la repetición constante de estos sucesos". La cineasta no fue la única que se hizo esa primera pregunta. "Detroit", escribía la crítica cinematográfica Ann Hornaday en el Washington Post, "ha sido elogiada por muchos críticos por sumergir al público en un hecho que cristaliza la supremacía blanca y su impunidad en su momento más patológico. Pero para otros, Detroit es otro ejemplo desalentador de un cineasta blanco que emprende la autoexploración y la catarsis sirviéndose del espectáculo de la angustia, el sufrimiento y la profanación de los cuerpos negros". 

Hay mucho de esas tres cosas en el filme. Detroit tiene, aparentemente, una sencilla estructura de tres partes: en la primera, la cineasta retrata el estallido de la revuelta. En la madrugada del 23 de julio, unos agentes se dirigen a clausurar un club sin licencia. En su interior encuentran más asistentes de los que esperaban: 82 afroamericanos celebran el regreso de dos soldados de Vietnam. En lugar de evacuar el edificio por la puerta trasera, los agentes lo hacen por la delantera, y deben esperar, además, a que lleguen los coches de refuerzo. Los vecinos empiezan a congregarse en torno al club mientras las decenas de detenidos esperan contra la pared. Alguien grita, según el relato de Bigelow: "¿Pero qué han hecho?". Alguien tira una botella. Así terminaba una noche a la que sucederían incendios, saqueos, torturas y asesinatos, la inmensa mayoría de ellos sufridos por gente negra. 

Luego llega el corazón del filme, una hora completa dedicada al ambiente asfixiante del Algiers, en el que parece concentrarse toda la represión y la violencia que sufría —y sufre— la población afroamericana. De los 43 muertos, 33 fueron civiles negros. También lo eran 696 de los heridos, más de la mitad —y entre los heridos de los cuerpos oficiales había 493 bomberos—.   Y la mayoría de los detenidos, que tenían entre 4 y 82 años. La larga secuencia dibujada por Bigelow es muy difícil de mirar. Incluye golpes, insultos, manipulación psicológica, simulación de ejecuciones, asesinatos a sangre fría y, sobre todo eso, una total certeza de la impunidad de los agentes, tanto por parte de las víctimas como de los verdugos. 

No es la primera vez, ni mucho menos, que Bigelow se interesa por los mecanismos de la violencia. En tierra hostil, el filme por el que se hizo con el Oscar a mejor dirección y otros cinco, se ocupaba de la guerra de Irak, y La noche más oscura, que retrataba la búsqueda y captura de Bin Laden, rozaba de nuevo la polémica con una representación de la tortura que parte de la crítica vio como una justificación de la misma. En ambas la directora se basaba en hechos reales para construir su historia, como ocurre en Detroit. ​​​​"Los hechos que rodean los asesinatos en el Motel Algiers el 25 de julio de 1967 no fueron establecidos con seguridad en un proceso judicial. Por ello, algunas partes de esta película se han construido y dramatizado basándose en el recuerdo de varios participantes y en la documentación disponible", se advierte al final del filme. Dos de esos testigos son los personajes que sustentan a dos de los protagonistas: el joven cantante Larry Reed y el guardia de seguridad Melvin Dismukes, acusado también de participar en el "incidente". Bigelow ha manifestado en varias ocasiones que entiende el cine "como periodismo"

Entonces, ¿a qué viene la polémica? En primer lugar, se trata de una cuestión de quién cuenta el relato. La propia Bigelow apunta con certeza al problema: "¿Soy la persona perfecta para contar esta historia? Absolutamente no. Mi ímpetu fue sentir que esta era una historia demasiado importante como para no contarla". ¿La posición de poder de Bigelow, que como mujer blanca no ha sufrido el racismo institucional del que habla, la convierte per se en una narradora poco fiable? No lo considera así el sociólogo y activista afroamericano Michael Eric Dyson: "Algunos han acusado a la película de ser torture porn [gore] o cuestionado si Bigelow debía contar esta historia, ya que es blanca. Aun así, ella ha hecho lo que nosotros, las personas negras, a menudo pedimos a las blancas que hagan: hacerse responsables de sus acciones y su legado de odio, que se transmite a menudo silenciosamente". 

