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Emiliano Monge: "Las violencias que campan en América Latina son reproducciones de la violencia machista"

Cuando comenzó a escribir ficción, Emiliano Monge (Ciudad de México, 1978) tenía una historia en la cabeza: la de un hombre que finge su propia muerte ante su familia y se esfuma. Era la de su abuelo, Carlos Monge McKey, que para comprarse una vida nueva hizo estallar la cantera de su cuñado con un cadáver dentro, que no era el suyo. Ahí siguió la imagen, durante la escritura de las novelas El cielo árido y Las tierras arrasadas, de los relatos de La superficie más honda. Tras aquella imagen iba otra: la del padre que se borra y se redibuja, convertido en guerrillero: el suyo, Carlos Monge Sánchez. Las dejó macerar, creyendo que aquello no importaría a nadie más que a sí mismo.

Hasta que hace tres años y medio algo hizo clic y comenzó a nacer No contar todo (Literatura Random House), un libro que reivindica como autobiografía, no como autoficción, y en el que teje la historia de fuga de sus antepasados con la suya propia. Su publicación en México dejó un dolor, un interrogante: ¿y si esa narración de hombres que huyen no era solo la suya, y si era la de un país, y si era la de El Hombre, ese constructo? En su visita promocional a Madrid, él tiene algunas respuestas.  

Pregunta. ¿Cuándo o en qué circunstancias se da cuenta de que es el momento de contar esta historia?

Respuesta. No tengo claro si al principio fue que no supe contarlo o que me parecía que no era un libro, y me embarqué en otros proyectos. Pero ahí estaba. La historia del abuelo, pero también del padre, abandonando a la familia para irse a la guerrilla. Con esas dos sí que parecía un libro, y entonces se trataba más bien de tener las herramientas, pero seguía sin convencerme. Cuando se volvió impostergable fue justo cuando me di cuenta de que tenían que ser los tres, el abuelo, el padre y el hijo, y que ahí ya había un libro como yo quería que fuera, tratándome a mí mismo como les trataba a ellos, estableciendo esa cosa de las herencias. Al final, no es una novela sobre mí, sino sobre un aspecto de cada uno de los tres, una hebra del tapiz o de la camisa, una hebra de mi padre, mi abuelo y mía, que compartimos.

P. ¿Le daba reparo el género de la autoficción, y por eso rechazó ponerse a sí mismo como narrador usando la primera persona?

 

R. Más que reparo, la autoficción me genera rechazo. Por eso yo quería establecer distancia entre la autoficción y la autobiografía, que ha existido siempre. Lo que me molesta de cierta autoficción es que es muy dada a borrar la figura del narrador, te cuenta los libros el escritor, y no hay intermediario. Eso para mí es una pérdida profunda en literatura, porque el narrador es el primer personaje. De ahí que yo no solamente use un narrador, sino cuatro: quería imponer la idea de que la autobiografía se construye. Con respecto a la historia personal, quería hacer un juego de balanza entre la cercanía emocional y la de la escritura: el abuelo, que es el que está más lejos de mí en el aspecto emocional, está en una primera persona, y más incluso, en un diario íntimo; el padre, que ocupa una distancia media en lo emocional, es una segunda persona, que es una distancia media en lo literario y con el lector; en la historia mía puse un narrador en medio que me permitiera hablar desde una distancia que me facilitara tratarme como traté la historia de los otros, sin protegerme ni excusarme, como no iban a tener derecho a hacerlo ni el abuelo ni el padre, e intentar ser justo en ese sentido.

P. Pero usted, o el personaje de Emiliano, está presente en la segunda persona a la que se dirige el padre: sus intervenciones no figuran, pero se intuyen. 