 

Una escena de 'Detroit', de Kathryn Bigelow.

Casi todos los grandes medios escritos estadounidenses reconocen esta voluntad, pero la mayoría de ellos ha encontrado ciertos conflictos en la propuesta de Bigelow. Stephanie Zacharek, en la revista Time, señalaba que "extrañamente, [la película] está más centrada en los policías blancos" que en los personajes negros, y acusaba a la directora de haber convertido a los agentes en figuras de cómic: "Ojalá el mal fuera tan fácil de identificar en la vida real". Lo que en otros casos parecería un problema narrativo, aquí es claramente una cuestión moral. "El policía diabólico, aunque veraz, no nos dice nada sobre las fuerzas institucionales y culturales que alimentan el racismo en la ciudad", coincide Christopher Orr en The Atlantic.

La falta de contexto es otra de las críticas al filme, aunque se abre con una secuencia de animación, realizadas por Jacob Lawrence, que explica la migración de seis millones de afroamericanos de los campos del sur a las fábricas del norte, que desembocarían más tarde en la sobrepoblación y la pobreza de las comunidades urbanas negras. "Es la película de Hollywood obligatoria por el 50º aniversario que intenta meter una historia en una secuencia de eventos más amplia que no se desarrolla en absoluto", criticaba el empresario de Detroit Brian Cartwright. "Esto deja al público con el contenido factual equivalente a un happy mealhappy meal." Pero Boal, el guionista, se defiende: "Como dramaturgo, estaba interesado en la lucha por sobrevivir a esa noche y también, de alguna manera, por reconstruir una identidad después de ese tipo de trauma". 

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Algún crítico, como el histórico Richard Brody, de The New Yorker, ha llegado a tachar de "inmoral" la representación de Bigelow. Comparaba a Detroit y el racismo, muy duramente, con La lista de Schindler y el Holocausto: "La meticulosa dramatización de eventos para tratar de sorprender me golpea como el equivalente moral de la pornografía". El hecho de que Brody compare la violencia racista con la aniquilación de los judíos, el suceso histórico que más ha hecho reflexionar sobre la incapacidad del arte de representar el mal y el terror, da una idea del desafío —superado o no— al que se enfrentaba Bigelow con esta película. 

Más allá de la habilidad con la que la cineasta haya retratado los sucesos de Detroit, los debates que ha suscitado su llegada a las pantallas son un comentario aún más poderoso sobre la relación de los Estados Unidos con la raza. El crítico de cine A. O. Scott, histórico del New York Times, asimilaba en un artículo las dificultades de Bigelow al tratar este tema con las dificultades del país al completo. Para los medios estadounidenses más importantes, la directora ha fracasado —y, pese a ello, la página Rotten Tomatoes asegura que el filme cuenta con un 80% de críticas positivas—. Pero, señala Scott, no es la única en hacerlo. 

 

La última película de Kathryn Bigelow, la única mujer galardonada hasta ahora con el Oscar a mejor dirección, es Detroit. Detroit, por la ciudad estadounidense en la que, en 1967, se desató una rebelión por motivos raciales que acabó con 43 muertos —33 de ellos, negros—, 1.200 heridos y más de 7.200 detenidos. El filme, por tanto, se ocupa de una herida que, medio siglo después, sigue abierta. Lo atestiguan los asesinatos de Philando Castile, Michael Brown, Trayvon Martin o Eric Garner, todos jóvenes negros desarmados, a manos de la policía. O los recientes sucesos en Charlottesville, con la marcha fascista en la que un nazi atropelló intencionadamente a los participantes en una contramanifestación antirracista, matando a una mujer. O el hecho de que la mera existencia de Detroit se haya convertido en un asunto polémico. 

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