R. Nunca en  ningún texto me ha costado menos trabajo tomar el tono que en la parte del padre. Porque es una voz que estuvo en mí toda mi vida. Obviamente, no existe esa entrevista, como tampoco existen los diarios. La decisión de que no estuviera la parte del interlocutor en esta conversación tiene varias razones: la más inmediata es que esa voz tan arrolladora no quería que tuviera un contrapeso. Después, y es igual de importante, yo quería que la novela fuera de tres personas, no de Emiliano: parte de lo que me molesta de la autoficción es que el yo es el centro, y en la autobiografía, aunque parece tramposo, el yo nunca es el centro, sino el pretexto para una serie de sucesos. Y después, quería que el lector ocupara un espacio. A mí me interesa la literatura que le exige al lector. 

P. El diario no existió, la entrevista no existió… Había una estructura de los hechos y unos vacíos que llenar con la ficción. ¿Tenía claro cuáles eran esos vacíos?

R. Cuando empecé, no. Todo lo que sucede en la novela, todos los hechos, son cosas que pasaron, no hay nada que yo cuente que no sucedió, o que yo no crea que sucedió, porque pueden haberme contado algo que no fuera cierto, aunque solo incluía lo que me contaban dos o tres personas distintas de manera similar. Luego está el cómo contarlo, y ahí entra la ficción, en cómo convertir esos hechos en algo verosímil, en tejer esas supuestas verdades con un manto que las haga ser una historia y no una colección de instantes. Eso lo vas descubriendo con la escritura. Es cierto que la mayoría de los hechos ya los conocía: no es tanto lo que descubrí o lo que me faltaba como la reinterpretación de las cosas que ya sabía. Era como si toda mi vida hubiera estado viendo la historia desde aquí [señala un punto que flota en el aire] y pasara a verlo desde aquí [desplaza ese punto hacia un lado]. Eso hizo que todo fuera distinto.

P. Si el centro de la autobiografía no es el yo, ¿cuál es el centro de esta autobiografía?yo

R. Cuando empecé a trabajarla, pensaba que el centro era la huida o la fuga, y de algún modo la relación con la mentira o con la verdad. Pero poco a poco me fui dando cuenta de que el centro era el machismo, o lo que sucede en torno a él, que marca la existencia de América Latina y la familia latinoamericana de manera profunda. Tenemos la idea de que el machismo daña a las mujeres, y es verdad, pero también daña a los hombres. El machismo nos roba, nos prohíbe una masculinidad sana, y marca nuestra forma de ser y relacionarnos con el mundo. Y por eso es la huida, por eso es la relación ambigua con la verdad y la mentira, por eso la soledad en compañía, por eso uno está ausente aunque esté presente… La primera vez que uno mira la distancia entre lo que desea ser o cree ser, y lo que la primera unidad social, que es la familia, te dice que eres, eso está colado por el machismo. Desde muy pequeño. Ese deber ser de un modo. Y eso ha hecho un daño profundo en México, porque no solo hace daño a los individuos, sino a las colectividades: las violencias que campan en América Latina, y particularmente en mi país, son reproducciones de la violencia machista de la intimidad, de ese universo en pequeñito que es la familia. No hay más culmen del heteropatriarcado que el ejército, la violencia militarista.

P. Habla de la violencia presente en el libro, pero en un inicio no está tan clara esa violencia de manera expresa, y se manifiesta de forma más sutil. ¿Por qué esta elección?

R. Tiene que ver con que es el tema del que más he escrito. El primer libro en el que traté la violencia de manera directa, que es El cielo árido [2012], el personaje en sí es la violencia. Pero entonces aprendí que la violencia no es una persona. En Las tierras arrasadas [2016], era como una especie de camino o de destino, una ruta de vida. Y mi idea de la violencia se ha ido complejizando, de manera que en los cuentos anteriores [La superficie más honda, 2017] y aquí me queda claro que la violencia es un ecosistema, un medio ambiente. La violencia está ahí y nos marca, porque todo lo que hacemos está a expensas de que irrumpa la violencia. Es difícil de explicar, pero si ahora mismo se escucha un estallido afuera, para mí va a ser un balazo, y para otra persona será otra cosa. Es una condición que te hace estar alerta. Eso quería, que el lector estuviera alerta con ellos, a la espera. Y no es que en España sea distinto. Las sociedades que presumen de ser menos violentas, lo que habría que hacer es buscar dónde la ejercen: en el racismo, en la violencia contra la mujer, en el aspecto emocional.

P. En México, el libro ha tenido una recepción particular. Usted cuenta cómo pensaba que la suya era una historia demasiado singular, pero que a partir de la publicación ha visto cómo le contaban sucesos similares. ¿Cómo cree que se relaciona esta autobiografía con la vida del país?R

. Yo escribía y casi cada día me preguntaba: esto ¿a quién le importa, qué sentido tiene? Luego he entendido que el asunto es que el machismo de mi familia es el de todas las familias mexicanas, y el abandono del padre es mucho más común de lo que yo me había pensado, y el hombre que se hace el muerto es mucho más común de lo que me había pensado. Porque el abandono no siempre es físico: hay muchos padres que no se van pero que se fueron desde el día uno. De pronto, mi historia, que yo creía profundamente mía, es similar a la de mucha gente.

Y luego hay muchas mujeres a las que les sorprende, aunque no sé si es la palabra, que un hombre se desmonte de esa manera, que haga tal esfuerzo de mostrar el machismo propio y el de su intimidad, ese intentar explicarnos. No debería ser así, pero es un síntoma más del profundo machismo que compartimos, el que nos sorprenda que alguien trate de no ser machista. O más bien preguntarse qué nos está haciendo el machismo, más que no serlo, porque bueno, eso quizás no lo pueda decir yo.

P. Cuando usted habla de la literatura militante, señala que a menudo se ha considerado que la militancia estaba en el tema, y defiende que la militancia reside en la forma. Si esta es una obra militante en su concepción del machismo, ¿cómo se traduce eso en la forma?

Un supuesto pasado

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R. Creo que en la voz del padre queda muy claro: esa voz arrolladora, que no deja hablar a nadie ni permite más que su punto de vista. Es la pretensión del diálogo de convertirse en monólogo, que es una cosa completamente machista. En el diario del abuelo, está el intentar todo el tiempo acceder a una intimidad que sin embargo le está vedada, y le está vedada por la muerte de una masculinidad sana. En la historia de Emiliano, está en el juego de la verdad y la mentira, la necesidad de estar constantemente siendo alguien más, la necesidad de creer realmente que es alguien más, o de inventarlo, o apropiándose de la historia de alguien más, ese tratar de salir de lo que es pero sin dejarlo nunca.

Además, creo que está en el lenguaje, en las palabras que se eligen para contar: cada libro nos deja a los escritores retos distintos para lo siguiente a lo que nos vayamos a meter, y hay veces que, como en este, un libro agota una voz o una serie de voces. Yo me doy cuenta ahora de que en mis libros anteriores las voces son muy masculinas y tienen una violencia casi machista. Yo ahora me pregunto cómo voy a contar. Ya no puedo contar así. No es casual que lo que estoy escribiendo ahora tenga 40 narradores, es la evidencia de alguien que está buscando una forma distinta de contar. Se me agotó un lenguaje.

 

Cuando comenzó a escribir ficción, Emiliano Monge (Ciudad de México, 1978) tenía una historia en la cabeza: la de un hombre que finge su propia muerte ante su familia y se esfuma. Era la de su abuelo, Carlos Monge McKey, que para comprarse una vida nueva hizo estallar la cantera de su cuñado con un cadáver dentro, que no era el suyo. Ahí siguió la imagen, durante la escritura de las novelas El cielo árido y Las tierras arrasadas, de los relatos de La superficie más honda. Tras aquella imagen iba otra: la del padre que se borra y se redibuja, convertido en guerrillero: el suyo, Carlos Monge Sánchez. Las dejó macerar, creyendo que aquello no importaría a nadie más que a sí mismo.

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